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Tuesday, September 11, 2007

IMPUNIDAD Y SILENCIO… LA INOCENCIA ES UNA GRAN MENTIRA

IMPUNIDAD Y SILENCIO… LA INOCENCIA ES UNA GRAN MENTIRA
2007-09-11.
Guillermo Morales Catá, Corresponsal en Barcelona de Misceláneas de Cuba

"Señor, puesto que soy fango en tu mano, déjame ser lo que soy, en paz.
-Guarda tu cielo azul y tus estrellas;
guarda tu luz, tus ángeles, tus llamas.
Soy fango nada más.
Y no me soples."
Dulce María Loynaz

El Internado Marta Abreu aún huele a abadía, a rosas, a nombres. Cada
vez que pasaba por aquel lugar podía ver, como fantasmas, a años enteros
de inocencia arrancados por ese Dios que, al menos durante esos años, le
dio la espalda y, si estuvo con él, estuvo en su espalda y no en su
pecho, iluminándole el camino o los pasillos, cada rincón de la Escuela.

Dios no existió para entonces, apareció después cuando ya nada era posible.

El Internado Marta Abreu era una de las tantas instalaciones que el
Estado cubano había destinado a los niños que quedaron sin familias o
que, por alguna razón, fueron abandonados por sus familiares. Eran las
casas de los niños "Valdés" del proceso revolucionario. En el corazón de
Cuba, en Santa Clara, todavía hoy, cuando escribo estas líneas, me
aseguran que allí sigue esta escuela.

No obstante, también iban a estas escuelas niños que, por diferentes
razones, sus padres no podían atender. Sin embargo, detrás de aquella
benéfica fachada, se escondían historias dramáticas. Cada niño tenía una
historia que contar y un pasado triste por revelar. Cada maestro tenía
una historia de la cual arrepentirse antes de morir y cada cocinero un
cuento que decir sobre el robo de los alimentos, la adulteración de los
productos...

Pero peor aún, las autoridades sabían que las historias que se contaban
de lo que pasaba en aquella escuela no eran leyenda sino hechos reales.
Sin embargo, todo el mundo guardaba silencio sin mediar pacto alguno.

La Escuela y Ponce. Ponce se creía capataz y obligaba a otros niños a
"darle cariño" (así decía) en su largo y prominente órgano sexual
masculino. Ponce podía decidir quién podía ver o no los dibujos animados
infantiles que se importaban de un país llamado "Unión Soviética". Por
eso él nunca le dijo nada a la abuela ni a la tía. Le "daba cariñito" al
pene de Ponce, un negro semi-rretrasado mental que había repetido el
sexto grado no se sabe ni cuántas veces. Ponce era un negro delgado bien
alto de unos 17 años. A esa edad debería haber estado en el duodécimo
grado pero aún permanecía en el Internado.

Pero él quería ver la televisión y por eso aceptaba las condiciones del
negro porque si no, además, Ponce lo pondría de castigo, con piedrecitas
debajo de las rodillas. Nadie sabía lo que era llevar la cruz en la
espalda. ¡Y después dicen, Cristo, que sufriste! Nadie supo cuánto lloró
cuando Ponce le obligó a recostarse en la pared del baño para
introducirle aquella cosa larga, gruesa, violácea, fétida. El olor aún
lo recordó cuando pasó por última vez cerca de la escuela; como recuerda
aquellos dientes blancos, blancos, muy blancos, que parecían masa de
corojo. Dientes blancos pero con un sarro extraño, único.

Ese era Ponce quien parecía sumirse en placer extremo mientras le
introducía aquella cosa. -"Si lloras, no vas a ver los muñequitos y te
voy a poner piedrecitas en las rodillas"- le decía. Pero él sólo lloraba
sin sonido, si acaso el sonido de las lágrimas porque sus lágrimas sí
que lloraban y gritaban mientras él se mordía los labios.

