Las damas de la redención
Andrés Reynaldo
El día de la Virgen de las Mercedes, patrona de los presos, las Damas de
Blanco no pudieron salir a misa. Como es habitual, una turba organizada
por las autoridades y agentes de seguridad les cerró el paso a golpes,
empujones y escupitajos. Esta vez, el turno de porristas tocó a los
estudiantes universitarios; entre ellos (¡no faltaba más!) alumnos de la
Facultad de Derecho. Un amplificador de sonido impregnaba la calle con
fragmentos de discursos de Fidel. Difícil encontrar otra escena que
ilustre mejor el grado de encanallamiento que la dictadura de los
hermanos Castro le ha impuesto a tres generaciones.
En cualquier otro país, la Iglesia Católica y el Vaticano hubieran
alzado su vehemente protesta. Pero no en Cuba. El silencio de los
obispos de la isla y, en particular, del cardenal Jaime Ortega Alamino,
arzobispo de La Habana, raya en la apostasía. Nunca en América Latina
una dictadura había conseguido alejar a una Iglesia de su protectora
misión de manera tan minuciosamente abyecta. En sus últimas
declaraciones, Ortega ha disculpado a las autoridades centrales de
cualquier papel en recientes y brutales ataques a la oposición pacífica
en las provincias orientales. De paso, advirtió que la Iglesia no apoya
ningún intento de cambiar el status quo. Así, nuestra jerarquía católica
ha transitado del credo de Jesús al credo de Caifás.
Mucho ha cambiado la fibra moral del cubano desde 1959. La Iglesia que
durante la lucha contra Fulgencio Batista fue refugio y, en no pocas
ocasiones, bastión conspirador, ahora se parte de la risa haciéndole
comparsa a Raúl Castro en el destierro de los disidentes. Los
universitarios, ayer la abnegada y autónoma vanguardia de las causas
nobles, hoy sirven de brazo paramilitar a una cúpula octogenaria y
corrupta que apenas puede organizar el día a día entre la renuencia al
cambio y el aterrado afán por ofrecer una apariencia de cambio.
Exquisitos poetas glorifican las Palabras a los Intelectuales de Fidel
Castro en 1961, un documento reaccionariamente pedestre incluso en la
esfera del pensamiento estalinista. Trovadores que se oponen a la pena
de muerte en el resto del mundo se apresuran a firmar un manifiesto a
favor del fusilamiento de tres jóvenes negros que intentaron robar una
lancha para escapar a Miami. Los jueces no se atreven siquiera a hacer
valer a favor de los ciudadanos las espurias leyes de un gobierno
ilegítimo y las cantantes de boleros confiesan a la prensa que el sueño
de sus vidas es cantarle en la intimidad al Comandante.
En el exilio también se cuecen habas. Tenemos millonarios que van a
refrescar sus vanidades políticas a Varadero y regresan conmovidos de
que no les hayan pateado el trasero, poetisas de rango casero que acuden
a La Habana para hacerse escuchar por estupefactos jóvenes llevados en
guaguas desde sus escuelas, cubanólogos que teorizan acerca de "los
cambios que no se ven" y el efecto benéfico de la revolución (ni de
broma le dicen dictadura) sobre nuestra identidad. Tenemos mercaderes de
arte y mercaderes del diálogo, aspirantes a presidentes que todavía le
hacen carantoñas a la nomenclatura en aras de sacar su tajada de un
hipotético proceso de transición y periodistas y blogueros que se
dedican a pintar a los exiliados de Miami como la tranca en la rueda de
la reconciliación nacional. Dándole la vuelta al verso de Nicolás
Guillén: tenemos lo que no teníamos que tener.
Por cínico que parezca, si una ganancia ha podido sacarse de nuestra
espeluznante tragedia, es que hemos llegado a un punto donde ya no sólo
hay que hablar de reconstrucción económica y restauración democrática,
sino principalmente de refundación nacional. El castrismo ha probado la
devastadora capacidad del tradicional discurso revolucionario cubano, al
igual que su intrínseca irresponsabilidad y, en suma, su palmaria
ignorancia de las características y realidades de la nación. Hemos
perdido más de un siglo matándonos, excluyéndonos y arruinándonos la
mutua hacienda en aras de una patria con todos y para el bien de todos
cuando gozábamos de las condiciones insulares y externas, los talentos y
la voluntad ética para lograr en paz una patria con cada uno y para el
bien de cada uno.
Ebrios de una esperpéntica misión en Nuestra América como valladar
frente a Estados Unidos echamos por la borda una relación privilegiada
por la posición geográfica y los vínculos culturales y comerciales que,
pese a insoslayables intromisiones en nuestra soberanía, fue una
garantía de estabilidad y una constante fuente de superación y riqueza.
La permanencia de Fidel se debió a su habilidad para encarnar ese
espíritu revolucionario (de prematuros rasgos fascistas) que corrompió,
al principio con una demagoga construcción romántica y luego casi
siempre a punta de pistola, la conciencia crítica que pugnaba por
fraguar entre nuestras elites desde mediados del siglo XIX. Acaso sea
una labor de décadas, pero el discurso político cubano no podrá ofrecer
un camino racional, plural y moderno hasta que las nociones y figuras
que han perpetuado esa cultura mesiánica, imperativa y a fin de cuentas
abusiva sean sometidas a un descarnado análisis. Con una informe poética
y un ideario de tertulia de la España de charanga y pandereta, en los
excesos de esa tradición se ocultan abominables mentiras y un patológico
anhelo de aniquilación.
¿La transición? Ya está hecha. La dictadura ha logrado sin tropiezos la
sucesión dinástica, con una desembozada tendencia al nepotismo. ¿Los
cambios? Saltan a la vista. Tanto socialismo como sea necesario para
dominar al pueblo y tanto capitalismo como sea necesario para mantener a
la familia gobernante. La fórmula es terriblemente aceitosa y el poder
se les está resbalando de las manos. Mientras tanto, el más visible
vestigio de redención moral, la única manifestación de una identidad
forjada en nuestras auténticas virtudes y nuestros posibles proyectos,
el frágil puente entre la Cuba que pudo ser y la que quizás ya nunca
será, son esas mujeres vestidas de blanco empecinadas en ir a misa.
http://www.elnuevoherald.com/2011/10/02/v-fullstory/1035346/andres-reynaldo-las-damas-de-la.html
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