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Tuesday, December 30, 2008

Los dos legados de la experiencia cubana

A 50 años de la revolución
Los dos legados de la experiencia cubana
Domingo 28 de diciembre de 2008 | Publicado en edición impresa

Los dos conceptos de mayor arraigo en el lenguaje político cubano del
último siglo han sido revolución y socialismo. Generalmente, en la
simbología gubernamental de la isla y en las percepciones sobre Cuba que
predominan en la opinión pública internacional, esos conceptos se funden
en un significado único. Con frecuencia, ambos términos son asumidos
como sinónimos de la nueva Cuba que surgió en 1959 y que tiene en Fidel
Castro su ícono más difundido.

Sin embargo, la propia evolución institucional e ideológica de la isla,
en los últimos cincuenta años, nos persuade de que esas dos palabras
aluden a realidades diferentes. La revolución fue un proceso de cambio
social, económico, político y cultural que transformó la Cuba de la
primera mitad del siglo XX. Aquella Cuba, de intervenciones
norteamericanas y dictaduras militares, de democracias breves y
disparidades sociales, pero, también, de crecimiento económico,
vanguardias culturales y pluralidad política, dejó de existir en los
años 60.

La revolución no sólo fue el eficaz despliegue de las guerrillas rurales
y urbanas del Movimiento 26 de Julio y el Directorio Revolucionario
contra la dictadura de Batista, sino ese cambio histórico por el cual
Cuba se convirtió en otro país. A diferencia de revolución, palabra
recurrente en la historia política de la isla desde mediados del siglo
XIX, el término socialismo ni siquiera aparece en el período del
levantamiento armado contra la dictadura batistiana. A no ser en
círculos reducidos del comunismo prefidelista, cuyo rol en la
insurrección de los años 50 fue minoritario, socialismo era, en aquel
entonces, sinónimo de socialdemocracia.

El socialismo cubano vendría siendo el modelo político e ideológico que
adopta el Estado insular, entre 1960 y 1961, para conducir la
transformación iniciada en 1959. Ese modelo posee una serie de elementos
distintivos -economía estatal, ideología marxista-leninista, partido
único, sociedad civil controlada, cultura comprometida, lealtad
incondicional al líder...- que asemejan mucho el sistema de la isla al
de la extinta Unión Soviética y los "socialismos reales" de Europa del
Este, aunque su implementación recurra a prácticas diferentes a las de
aquellos regímenes.

Las principales demandas de la revolución -alfabetización,
industrialización, reforma agraria, reforma urbana, justicia social,
distribución equitativa del ingreso, soberanía frente Estados Unidos...-
fueron realizadas, en Cuba, por medio de esa estructura jurídica y
política. Cuando el campo socialista desapareció, en 1992, Cuba
reacomodó con eficacia su ideología -maquilló el marxismo-leninismo con
una suerte de nacionalismo revolucionario- y su diplomacia -recompuso
pragmáticamente sus relaciones internacionales- pero dejó intacto aquel
Estado.

Si aceptamos esta distinción conceptual e histórica entre revolución y
socialismo, entonces, tal vez debamos evaluar, por separado, la herencia
que ambos dejan a la izquierda latinoamericana actual. Cuba como
revolución y Cuba como socialismo fueron y son distintas realidades
políticas que informan disímiles referentes ideológicos. La aproximación
a ambos por parte de defensores y opositores, de herederos y críticos,
está marcada por esas diferencias, aunque la ideología de la isla
persista en unificar todos los símbolos bajo una misma entidad legitimadora.

La gran transformación que vivieron los cubanos en los 60 tuvo un
innegable componente emancipatorio que causó admiración en las
izquierdas anticoloniales del Tercer Mundo. En Cuba se produjo una
impresionante socialización de la política, por la cual mejoraron sus
condiciones de vida y se involucraron en los asuntos públicos millones
de personas que, hasta entonces, percibían escasos ingresos y se
mantenían al margen del Estado. Dentro de ese proceso no sólo habría que
incluir la alfabetización y el respaldo a la cultura popular, sino la
gran inversión de gasto público en salud, educación, vivienda y
comunicaciones de los primeros años revolucionarios.

