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Monday, October 29, 2007

El día en que sacamos a Castro de sus casillas

Publicado el lunes 29 de octubre del 2007

El día en que sacamos a Castro de sus casillas
WILFREDO CANCIO ISLA
El Nuevo Herald

En los insondables archivos históricos del Consejo de Estado de Cuba
deben permanecer guardadas para la posteridad las grabaciones de una
singular reunión de estudiantes universitarios con Fidel Castro y la
máxima plana gubernamental, ocurrida hace exactamente 20 años.

Si en un futuro de cambios políticos en la isla se nos diera a los
cubanos la hipotética opción de revisar y rescatar --a la manera del
filme alemán The Life of Others (2006)-- documentos, expedientes
secretos y fichas fabricadas por la inteligencia castrista, me
interesaría obtener una copia de aquel acontecimiento habanero que
conmocionó el ámbito académico, destrozó compromisos ideológicos y
transformó para siempre el modo de pensar de muchos de mis colegas
actuales, por entonces profesores y alumnos en la Facultad de Periodismo
de la Universidad de La Habana.

Por supuesto que también marcó definitivamente mi pensamiento y mis
pasos posteriores.

Me gustaría conservar esa filmación del 26 de octubre de 1987 como un
colosal testimonio de manipulación política, acaso de utilidad para
comprender una etapa cubana poco estudiada y menos entendida. Pero
también para preservar en imágenes los comportamientos de una generación
que transitó agitadamente del idealismo al descreimiento.

Fue una batalla campal de más de 12 horas en un salón de actos del
Consejo de Estado. El Líder Máximo, el entonces gurú ideológico Carlos
Aldana y otras connotadas figuras de la nomenclatura castrista,
recibieron a 276 estudiantes de Periodismo y sus profesores para
sostener una conversación sobre el papel de la prensa ante las difíciles
condiciones que enfrentaba el país.

A la audiencia se sumaron como invitados todos los directores de órganos
de prensa nacionales. Pero las reglas habían sido fijadas de antemano:
sólo podrían pedir la palabra y expresar sus ideas los estudiantes. En
fin, un ''debate abierto entre revolucionarios'' celebrado a puertas
cerradas.

Eran los días de efervescencia de la perestroika y el glasnost
soviéticos, cuyos ecos retumbaban en la vida cubana para preocupación de
la élite gubernamental. En los sectores intelectuales se vivía una
intensa expectativa de cambio y hasta La Gaceta de Cuba había
intercalado en sus páginas una sugerente sección (''Un Pérez en troika
por la perestroika'') con noticias de las radicales transformaciones en
marcha bajo el liderazgo de Mijaíl Gorbachev. Todavía circulaban en el
país las publicaciones como Sputnik y Novedades de Moscú, verdaderos
termómetros del viraje ocurrido en la prensa soviética y prohibidas
ambas en Cuba en 1989.

Las inquietudes latentes en la Facultad de Periodismo llegaban ya más
allá de sus muros, con críticas que comenzaban en el obsoleto plan de
estudios (con varias asignaturas copiadas del programa de la Universidad
Lomonosov) y terminaban siempre fustigando la atrofia del modelo
comunicativo y la imposibilidad de encauzar nuevas alternativas de
información en la sociedad cubana.

Los estudiantes no ocultaban las alusiones entusiastas a los procesos
que tenían lugar en el Este europeo ni sus simpatías por las expresiones
artísticas que mostraban el rostro de los cambios en marcha o
desmontaban autocríticamente acontecimientos del pasado. Eran los días
en que el documental antibelicista ¿Es fácil ser joven? provocaba un
verdadero desbordamiento de público en La Habana, y obligaba a los
jerarcas partidistas a retirarlo de la programación de una semana de
cine soviético para presentarlo luego en televisión con un comentario de
''orientación ideológica'', según los designios de Carlos Aldana.

La reunión de Periodismo terminó siendo un laboratorio de ensayo sobre
cómo lidiar con las irreverencias de la nueva generación en un momento
crucial para el apuntalamiento ideológico de una revolución que aún se
decía heredera de las tradiciones socialistas. Un colega la calificó
como la otra ''Revolución de Octubre'' y no estaba desacertado en su
sentencia.

Después se sucedieron otros foros juveniles de alta temperatura en
presencia de Castro, como el de la Asociación Hermanos Saíz en febrero
de 1988, pero ya las coordenadas estaban delineadas y las respuestas
previstas.

