ALEJANDRO ARMENGOL
En un taller internacional sobre los derechos humanos, celebrado en La
Habana, el canciller cubano, Felipe Pérez Roque, repitió una de las
típicas interpretaciones torcidas que el gobierno de la isla hace sobre
el tema.
''No hay una sola familia cubana que en los últimos 50 años llore a un
familiar desaparecido, no hay una sola que llore a un familiar asesinado
extrajudicialmente, no hay una sola denunciando trato inhumano
degradante, torturas como las que se aplicaron en otros países de
América Latina'', dijo Pérez Roque en el foro.
No es la primera vez que un importante funcionario cubano pronuncia una
afirmación de este tipo. El ministro de Cultura, Abel Prieto, expresó en
Madrid, el miércoles 13 de abril del 2005, que en otra nación los
disidentes condenados en abril del 2003 habrían sido ``asesinados en una
cuneta''.
Lo dicho por ambos ministros tiene una porción de verdad, en el sentido
de que no hay un historial de desapariciones y barbarie similar al que
arrastran diversas dictaduras latinoamericanas. Sin embargo, este
criterio no absuelve al gobierno de La Habana de su historia represiva.
Es más, lo que en otros países es pasado, en Cuba es presente. En la
isla se practica una represión sin tregua, aunque las largas condenas
han sido sustituidas por breves arrestos preventivos.
La referencia a las desapariciones tiene cierta dualidad, ya que busca
tanto la absolución como el destacar la eficiencia de la maquinaria
represiva cubana. Esta le ha permitido prescindir de acciones que tanta
''mala fama'' acumulan sobre los violadores. Pero aunque se puede
especular sobre la existencia de otras formas de ''desaparición'' en la
isla --incluso más allá de fusilamientos, juicios sumarios, condenas
excesivas y encarcelamientos sin la celebración de un proceso penal,
para citar algunos de los hechos ocurridos desde la llegada de Fidel
Castro al poder--, hay un elemento importante a destacar: la diferencia
entre recurrir al delito y la marginalidad para impedir un cambio de
gobierno y el establecimiento de un régimen que cambia las leyes y
normas con el objetivo de perpetuarse.
En este sentido, La Habana lleva años tratando de cambiar las reglas
cuando se destacan las diferencias que existen a la hora de condenar a
una persona por un supuesto delito de opinión y el expediente de
colaborar con el enemigo.
Es lógico pensar en actos de espionaje, terrorismo y sabotaje cuando se
habla de ''colaborar con el enemigo''. No en el caso cubano. Para el
régimen de La Habana, esta colaboración puede ser un acto tan simple
como publicar una crónica en un periódico de Miami y España. Como en
cualquier sociedad, el gobierno de la isla se encarga de definir lo que
es un delito, y lo que disgusta a sus funcionarios es que alguien en
cualquier lugar del mundo se cuestione esa definición. El problema con
este criterio es que se elabora con una constante referencia a una
''guerra terrible con una potencia nuclear'', cuando en realidad desde
hace muchos años en el diferendo entre Cuba y Estados Unidos se puede
hablar de la hostilidad de Washington mantenida en ciertas acciones,
normas y leyes, pero no de acciones bélicas. Esto no lo reconocen los
gobernantes de La Habana en palabras, pero sí en actos.
Difícil comprender que una nación está en guerra con otra y al mismo
tiempo le compra alimentos a su enemigo, agasaja a los legisladores del
bando contrario y celebra subastas de tabacos donde los principales
invitados y compradores no vienen de una trinchera, sino viajan
cómodamente al país anfitrión. Una guerra sin disparos y ataques
mortíferos. Una contienda donde los únicos ''barcos enemigos'' que
entran en aguas cubanas traen mercancías que se cargan en los puertos de
la nación agresora.
Cuba está en una ''guerra'', dicen quienes gobiernan en la isla, y no le
queda más remedio que encarcelar a los ''agentes'' que luchan en favor
del otro lado. Sin embargo, un buen número de disidentes cubanos cumple
largas condenas por el solo ''delito'' de divulgar información y buscar
cambios pacíficos en la isla. Recalcar el carácter pacifista de su lucha
no tiene otro objetivo que establecer un contraste: ése que existe entre
las sentencias drásticas y una actividad que limita su acción al terreno
de la palabra.
Un pedido de liberación de estos opositores pacíficos no está libre de
un rubor de ver-
güenza. Por el tiempo transcurrido, donde sólo un pequeño número de
''licencias extrapenales'' han posibilitado la liberación de algunos de
los encarcelados. También por la carencia de vías apropiadas para
avanzar hacia la libertad de todos.
El gobierno cubano comete un error cuando confía en la eficiencia
probada de su mecanismo de represión preventiva para dilatar la solución
--o al menos el mejoramiento-- del problema de las sistemáticas
violaciones a los derechos humanos. Lo que es una victoria de la censura
se traduce en una derrota de la creatividad, en el sentido más amplio de
ambos términos.
Desde hace mucho tiempo los disidentes luchan frente a dos enemigos
poderosos: la represión y la inercia. Por décadas el régimen ha
alimentado la ausencia de futuro en la población como el medio ideal
para alimentar la fatalidad, el cruzarse de brazos y la espera ante lo
inevitable. Pero si estas actitudes influyen negativamente en las
posibilidades de un cambio democrático, también afectan a la capacidad
de la nación para resolver sus problemas por medios propios. En este
sentido, es bueno señalar también que la Oficina de Intereses de Estados
Unidos en La Habana ha sido tanto trampa como refugio para opositores.
Corresponde al gobierno cubano dar pasos concretos en el camino de
librar de influencias externas el respeto a los derechos humanos.
Establecer un plan que permita poner en libertad en un plazo breve a los
opositores pacíficos (pedir una amnistía es más bien soñar) y mejorar
las condiciones carcelarias. Hacerlo no por presiones internacionales,
sino porque resulta lo más adecuado para la nación. Hacer, en fin, algo
por los cubanos.
http://www.elnuevoherald.com/noticias/mundo/columnas_de_opinion/story/339957.html
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