2007-10-09.
Nicolás Águila
Un espectro recorre el mundo desde fines de los años 60: la foto de
Ernesto "Che" Guevara. Su imagen, convertida en banderín de enganche de
los jóvenes contestarios, ha sido reproducida hasta la náusea en
pósters, camisetas, llaveros, bragas y calzoncillos. El mítico
guerrillero se ha convertido en un fetiche de consumo, sin dejar de ser
por ello una de las figuras señeras de la mitología revolucionaria.
Ernesto Guevara es venerado como un ser celestial, a pesar de su
conocido papel de verdugo en el baño de sangre con que se inauguró la
revolución castrista. El aventurero de origen argentino --que se ganó
muy pronto la confianza de Fidel Castro al ofrecerse para la primera
ejecución sumaria en la guerrilla de la Sierra Maestra-- entró en La
Habana en 1959 con su leyenda guerrillera y su famosa estrella de
comandante.
Inmediatamente se hizo cargo de la jefatura de La Cabaña, una tenebrosa
fortaleza colonial donde fueron ejecutados centenares de reos, primero
batistianos y después opositores anticastristas, condenados por
contrarrevolucionarios en juicios sumarios sin las mínimas garantías
procesales. La mayoría de ellos no llegaba a los 30 años.
Se sabe que algunos de los llamados tribunales revolucionarios llegaron
a sentir remordimientos de conciencia a la hora de dictar sentencias de
muerte o largas penas de prisión con base en acusaciones infundadas. Uno
de ellos, presidido por el comandante Félix Pena, se atrevió a absolver
por falta de pruebas a un nutrido grupo de pilotos de la fuerza aérea
batistiana.
Se negó a seguir el rumbo implacable de la "justicia revolucionaria",
que mandaba juzgar "por convicción" y no por pruebas. El propio Fidel
Castro se erigió en magistrado en jefe. Declaró la nulidad del juicio
impecable y ordenó la formación de otro tribunal para "juzgar" de nuevo
a los pilotos. Los condenaron esta segunda vez y el comandante Pena,
abogado y guerrillero de la Sierra Maestra, terminó "suicidándose".
El Che Guevara no se andaba con esos remilgos. Frío y calculador,
carecía de los escrúpulos primarios de Félix Pena. En su condición de
máximo responsable de los fusilamientos en La Cabaña, exigía que en los
juicios sumarios prevaleciera el celo militante por encima de cualquier
consideración de orden jurídico. En las sentencias prefabricadas, que él
mismo revisaba y aprobaba, no cabía el titubeo de la duda razonable ni
ningún otro rezago de la "justicia burguesa".
Su divisa no era "en la duda, abstente", sino la de los tiempos de la
Sierra Maestra: "ante la duda, mata". Sus órdenes, por otro lado, no
siempre estaban exentas de esa "fina ironía" que cautivó a más de un
intelectual a ambos lados del Atlántico. En ocasiones mandaba al paredón
escribiendo esta nota breve y terminante: "Dale aspirina".
La macabra aspirina del Che cundió de tal modo que incluso se le llegó a
aplicar a antiguos compañeros de armas. Por lo que quizás no estuviera
del todo errado el poeta Roque Dalton cuando proclamó a todo pecho que
"el socialismo es una aspirina del tamaño del sol." Tiempo después él
mismo pudo comprobar en carne propia lo que es la aspirina socialista
según la receta del doctor Guevara. Nada menos que sus propios camaradas
de la guerrilla se lo pasaron sumariamente por las armas.
Otra frase atribuida al Che Guevara, "endurecerse sin perder la
ternura", ha causado fascinación entre muchos latinoamericanos, tal vez
por sintetizar la visión idealizada del bandolero gallardo, o por el
atractivo que ejercen sobre las masas las cursilerías rotundas. Pero
sobre todo, por no entenderse bien que "endurecerse" significa, en clave
guevarista, aplastar sin piedad al adversario político. O dicho con las
palabras que el propio Guevara usó para definir el papel de un buen
revolucionario, endurecerse es convertirse en "una efectiva, violenta y
selectiva máquina de matar a sangre fría".
Che Guevara alcanzó la categoría de mito porque encarnó las actitudes
iconoclastas de una época turbulenta. Eran tiempos en que los jóvenes
del mundo occidental combinaban el rock y la droga con la gamberrada
política. Se forjaban nuevos ídolos representativos del radicalismo que
marcó los años 60. La figura de Guevara les venía de perlas.
Su conversión en "héroe legendario" también se explica, desde luego, por
el hecho de haber muerto relativamente joven en lo que suele verse como
una aventura quijotesca. Pero más que nada, se debe al impacto de una
foto que le tomaron siete años antes de su muerte, donde aparece con
estampa de poeta romántico, muy al gusto de aquellos años hippies -- una
de las pocas fotos suyas, por cierto, en que no sobresale su notable
parecido físico con Cantinflas, el famoso cómico mexicano.
A 40 años de la muerte del Ché, sin embargo, la distancia histórica
ofrece suficiente perspectiva crítica como para tirar la famosa foto en
el mismo basurero adonde fue a parar la utopía fallida que le sirvió de
marco. Pero la chemanía se resiste a desaparecer, estimulada por la
frivolidad de la izquierda y por la falta de escrúpulos de los que
comercian con la lucrativa imagen, convertida en un icono pop.
La idolatría del verdugo castrista es uno de esos contrasentidos de que
se nutre el "ideario antimperialista". ¿Cómo entender a esos pacifistas
que protestan contra la guerra de Irak al mismo tiempo que enarbolan la
efigie de una figura que predicaba la violencia sistemática?
No es la ternura lo que se pierde, sino la cordura, cuando se le rinde
culto a un personaje que se propuso imponer a tiros y bombazos su
distopía sangrienta. La instantánea de Korda nos oculta la dimensión
sanguinaria de ese espectro que recorre el mundo con todo el espanto de
su monosílabo totalitario. Che, le dicen sus fans y seguidores. Los
cubanos preferimos llamarlo El Carnicero de La Cabaña.
http://www.miscelaneasdecuba.net/web/article.asp?artID=12039
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