Fue así como, a los siete años de edad, quedó marcado para siempre y
sumido en la desesperación de contarle aquella historia a alguien. Quiso
suicidarse pero no tuvo fuerzas cuando Ponce dejó de poseerlo. El
impulso de suicidio que se experimenta cuando se vive un momento trágico
y muy doloroso era pesado, tan pesado.

Sintió sentirse desgarrado por dentro. Sintió que sus intestinos no
servirían para más nada. Se daba asco de sí mismo cuando se miraba todo
marcado en el cuello, en el pecho tierno; y golpeado en el rostro cuando
fue empujado contra los azulejos. Tendría luego que decir que, "me caí
de la cama por la noche". Y así fue, porque cuando por fin lo dijo a la
directora del Internado le reprimieron y castigaron. "Fantasioso" le
llamaron. "Y más vale que no digas nada a nadie", fue la amenaza.

Con el tiempo entendería que aquello tenía un nombre: rabia, impotencia,
ira, cólera. Fue justo allí en aquel baño colectivo donde el pudor nunca
asomó su cara. Fue una madrugada, mientras los otros "hijos de la
Patria" dormían. Él arañaba con la yema de sus dedos los azulejos sucios
del baño, de ese baño al que nunca más quiso entrar a no ser porque la
educadora Fedora (nunca olvidaría ese rostro ni esa barbilla llena de
pelitos) con el cinto en las manos ponía a todos los niños en fila
india desde la puerta del pabellón hasta el baño, con las toallas
amarradas a las cinturas, sin poder mirarse los niños, sin apenas hablar
porque si no "Ponce se encargará de ustedes".

Ponce era el monstruo para amenazar a los niños. Decir Ponce era sentir
pavor. Cuando le tocaba su turno se rajaba a llorar. Pero Fedora lo
obligaba a entrar allí, era como entrar, conscientemente, a la cámara de
gas.

Pero, por supuesto, él no era el único que lloraba. Nunca le preguntó a
Alejandro pero igual sucedía con él. Ese otro niño del pueblecito de
Esperanza, muy cerca de Santa Clara, reaccionaba igual al baño. Se
miraban los dos mientras se bañaban, sólo que Alejandro lloraba cuando
el agua de la ducha comenzaba a caer sobre la cabeza, para que se
confundieran el agua y el llanto.

Nunca se dijeron palabra alguna pero estaba seguro que Alejandro también
sabía lo que era arañar con la yema de los dedos las paredes sucias del
baño. Los ojos verdes de Alejandro parecían navegar en un mantón rojo
escarlata.

Años más tarde, cuando se hizo periodista, recibió una llamada
telefónica de un compañero de aula del Internado Marta Abreu. Luisito se
nombraba quien le hizo la llamada. Él sintió, primero, desprecio y
desconcierto. Sabía que Luisito había sido uno de sus amigos de infancia
y de tragedia pero no se sentía preparado para recordar historias.

"Lo que pasa es que, entre otras cosas, quiero contarte mi historia. Me
votaron del Banco donde trabajaba porque se enteraron que yo era Testigo
de Jehová", le dijo Luisito.

"Está bien, Luisito. Nos vemos esta misma tarde en los bajos televisión,
a las dos", respondió él.

Allí se encontraron y se abrazaron. Se echaron a llorar juntos y
recordaron feas historias. Según Luisito, Ponce había muerto de SIDA. Y
"el cabezón" murió en prisión. Pável falleció de Leucemia. Lisbeth se
hizo prostituta. Sandra llegó a licenciarse en Medicina como cirujana
pero ahora conducía un taxi. Sergio era gerente de una empresa que
atendía a turistas. Manuel se hizo famoso en Madrid haciendo un
documental sobre la vida de los homosexuales en la Isla. Reynaldo se
hizo militar y murió en una batalla en Angola…

Esta la historia de alguien; no importa quién. Esta es la historia de
muchos. Esa sí importa. Y llegará el momento en que los culpables
pagarán por guardar silencio.

http://www.miscelaneasdecuba.net/web/article.asp?artID=11543

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