El bloqueo del presente y el embargo del futuro
En el caso de las relaciones con Estados Unidos nuestro problema no se 
disuelve en consideraciones de geopolítica global
Haroldo Dilla Alfonso, Santo Domingo | 31/10/2011
Vi por televisión el discurso del Canciller cubano en Naciones Unidas 
urgiendo a votar contra el bloqueo/embargo. Habló con vehemencia de 
injusticias, atropellos y cubanos enfermos sin atención debido a la 
falta de acceso al mercado estadounidense. Y lo hizo, fue lo que más me 
llamó la atención, sin mover un músculo de la cara, como Peter Sellers 
en la antológica Bienvenido, Mr. Chance.
No obstante, a pesar de su parca expresividad, estuve de acuerdo con las 
conclusiones del Canciller y con quienes votaron en contra del embargo. 
No por lo que el Canciller argumentaba con su rostro impasible, sino por 
razones muy prácticas que tienen que ver con el futuro de mi país. Un 
futuro que probablemente no es el que el Canciller imagina.
Para comenzar con un ejemplo, el Canciller dijo que el bloqueo había 
sido un fracaso. Yo no lo creo. Al contrario, pienso que fue muy exitoso.
Es cierto que no logró derrocar al Gobierno cubano, pero es también 
cierto que contribuyó decisivamente a la emergencia de las peores 
tendencias subyacentes en toda revolución, a la mediocridad económica al 
lado del bloque soviético, al autoritarismo caudillista encarnado en 
Fidel Castro, al nacionalismo delirante, y a un extremismo frenético que 
llevó a la sociedad cubana a un estado de encuadramiento y falta de 
libertad insoportables. Y sobre todo, se hizo indigerible para las 
sociedades latinoamericanas, que aún enfrentadas a las terribles 
dictaduras neoliberales de Pinochet y Videla no pudieron ser convencidas 
de que Cuba era un camino. Y por eso no creo exagerado decir que el 
bloqueo/embargo fue un ingrediente importante, aunque no único, de la 
derrota de la revolución cubana y del establecimiento desde 1970 de un 
régimen thermidoriano atrincherado en el llamado socialismo real.
La historia postrevolucionaria —que se inicia entre 1965 y 1970— fue de 
una convivencia perfecta entre el embargo (y toda la política hostil de 
Estados Unidos) y los dirigentes cubanos apoyados por la Unión 
Soviética. Yo diría que el embargo y la hostilidad fueron tan 
importantes a la sobrevivencia del régimen político como los subsidios 
rusos. Fueron los argumentos exactos para reprimir disidencias críticas, 
para aplastar opiniones en contra, para encarcelar e incluso para 
fusilar. La columna vertebral de un discurso anatematizador que 
describió a todo lo que es diferente como parte, consciente o 
inconsciente, de la supuesta conspiración imperialista. Y por eso los 
dirigentes cubanos, y en particular Fidel Castro, hicieron todo lo 
posible —desde guerras africanas hasta derribos inadvertidos de 
avionetas— para detener los intentos de normalización que eventualmente 
llegaron desde la Casa Blanca.
Obviamente no digo que si el embargo/bloqueo, y toda la política hostil 
contenida en la Ley Helms Burton, desaparecieran, cesaría la 
manipulación política e ideológica de la clase política cubana; mucho 
menos aún que se iniciaría automáticamente la transición hacia un 
sistema democrático. Pero sí digo que el trabajo de los chicos del 
aparato ideológico se haría mucho más difícil. Como difícil sería hablar 
de agendas hostiles intervencionistas, y menos aún que la parte de la 
población que aún constituye un sector de apoyo duro, siga imaginando 
que lucha contra un imperialismo que en verdad nunca ha visto, pero que 
en lo adelante ni siquiera podrá imaginar.
En resumen, el embargo es ya una pieza congelada de la guerra fría, un 
relicario medieval de las doctrinas Truman y Monroe. Desde hace años 
solo ha servido para polarizar y enrarecer el escenario político cubano. 