La cita de octubre de 1987 sobrevino de forma urgente, luego de una
intensa discusión de la obra teatral La opinión pública en la sede de
Teatro Estudio. El espectáculo se inspiraba en un texto rumano, adaptado
libérrimamente a la situación cubana para burlarse de los problemas de
actualidad. Raquel Revuelta me pidió conducir el debate abierto tras la
presentación, que tuvo como invitado de primera fila al entonces
presidente de la Unión de Periodistas de Cuba (UPEC), Julio García Luis.

Las andanadas críticas de los estudiantes fueron el detonante para que
la élite gubernamental se decidiera a propiciar aquel encuentro
estratégicamente calculado. La orientación llegó pocos días después al
decanato de la Facultad: recoger en las aulas las inquietudes de los
estudiantes y enviarlas a manera de preguntas para el Departamento de
Orientación Revolucionaria (DOR) con el fin de preparar una sesión de
debate con dirigentes partidistas y funcionarios estatales en los
predios de la Universidad de La Habana.

El claustro de Periodismo jugó limpio y envió 96 preguntas elaboradas
por los estudiantes sobre los más álgidos temas tabú del momento, desde
la prostitución y las drogas como fenómenos emergentes hasta la
inutilidad de las guerras internacionalistas y las manifestaciones de
culto a la personalidad que se deslizaban a diario en la prensa cubana.

La sinceridad del cuestionario resultó un bumerán para la institución
docente. La dirección política se sintió ofendida por los
cuestionamientos y lanzó la alarma sobre los ''graves problemas
ideológicos'' que afectaban a los futuros periodistas. Las preguntas
fueron circuladas entre los miembros de los consejos de Estado y de
Ministros y un buen día se nos informó que el encuentro había cambiado
de sitio: sería en la sede del Comité Central y bajo estrictas medidas
de control sobre los asistentes.

Ese día comparecimos todos allí, alumnos y profesores, con la ingenua
convicción de que podíamos influir en los cambios aplazados en el país.
Sin embargo, la suerte estaba echada desde el comienzo.

Usando una expresión del novelista Antonio José Ponte, fue la repetida
historia de alentar las opiniones discrepantes para terminar
reprimiéndolas. Tirar de las lenguas para cortarlas mejor.

Cuando el telón se levantó, Aldana apareció sentado en el escenario
junto a otros dirigentes gubernamentales y universitarios. Toda la
primera parte transcurrió sin mayores sobresaltos, con respuestas
esquivas y artilugios verbales de Aldana para responder a varios temas
del cuestionario.

Después vino la tempestad, que nos empapó a todos. Al reanudarse la
charla, Castro apareció en la presidencia y justificó su llegada
argumentando que alguien de su equipo asesor le informó de una
interesante reunión estudiantil allí y decidió pasar un rato por simple
curiosidad. Al calor de las discusiones que se suscitaron en las horas
siguientes, mientras un Castro airado mencionaba puntualmente
intervenciones de la sesión inicial, nos percatamos de la burda mentira:
el hombre que ahora nos hablaba en tono paternal y sentencioso tenía
pleno conocimiento de los más mínimos detalles de aquella encerrona
oficial, e incluso había seguido por las cámaras de circuito cerrado
todo lo acontecido antes de su arribo.

Las imágenes de aquellas horas vienen ahora a mi memoria como cuadros
superpuestos de una película de Sam Peckinpah. No conservo apuntes,
porque en algún momento de la jornada dejé de tomar notas para
concentrarme en mirar los rostros de la audiencia. Unas palabras
desafiantes de un alumno que terminó pidiéndole que lo dejara hablar,
''que no lo interrumpiera al modo de un padre que no quiere escuchar a
sus hijos'', sacó al dictador de sus casillas como nunca los presentes
pensamos verle nunca. Castro dio un golpe sobre la mesa y dijo que lo
dejaría hablar, pero amenazó con retirarse de la asamblea si no le
dejaban expresar ciertos puntos necesarios.

Otro estudiante aludió a un supuesto titular del diario Granma que
atribuía a Castro la donación de un central azucarero a un país
centroamericano. Nunca supimos cómo pudo ser, pero en menos de un minuto
un asistente se apareció en escena con la hoja del titular aludido para
corregir la equivocación: ''Dona Cuba central a Nicaragua''. Una
aguerrida militante trató de aligerar la tensa atmósfera con una frase
que resultó una verdadera pedrada en el rostro de Castro: ``Caballeros,
aquí estamos tratando el caso de Fidel como si fuera el de Kim Il Sung y
no es lo mismo''.

