Ay bicicletas
FRANCIS SÁNCHEZ | Ciego de Ávila | 24 Dic 2013 - 9:58 am.
'Soy una estúpida carnada. Soy alguien a quien le acaban de robar la
bicicleta número catorce, al menos en los últimos quince años.'
Soy una estúpida carnada, soy el perfecto idiota, y si no me estoy
flagelando ahora mismo es por falta de un buen látigo. Soy alguien a
quien le acaban de robar la bicicleta número catorce, al menos en los
últimos quince años, desde que mi esposa empezó a llevarme la cuenta.
Soportaré otra vez las burlas de quienes sugieren que no sea bobo y
reclame el espacio que me pertenece en el Libro Guinness de Récords.
La última vez que la vi estaba recostada a la puerta del policlínico.
Eran las cuatro de la madrugada y había llevado allí a mi esposa con
urgencia porque no aguantaba más la falta de aire. Un cristal
transparente me permitía mantenerla bajo observación constante desde la
distancia, sobre todo su rueda trasera, como bajo una lupa, mientras
despertábamos al médico. Al aproximarme a la enfermería, para entregar
al enfermero una orden de salbutamol, le dediqué la que aún no sabía que
era la última mirada.
No la veré más. Y esta certidumbre me produce una extraña flojera en las
piernas, y desde ahí a la cervical y al corazón, por la evidencia, por
la prueba contundente de mi deficiencia física-psíquica: estado de
absoluta incapacidad frente al mundo para defender el derecho a poseer
uno de los más elementales, orgánicos y fatigosos medios de transporte.
El más generalizado en Cuba. El único a mi alcance. Quiero decir, casi a
mi alcance.
Me hundo como en un pozo negro en el tremendo pesimismo, donde apenas
reacciono cuando empiezo a escribir estas palabras, mientras mi esposa
—a pesar de que llovizna y aún no se siente bien— ha salido hacia la
policía, llena de ira y vitalidad, a hacer la denuncia.
Ella sospecha del custodio del policlínico. Aquel se mantuvo sentado
junto a la puerta desde que llegamos hasta un minuto antes de
descubrirse el delito. ¿Y si despertó a un cómplice, quizás en la misma
cuadra, para que viniera a servirse a gusto? Los encargados de no dormir
para velar y proteger, gente mal pagada y peor escogida, resultan
frecuentemente el primer eslabón en las cadenas de hurtos. El acto de
prestidigitación fue muy rápido y, cuando corrí afuera, ya la calle
estaba vacía, por lo que me quedé con la idea de que la tendrían
secuestrada dentro de alguna casa, cerca de allí.
Si no he llegado ya a quince bicicletas —esta sombra, que puede hacer
más redondo y ominoso el promedio: una por año, se cierne desde ahora
sobre mi cabeza—, se debe a que en mi récord hay al menos una que pude
recuperar. La habían "guardado" los custodios de la biblioteca, y les
convencí para que me la devolvieran después de todo un día dando
carreras entre sus hogares, cargando de un lado para otro sus mínimas
contradicciones, mientras mezclaba amenazas con la promesa de al final,
si me complacían, quedarme callado.
Estuve cerca en otra ocasión. Por entonces aún sentía ánimos para ir a
quejarme a la policía, y me habían pedido que diese vueltas por allí, a
ver si aparecía algo. En una de esas vueltas, vi una con cierto
parecido, entre varias decomisadas a una banda. El oficial de turno se
puso feliz por poder cerrar algún caso y me la entregó sin más
preguntas. Sin embargo, durante el papeleo, cuando creía archivar un
capítulo de mi odisea, aquel representante de la ley cambió de rostro:
para su frustración, el tamaño de la bicicleta que constaba en el acta
del decomiso era distinto. No distinto al tamaño real que había
soportado mi peso alguna vez —cosa que ambos podíamos pasar por alto sin
gran esfuerzo—, sino al que aparecía especificado en mi acta de denuncia
fechada unos meses antes.
Todo empezó o empeoró en la segunda asiatización de Cuba. Llegaban
buques repletos de bicicletas chinas para hacer frente a la retirada del
petróleo soviético, a costa de las reservas de grasa que pudieran
hallarse entre nuestros pequeños músculos. Y desde entonces nunca
tuvimos paz. Pronto iba a parecer un cuento de ciencia-ficción aquella
época en que recostábamos nuestro órgano vital a una columna en un
portal de un cine para entrar a ver tranquilamente una película.
Han sido raptadas frente al parvulario donde almacenaba a mis hijos por
varias horas, en los patios de las escuelas en que ellos estudiaron, en
la acera delante de mi casa, en el portal, en la sala... Así las he
visto desaparecer de todos los tipos y colores y en las más diversas
circunstancias, día y noche.
A veces todas vienen a mi mente en procesión. Entonces recuerdo —y más
que evocar la siento, como si fuera íntimamente mía— una escena al final
de la película Madagascar (1994) de Fernando Pérez, donde los personajes
caminan en medio de una multitud fantasmal, todos llevan sus bicicletas
de la mano, cruzan un túnel oscuro. Quizás esta imagen representa como
ninguna el paso de Cuba por el Periodo Especial en los años noventa,
pero a veces me digo que soy yo apenas, uno más visto por dentro,
múltiple, acudiendo desde todos los ángulos de un cansancio infinito, a
asir el manubrio de una vida perdida.
Nada hay más duro que el golpe de vacío que no ves venir, cuando
súbitamente ya lo tienes ahí —bastó que por un segundo miraras hacia
otro lado—, donde estuvo siempre esa exacta prótesis cíclica, palpable,
crujiente, a la que has vivido aferrándote como a una tabla sobre el
mar. Es directo al estómago y te deja sin aire.
Ha vuelto ella, mi esposa. "Fíjate si fue importante hacer la denuncia
—se justifica— que dicen que hoy, en esa misma zona, se han robado otras
cuatro, parece que hay una banda".
Yo no le reprocho. Y se va a dormir con la ilusión de que nos hallemos,
efectivamente, ante una banda, y no otro ladrón casual o solitario.
De estar organizados, depredarían más, o sea, lo suficiente, como
asesinos en serie, para que la policía se decida a ir tras ellos y para
que cometan errores.
Mañana le pregunto si en su denuncia especificó el tamaño.
Source: "Ay bicicletas | Diario de Cuba" -
http://www.diariodecuba.com/cuba/1387304314_6382.html
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