Los dos legados de la experiencia cubana
Domingo 28 de diciembre de 2008 | Publicado en edición impresa
Los dos conceptos de mayor arraigo en el lenguaje político cubano del 
último siglo han sido revolución y socialismo. Generalmente, en la 
simbología gubernamental de la isla y en las percepciones sobre Cuba que 
predominan en la opinión pública internacional, esos conceptos se funden 
en un significado único. Con frecuencia, ambos términos son asumidos 
como sinónimos de la nueva Cuba que surgió en 1959 y que tiene en Fidel 
Castro su ícono más difundido.
Sin embargo, la propia evolución institucional e ideológica de la isla, 
en los últimos cincuenta años, nos persuade de que esas dos palabras 
aluden a realidades diferentes. La revolución fue un proceso de cambio 
social, económico, político y cultural que transformó la Cuba de la 
primera mitad del siglo XX. Aquella Cuba, de intervenciones 
norteamericanas y dictaduras militares, de democracias breves y 
disparidades sociales, pero, también, de crecimiento económico, 
vanguardias culturales y pluralidad política, dejó de existir en los 
años 60.
La revolución no sólo fue el eficaz despliegue de las guerrillas rurales 
y urbanas del Movimiento 26 de Julio y el Directorio Revolucionario 
contra la dictadura de Batista, sino ese cambio histórico por el cual 
Cuba se convirtió en otro país. A diferencia de revolución, palabra 
recurrente en la historia política de la isla desde mediados del siglo 
XIX, el término socialismo ni siquiera aparece en el período del 
levantamiento armado contra la dictadura batistiana. A no ser en 
círculos reducidos del comunismo prefidelista, cuyo rol en la 
insurrección de los años 50 fue minoritario, socialismo era, en aquel 
entonces, sinónimo de socialdemocracia.
El socialismo cubano vendría siendo el modelo político e ideológico que 
adopta el Estado insular, entre 1960 y 1961, para conducir la 
transformación iniciada en 1959. Ese modelo posee una serie de elementos 
distintivos -economía estatal, ideología marxista-leninista, partido 
único, sociedad civil controlada, cultura comprometida, lealtad 
incondicional al líder...- que asemejan mucho el sistema de la isla al 
de la extinta Unión Soviética y los "socialismos reales" de Europa del 
Este, aunque su implementación recurra a prácticas diferentes a las de 
aquellos regímenes.
Las principales demandas de la revolución -alfabetización, 
industrialización, reforma agraria, reforma urbana, justicia social, 
distribución equitativa del ingreso, soberanía frente Estados Unidos...- 
fueron realizadas, en Cuba, por medio de esa estructura jurídica y 
política. Cuando el campo socialista desapareció, en 1992, Cuba 
reacomodó con eficacia su ideología -maquilló el marxismo-leninismo con 
una suerte de nacionalismo revolucionario- y su diplomacia -recompuso 
pragmáticamente sus relaciones internacionales- pero dejó intacto aquel 
Estado.
Si aceptamos esta distinción conceptual e histórica entre revolución y 
socialismo, entonces, tal vez debamos evaluar, por separado, la herencia 
que ambos dejan a la izquierda latinoamericana actual. Cuba como 
revolución y Cuba como socialismo fueron y son distintas realidades 
políticas que informan disímiles referentes ideológicos. La aproximación 
a ambos por parte de defensores y opositores, de herederos y críticos, 
está marcada por esas diferencias, aunque la ideología de la isla 
persista en unificar todos los símbolos bajo una misma entidad legitimadora.
La gran transformación que vivieron los cubanos en los 60 tuvo un 
innegable componente emancipatorio que causó admiración en las 
izquierdas anticoloniales del Tercer Mundo. En Cuba se produjo una 
impresionante socialización de la política, por la cual mejoraron sus 
condiciones de vida y se involucraron en los asuntos públicos millones 
de personas que, hasta entonces, percibían escasos ingresos y se 
mantenían al margen del Estado. Dentro de ese proceso no sólo habría que 
incluir la alfabetización y el respaldo a la cultura popular, sino la 
gran inversión de gasto público en salud, educación, vivienda y 
comunicaciones de los primeros años revolucionarios.
