¿Cómo nos llamamos los cubanos?
Adrián Leiva
LA HABANA, Cuba - Noviembre (www.cubanet.org) - El respeto y las normas de cortesía en el trato a nuestros semejantes nunca han estado reñidos ni en contraposición a ningún sistema ideológico existente en la historia de Cuba, pero lo cierto es que durante los últimos años se ve acentuada, cada vez más, no sólo la pérdida de los valores tradicionales que han caracterizado al cubano, sino un degradante relajamiento en la comunicación social respetuosa entre los ciudadanos.
Esta realidad es más pronunciada entre los jóvenes, aunque los adultos no escapamos de ella, especialmente en las mayores concentraciones poblacionales, fundamentalmente en La Habana y las capitales provinciales. En los pueblos y zonas rurales con menor densidad de población el fenómeno se presenta con menor frecuencia.
Bien pudiera relacionarse esta realidad con la dinámica de la vida más moderna en las ciudades mientras que, por otro lado, no deja de tener su influencia como resultado colateral, el sistema político implantado en Cuba desde hace cuarenta y seis años que ha contribuido a que los cubanos naveguemos en un mar de confusiones y pseudovalores donde la incondicionalidad política del ciudadano hacia el gobierno es sinónimo de un supuesto patriotismo que ha terminado por contaminar los valores más auténticos de la conciencia y la decencia humanas.
Por otra parte, el sistema económico vigente contribuye al desarrollo de este fenómeno social ahogando las potencialidades e iniciativas del cubano que no pueden germinar al estar la economía totalmente estatalizada. Desde luego la familia, como célula fundamental de la sociedad, también tiene una cuota de responsabilidad en la formación de los valores éticos y morales de sus miembros, compartiendo roles con el sistema vigente, proceso vinculado a lo que algunos han definido como descristianización de la sociedad a partir de 1959.
El único empleador en Cuba es el Estado. La mayoría de los trabajadores de una u otra forma, a fin de compensar los bajos salarios, buscan por medio de la sustracción de productos terminados o materias primas provenientes de sus centros laborales una vía que pueda generarles ingresos complementarios a fin de elevar su bajo nivel de vida. Estos productos son comercializados diariamente a lo largo y ancho del país en el Mercado Negro, cuyos vendedores clandestinos anuncian sus mercancías en la vía pública.
La pasada semana, mientras caminaba por La Habana, me sucedió una cadena de eventos que, a pesar de poseer un origen común, sus protagonistas fueron personas distintas y en diversos lugares. Aunque a primera vista estas acciones aparentemente carecen de importancia, si se profundiza un poco es posible encontrar la naturaleza de esta conducta que me hizo dudar si los cubanos hemos dejado de tener nombre propio.
Durante mi andar por los portales de las calles habaneras se me acercó el primer vendedor que, de forma mística y subrepticia me lanzó en pleno rostro, casi susurrando, la palabra HUEVOS. Anonadado eché un vistazo a la portañuela de mi pantalón que, para mi tranquilidad, estaba convenientemente cerrada. Algo perplejo dirigí la atención hacia mi interlocutor, ya interpretando el hecho como una ofensa y provocación; afortunadamente pude observar en un rincón a su espalda dos cartones con posturas de gallinas. Aquella palabra "mágica" tenía como intención proponer la venta clandestina de ese producto alimenticio. Con una sonrisa continué mi camino.
Unas pocas cuadras más adelante, una señora emergió de la entrada de un edificio y me dijo: "ESPAGUETIS". La carcajada que brotó de mi boca no pudo ser contenida, pues con doscientas libras de peso corporal a lo que menos me asemejo es a esta modalidad de pasta alimenticia.
Así, durante las varias cuadras por las que transité esa mañana, de forma más o menos similar, vendedores furtivos de ambos sexos me llamaron indistintamente SALFUMÁN, AGUJA DE COSER, MEDIAS PARA NIÑO, QUESO, BLOOMER, BOLÍGRAFO, EMPANADA, GALLETICAS DE CHOCOLATE, entre otros apelativos.
En esta mañana habanera dejé de llamarme Adrián Leiva para recibir todo tipo de "nuevos bautismos". Es de suponer que cientos de personas corrieron igual suerte. Lo curioso del hecho es que ninguno de estos vendedores tuvo la delicadeza, por muy apremiado que estuviera, de dar los buenos días, o sencillamente preguntar: Señor, ¿UD. desea comprar tal producto?
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