Era demasiado para un hombre acostumbrado a las frases cómodas de
quienes le rodean. Recuerdo aún las caras de desasogiego de Aldana y la
ira manifiesta del asistente personal de Castro, el medico José
''Chomy'' Millar, el nerviosismo de otros dirigentes de la mesa, la
incertidumbre que se apoderó de casi todos. También las lágrimas de
varios estudiantes que se me acercaron en uno de los recesos, sin que
mediaran palabras para comprender la profunda decepción que sentían.

Ese fue el día en que muchos jóvenes dejaron de creer para siempre.

El colofón se produjo a partir de una pregunta de Amir Valle Ojeda, hoy
un escritor que ha tomado el camino del exilio en Alemania, quien trató
de salvar el monumental fiasco de la noche con una sugerencia plausible:
``Compañeros, sería imperdonable que dejásemos pasar esta oportunidad
sin que Fidel nos diga que piensa él de la perestroika y los cambios que
están dándose en la Unión Soviética''.

Castro tomó el micrófono para poner fin a los infortunios de la noche y
--como es costumbre en reuniones con su presencia desde 1959-- ejercer
el derecho a la última palabra.

Casi nada trascendió entonces de aquel suceso de miedo, a no ser por las
versiones contadas por los participantes. Los pormenores de la reunión
con Castro corrieron al día siguiente a lo largo del país mediante las
vías más efectivas de comunicación que han tenido los cubanos en casi
cinco décadas: las confesiones personales, la conversación de esquina,
el chismorreo de pasillo, el cuento del vecino. Ni el disciplinado
diario Granma, ni los noticieros radiales y televisivos, dieron cuenta
de lo ocurrido, por razones propias de un modelo totalitario de prensa:
la información sólo es bien recibida, transmitida y aceptada si
contribuye a los intereses de ejecución de la política.

La reunión había resultado demasiado peturbadora como para convertirla
en un tema de interés propagandístico desde la perspectiva del poder
político.

En las semanas siguientes, la Facultad de Periodismo vivió sus momentos
más terribles. En las primeras horas del siguiente día, un enjambre de
encuestadores del Equipo de Opinión del Pueblo se atrincheró en la
institución para recoger las opiniones de los estudiantes sobre el
suceso de la víspera. Fue apenas la clarinada de un exaltado proceso de
análisis, purgas y ajustes de cuentas en las instancias universitarias y
los colectivos estudiantiles. Una tarde, la decana Lázara Peñones
recibió la visita de una antigua amiga que venía a confesarle que en las
altas esferas del Comité Central le habían propuesto sustituirla.

Aún ensoberbecido por el desafío estudiantil, Castro hizo referencia en
una reunión partidista a lo sucedido con la Facultad de Periodismo y
llamó ''mojonetes'' a los jóvenes que intentaron cuestionarlo. Una
versión en video sobre los hechos comenzó a distribuirse y analizarse en
los núcleos partidistas, mientras en la Facultad de Periodismo
continuaban asambleas nocturnas de análisis y aclaraciones, con la
presencia de Aldana.

No cerraron la institución, pero las conclusiones eran de esperarse:
tanto estudiantes como profesores necesitaban acercarse más a la
realidad del país y conocer los ''reales'' problemas del pueblo, lo que
derivó en sistemáticas jornadas laborales junto al contingente
constructivo ''Blas Roca Calderío'' y en los campamentos agrícolas del
sur de La Habana.

La vida terminó dispersando a muchos de los participantes en bandos
diversos. Unos sirviendo en las oficinas del Consejo de Estado,
dirigiendo la Mesa Redonda de la televisión cubana o repitiendo
directrices oficiales que los han encumbrado en puestos políticos.
Otros, repartidos por el mundo, en Francia, en España, en Miami.

Tal vez ahora que está destapando sucesos pretéritos y acomodando la
historia a su gusto, Castro nos sorprenda con una reflexión sobre ese
día de octubre de 1987 en que un grupo de jóvenes universitarios
hallaron, sin proponérselo, la vulnerabilidad y la senectud de un hombre
aferrado al poder.

http://www.elnuevoherald.com/noticias/america_latina/cuba/story/109418.html

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