Su eliminación abriría una refrescante ventana en un cuarto lleno de 
humo. Y aun los más escépticos estarían de acuerdo conmigo en que, 
hablando de una Cuba que se mueve ahora mucho más que nunca antes, vale 
la pena experimentar nuevas situaciones sin la carga asfixiante del 
embargo. Al menos así ya lo entiende la mayoría del pueblo 
estadounidense, casi la mitad de los cubanos emigrados en Estados Unidos 
(sobre todo los jóvenes), y buena parte de los opositores dentro de la 
Isla. Sin contar, por supuesto a la abrumadora mayoría de la población 
insular. El bloqueo es una política rehén de minorías.
Otra consideración es lo que significa para el futuro de Cuba que 
continuemos apoyando el embargo como un instrumento político de los 
Estados Unidos para influir en el curso de los acontecimientos 
insulares. Francamente yo no estoy entre los que cree la razón del 
bloqueo/embargo haya sido la confiscación de bienes estadounidenses. Es 
un argumento infantil a la luz de todo lo que sucedió. Pero en cualquier 
circunstancia, creo que el levantamiento del bloqueo/embargo debe ser 
objeto de una negociación que incluya la indemnización por las 
propiedades confiscadas a personas físicas o jurídicas que en aquel 
momento tenían nacionalidad norteamericana.
Pero creo también que debe existir una voluntad clara de parte del 
Gobierno de EEUU para producir paulatinamente una normalización sin 
condicionantes políticas. Es un asunto muy complejo, porque si bien es 
cierto que un mundo globalizado las relaciones (desiguales) entre los 
estados imponen cesiones de soberanía, en el caso de las relaciones con 
Estados Unidos nuestro problema no se disuelve en consideraciones de 
geopolítica global. Así fue desde que fuimos república, y así será en el 
futuro, no importa quien encabece el Gobierno, ni qué credo político le 
adorne.
Y por esa razón justificar en la actualidad que Estados Unidos se 
proponga cambiar el curso político de Cuba mediante políticas 
unilaterales, es reconocerle un rol como actor interno de la política 
cubana. Es volver a un punto de partida injerencista que causó múltiples 
frustraciones en la república prerrevolucionaria, y que finalmente 
condujo a una revolución, uno de cuyos componentes ideológicos fue 
precisamente el nacionalismo antiestadounidense radical.
De cualquier manera siempre he creído que el embargo/bloqueo y todo su 
andamiaje legal, resumido en la nefasta Ley Helms Burton, persisten 
sencillamente porque no hay razones de peso en contra. La economía 
cubana es un desastre, los políticos cubanos son octogenarios, Chávez se 
torna sospechosamente volátil, y por tanto es mejor esperar y ver qué 
pasa antes que tomar decisiones que puedan restar algunos votos en el 
estratégico estado de la Florida. O buscarse la animadversión de los 
intratables legisladores cubano/americanos.
Pero este impasse pudiera estar variando ante la perspectiva del 
petróleo en el Golfo de México. Que aun cuando sabemos que demora su 
extracción y explotación, es previsible que su sola detección en 
cantidades y calidades comerciables cambie todo el escenario. Desde la 
posición de Cuba en el mercado financiero hasta la actitud contemplativa 
de los grandes consorcios petroleros.
O por razones geopolíticas, cuando Estados Unidos se vea obligado a 
garantizar su frontera sur ante las asechanzas del narcotráfico 
desplazado por la guerra mexicana. Y súbitamente descubran que los 
militares cubanos pueden llegar a ser sus más confiables aliados en la 
región.
Por eso yo estoy contra el bloqueo/embargo. Como Bruno, el canciller 
impertérrito, pero a diferencia de él, no para perpetuar un régimen 
político autoritario, sino para cambiarlo en función de la felicidad de 
los cubanos y cubanas, en esta, la única vida que comprobadamente 
tenemos. Sin más controles ideológicos, ni agitaciones nacionalistas, ni 
encuadramientos políticos obligatorios. Pero sin intromisiones 
internacionales que nos impongan "deudas de gratitud con vecinos tan 
poderosos". Como decía Antonio Maceo.
 
 
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