Junto con la destrucción de las jerarquías sociales del antiguo régimen, 
la revolución, por medio de la militarización de la sociedad y de las 
estrategias de adoctrinamiento, difundió valores políticos, como los de 
soberanía e igualdad, que antes eran patrimonio de minorías 
intelectuales. Ese proceso, a pesar del autoritarismo que desde el 
principio lo acompañó, contiene el principal legado ideológico y 
político que han reclamado y reclaman para sí las izquierdas 
latinoamericanas de hoy: el ejemplo de un Estado que asume la 
responsabilidad de garantizar la satisfacción de los derechos sociales 
básicos de una ciudadanía.
El socialismo, es decir, la estructura jurídica y política elegida por 
los gobernantes cubanos, entre 1960 y 1961, para llevar a cabo aquella 
tarea demostró ser, desde muy pronto, sumamente costoso. Para sostener 
un Estado con esa capacidad de gasto público, la economía cubana comenzó 
a reproducir una dependencia de la Unión Soviética, mayor que la que 
había sufrido, en la primera mitad del siglo XX, con respecto a Estados 
Unidos. A la falta de autonomía económica se sumaron los efectos 
perversos de la socialización política antes comentada: igualitarismo, 
intolerancia, dogmatismo, homofobia, machismo, censura, represión, 
encarcelamiento de opositores y exilio de cientos de miles de cubanos.
La idea de la soberanía, al tiempo que se adhería a la nueva cultura 
política, adoptaba la forma de una confrontación con Estados Unidos, 
generada por la alianza de la isla con el bloque soviético. El saldo de 
esa confrontación no sólo es el embargo comercial de Estados Unidos, 
decretado el 19 de octubre de 1960 -cuando Cuba ya estaba comercialmente 
vinculada al campo socialista- sino la organización totalitaria de un 
gobierno que se asume en perpetuo estado de sitio y, por lo tanto, 
justificado para reprimir toda oposición, aunque sea pacífica.
Es evidente que la izquierda latinoamericana contemporánea sigue 
admirando la revolución como una remota epopeya emancipatoria. Pero esa 
misma izquierda, a la vez, ha renunciado a adoptar cualquiera de los 
componentes estructurales del socialismo insular: partido único, 
economía estatal, control de los medios de comunicación, ideología 
marxista-leninista, represión de opositores, confrontación con Estados 
Unidos. Desde el punto de vista simbólico, todo el capital del 
socialismo cubano ha quedado reducido a ciertos mitos del pasado, como 
el Che Guevara, que siguen teniendo fuerza gracias a su reconversión 
como marcas del capitalismo global.
La mejor prueba de que los legados de la revolución y el socialismo se 
han vuelto divergentes es que, a diferencia de hace medio siglo, hoy no 
es la izquierda latinoamericana la que mira a Cuba como paradigma sino 
Cuba la que comienza a gravitar hacia América latina en busca de apoyos 
y modelos. El socialismo cubano, que hace medio siglo fue una bocanada 
de aire fresco entre las izquierdas de la región, representa hoy un 
sistema obsoleto que coloca en el centro de su subjetivación política al 
Estado y no a la ciudadanía.
Como realidad, no como legado, la revolución dejó de existir hace 
décadas, mientras el socialismo aún persiste. Desde 1992, por lo menos, 
las voces más lúcidas de la cultura cubana han demandado una reforma o 
un cambio de ese régimen. Los reformistas han pedido una "reinvención" 
del socialismo y los opositores una transición a la democracia. Pero 
quienes tienen el poder de conducir ese cambio o esa reforma no se 
atreven a arriesgar el control del país abriendo su esfera pública y 
tolerando otras formas de organización económica.
Si el socialismo cubano se reforma o transita pronto a la democracia, 
las posibilidades de vindicar el legado de aquella revolución serán 
mayores. Mientras sus líderes apuesten por el inmovilismo, la ruptura 
histórica que podría incubarse será más traumática que la que produjo la 
propia revolución. Los próximos años dirán si ese poder se atreve, 
finalmente, a conceder mínimos espacios a otra economía, otra política y 
otra cultura que no sean las del Estado. Sea una reforma o una 
transición, lo que experimente ese sistema, la Cuba del siglo XXI dejará 
de ser el socialismo que ha sido en los últimos cincuenta años.
Rafael Rojas
Para LA NACION
http://www.lanacion.com.ar/nota.asp?nota_id=1084751&high=Rafael
 
 
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