Lunes, Octubre 31, 2011 | Por René Gómez Manzano
LA HABANA, Cuba, octubre, www.cubanet.org -Son conocidos los casos de 
dictadores y tiranos que, tras regir de manera omnímoda, han pasado del 
poder al cementerio o la cárcel. Desde los años cuarenta del pasado 
siglo son numerosos los personajes famosos cuyo dominio se ha eclipsado 
de manera abrupta y humillante para ellos, aunque reconfortante para los 
demás.
Adolfo Hitler terminó suicidándose, y sus más cercanos colaboradores 
murieron en el transcurso de un año. Benito Mussolini acabó colgado de 
los pies en la Plaza de la Catedral de Milán, junto a una víctima de la 
pasión, su amante Clara Petacci, que no merecía compartir ese destino.
Décadas después, el rumano Nicolae Ceaucescu fue juzgado por un tribunal 
militar, condenado y ajusticiado apenas horas después de alcanzar lo que 
parecía la cúspide de su poder: una multitudinaria manifestación de 
súbditos acoquinados, la cual, en menos de un minuto, se transformó en 
un mitin de unánime rechazo a su feroz tiranía.
El panameño Manuel Antonio Noriega, gorila de poca monta con ínfulas de 
líder mundial, lleva más de veinte años en un recorrido por cárceles de 
distintos países, el cual no parece tener para cuando acabar. Algo 
parecido, aunque por menos tiempo, pudo decirse del genocida serbio 
Slobodan Milosevic mientras permaneció con vida.
En esta galería de esperpentos no podía faltar el tirano iraquí Saddam 
Hussein, que tras engullirse un país independiente y próspero, prometer 
librar "la madre de todas las batallas" y sufrir varias derrotas 
ignominiosas, se escondió en una cueva armado con una pistola que 
prefirió no utilizar. Acabó ahorcado tras un juicio en el que se le 
probaron innumerables crímenes.
Y ahora tenemos el caso del sátrapa libio Muammar El Gaddafi, quien sin 
título oficial alguno encabezaba el régimen de matanza y horror 
felizmente desterrado ahora del país norafricano. Según informaciones de 
la prensa, fue aprehendido y ultimado después por sus captores.
Habría sido preferible mantenerlo con vida, no sólo para evitar 
violaciones de la ley y ahorrarnos el espectáculo grotesco de oír hablar 
de "asesinato", llenándose la boca, a los mismos locutores gobiernistas 
de Cuba y Venezuela que jamás han calificado de ese modo las masacres 
espantosas perpetradas por el personaje, a quien consideraban su aliado.
También —y sobre todo— habría convenido que quedara vivo para que 
respondiese de sus incontables fechorías en un juicio público ante el 
Tribunal Penal Internacional. Esto habría permitido que la opinión 
pública mundial recordase los pormenores de matanzas pavorosas ordenadas 
por él, como la de cientos de inocentes pasajeros de un avión que volaba 
sobre Escocia, la de veintenas de parroquianos en una discoteca 
berlinesa y la de decenas de opositores encarcelados que fueron 
exterminados a raíz de producirse la reciente sublevación nacional.
Causa asombro la contumacia con que personajes como ésos se niegan a 
avenirse a posibles soluciones incruentas. Noriega, por ejemplo, fue 
exhortado en vano durante meses para que cediera el poder a Don 
Guillermo Endara, el presidente escogido por los panameños en elecciones 
democráticas, y se marchase a disfrutar en otro país sus millones mal 
habidos.
Algo parecido puede decirse de los demás abusadores de ese tipo. Esto es 
de lamentar, y no por el destino de esos personajes, que nada han hecho 
para merecer la piedad cristiana (o musulmana, o budista, o lo que sea), 
sino por las innumerables desgracias que su aferramiento al mando 
supremo ocasiona a sus sufridos pueblos.
En el ínterin, otros tiranos de igual jaez están en cola para enfrentar 
el juicio de la historia, pero todos, ensoberbecidos con el despotismo 
que aún ejercen, se consideran inmunes al odio de sus pueblos, y se 
aferran a sus poltronas con ferocidad de bulldogs. Organizan, en honor 
de sí mismos, grandes mítines parecidísimos al de Ceaucescu.
En turno están el sirio Bachar El Assad, hijito de papá que no ha 
vacilado en masacrar a miles de sus compatriotas, y los ayatolas de la 
teocracia iraní, incluyendo a Mahmud Ahmadineyad, mantenido en la 
presidencia mediante un escandaloso pucherazo. Otros siguen en la cola, 
pero por el momento no están claros sus nombres.
Todos coinciden en considerarse imprescindibles; manifiestan una notable 
solidaridad entre sí, y piensan que sólo la muerte natural hará que 
salgan del poder. Allá ellos. Eso mismo pensaba Gaddafi.
http://www.cubanet.org/articulos/unos-van-delante-y-otros-detras/
 
 
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