Junto con la destrucción de las jerarquías sociales del antiguo régimen,
la revolución, por medio de la militarización de la sociedad y de las
estrategias de adoctrinamiento, difundió valores políticos, como los de
soberanía e igualdad, que antes eran patrimonio de minorías
intelectuales. Ese proceso, a pesar del autoritarismo que desde el
principio lo acompañó, contiene el principal legado ideológico y
político que han reclamado y reclaman para sí las izquierdas
latinoamericanas de hoy: el ejemplo de un Estado que asume la
responsabilidad de garantizar la satisfacción de los derechos sociales
básicos de una ciudadanía.

El socialismo, es decir, la estructura jurídica y política elegida por
los gobernantes cubanos, entre 1960 y 1961, para llevar a cabo aquella
tarea demostró ser, desde muy pronto, sumamente costoso. Para sostener
un Estado con esa capacidad de gasto público, la economía cubana comenzó
a reproducir una dependencia de la Unión Soviética, mayor que la que
había sufrido, en la primera mitad del siglo XX, con respecto a Estados
Unidos. A la falta de autonomía económica se sumaron los efectos
perversos de la socialización política antes comentada: igualitarismo,
intolerancia, dogmatismo, homofobia, machismo, censura, represión,
encarcelamiento de opositores y exilio de cientos de miles de cubanos.

La idea de la soberanía, al tiempo que se adhería a la nueva cultura
política, adoptaba la forma de una confrontación con Estados Unidos,
generada por la alianza de la isla con el bloque soviético. El saldo de
esa confrontación no sólo es el embargo comercial de Estados Unidos,
decretado el 19 de octubre de 1960 -cuando Cuba ya estaba comercialmente
vinculada al campo socialista- sino la organización totalitaria de un
gobierno que se asume en perpetuo estado de sitio y, por lo tanto,
justificado para reprimir toda oposición, aunque sea pacífica.

Es evidente que la izquierda latinoamericana contemporánea sigue
admirando la revolución como una remota epopeya emancipatoria. Pero esa
misma izquierda, a la vez, ha renunciado a adoptar cualquiera de los
componentes estructurales del socialismo insular: partido único,
economía estatal, control de los medios de comunicación, ideología
marxista-leninista, represión de opositores, confrontación con Estados
Unidos. Desde el punto de vista simbólico, todo el capital del
socialismo cubano ha quedado reducido a ciertos mitos del pasado, como
el Che Guevara, que siguen teniendo fuerza gracias a su reconversión
como marcas del capitalismo global.

La mejor prueba de que los legados de la revolución y el socialismo se
han vuelto divergentes es que, a diferencia de hace medio siglo, hoy no
es la izquierda latinoamericana la que mira a Cuba como paradigma sino
Cuba la que comienza a gravitar hacia América latina en busca de apoyos
y modelos. El socialismo cubano, que hace medio siglo fue una bocanada
de aire fresco entre las izquierdas de la región, representa hoy un
sistema obsoleto que coloca en el centro de su subjetivación política al
Estado y no a la ciudadanía.

Como realidad, no como legado, la revolución dejó de existir hace
décadas, mientras el socialismo aún persiste. Desde 1992, por lo menos,
las voces más lúcidas de la cultura cubana han demandado una reforma o
un cambio de ese régimen. Los reformistas han pedido una "reinvención"
del socialismo y los opositores una transición a la democracia. Pero
quienes tienen el poder de conducir ese cambio o esa reforma no se
atreven a arriesgar el control del país abriendo su esfera pública y
tolerando otras formas de organización económica.

Si el socialismo cubano se reforma o transita pronto a la democracia,
las posibilidades de vindicar el legado de aquella revolución serán
mayores. Mientras sus líderes apuesten por el inmovilismo, la ruptura
histórica que podría incubarse será más traumática que la que produjo la
propia revolución. Los próximos años dirán si ese poder se atreve,
finalmente, a conceder mínimos espacios a otra economía, otra política y
otra cultura que no sean las del Estado. Sea una reforma o una
transición, lo que experimente ese sistema, la Cuba del siglo XXI dejará
de ser el socialismo que ha sido en los últimos cincuenta años.

Rafael Rojas
Para LA NACION

http://www.lanacion.com.ar/nota.asp?nota_id=1084751&high=Rafael

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