José Rodríguez Elizondo
Jueves, 22 de enero de 2009
La solidaridad con los disidentes y exiliados chilenos de la dictadura 
no se redujo a los países socialistas. Fue un fenómeno transversal y 
global, con soporte en la cultura de los derechos humanos y promotores 
como Giscard D'Estaing, Francois Mitterrand, Olof Palme, Felipe 
González, Giulio Andreotti, Bettino Craxi, Willy Brandt, Helmut Schmidt, 
Helmut Kohl, Jimmy Carter, Luis Echeverría y Carlos Andrés Pérez. En 
otros planos, hubo apoyo del Papa, el Rey de España y el Secretario 
General de la ONU.
Por cierto, Fidel Castro también ayudó, pero con un sesgo diferencial. 
Más que defender nuestros DD.HH., quería borrar de la historia lo 
funcional que fue para la caída de Salvador Allende. Además, como nunca 
abandonó la obsesión por convertirnos a la revolución verdadera, su 
apoyo comprendió la formación de cuadros militares chilenos. Según el 
fallecido jefe comunista Orlando Millas, los jóvenes que enroló eran "la 
flor y nata de nuestra gente (y) fueron conducidos a quemarse en Chile 
en batallas imposibles".
Las militantes de nuestras izquierdas renovadas asumieron la lección 
moral: los DD.HH. son indivisibles. Por lo mismo, fueron la base para 
que las culturas socialista, socialdemócrata y socialcristiana se 
unieran en la Concertación y llegaran al gobierno. Ese escarmiento 
permeó hasta la cultura militar. La actual Ordenanza General del 
Ejército dice que éste debe actuar dentro del orden político democrático 
"que asegura el respeto a los derechos humanos".
Pero, en el corto plazo, la buena disposición comenzó a ceder ante la 
gratitud mal entendida, el pragmatismo mercantilista, la viscosidad del 
binominalismo, el viejo "tirón ideológico" y la lentísima evolución de 
los líderes de la Alianza. Así, los violadores de Pinochet sirvieron 
como coartada para ser indulgentes con los violadores extranjeros 
políticamente simpáticos, en una nueva aplicación del empate chilensis.
El primer gran test vino con el bochornoso amago de protección a Erich 
Honneker, tras su previsible ingreso a nuestra embajada en Moscú. Fue un 
empeño sin gloria, pues Chile comprometió la doctrina pero Honecker 
terminó enfrentando a sus jueces.
El segundo gran test está en desarrollo y consiste en la programada 
visita de Michelle Bachelet a Cuba. Para el régimen de Raúl Castro es 
una muestra de solidaridad, muy distinta a la socavante visita de su 
hermano a Chile en 1971. Además, por reflejar la admiración de nuestra 
Presidenta por "el líder máximo", el protocolo cubano calificó su deseo 
de verlo como una "aspiración".
Dado que la política exterior chilena no es pública, los ciudadanos no 
saben qué tipo de interés nacional justifica el viaje. Sólo escuchan las 
voces críticas, que incluyen a la Democracia Cristiana gobernante. 
Además, nadie niega que en Cuba se violan los DD.HH. Como para 
confirmarlo, la visita se ha diseñado a semejanza de las que se hacían a 
los países del socialismo real durante la guerra fría: el comercio es lo 
que importa y ni pensar en "escapadas" para conversar con los 
disidentes. Unica audacia permitida, una charleta con el cardenal Jaime 
Ortega.
A esa prudencia ni siquiera escapan los libros chilenos que se van a 
mostrar. Para no molestar a los anfitriones, están excluídos los de 
autores "escépticos". Para compensar a los lectores cubanos, se les 
llevará la primera novela de Guillermo Teiller, el jefe comunista chileno.
Si ese programa un pelín cómplice se ejecuta, los chilenos para quienes 
los DD.HH. no son de izquierdas ni de derechas se sentirán avergonzados.
http://www.analitica.com/va/internacionales/opinion/6330612.asp
 
 
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