Cosas que viví en La Habana
Cuba es una fantasía y una realidad triste; un resquicio de luz es señal 
de felicidad
JUAN CRUZ 15 ENE 2015 - 00:00 CET
Estuve en La Habana en 1990, quizá una quincena. Al cuarto de hora de 
llegar la ciudad era como mi casa, o así me trataban los cubanos. De tú, 
rápidamente, de compañero, enseguida; fue enseguida como un abrazo 
caliente, pero no siempre era así. La mayor parte del tiempo el abrazo 
fue caliente, pero también pude notar el frío.
De aquella experiencia publiqué un texto en EL PAÍS entonces. Qué tal en 
Cuba. Al volver, la gente me preguntaba: "¿Qué tal en Cuba?", y así 
titulé mi relato de lo que allí había vivido.
Cuba ejerce, ha ejercido, siempre seguirá ejerciendo, una enorme 
fascinación sobre los que conocen su historia, sobre los que han leído 
su literatura, sobre los que han vivido allí, sobre los que hayan 
escuchado contar cómo es de día, de noche y en sueños.
Cuba es una fantasía y también es una realidad triste: lo es para muchos 
que han sufrido por ser cubanos, o siendo cubanos, y no han podido vivir 
allí, los que han debido irse, los que no han podido volver, los que 
viven apenados la falta de libertad para haber sido siempre cubanos y 
libremente cubanos.
Cuba es un dolor para muchos de los que la aman; cualquier resquicio que 
la lleve a respirar es también una señal de felicidad, aunque sea 
pequeña, para los que le deseamos el bien, por su historia, por su 
gente, por su literatura, por su arte. Por la energía con la que marcó 
el siglo XX, también en los tiempos oscuros, o sobre todo a partir de 
los tiempos oscuros. Cómo ese gran lagarto le dio tanto al mundo, de 
dónde le viene esa pasión, qué artilugio tiene en su ser esa isla para 
resultar luminosa incluso cuando está apagada.
Siempre me acompaña esa invocación que Guillermo Cabrera Infante, su 
gran escritor, puso al frente de Tres tristes tigres citando a Lewis 
Carroll: de qué color es la luz de una vela cuando está apagada. Cuba es 
la luz de una vela cuando está apagada.
Por esa energía, por todo ello fui a Cuba, acaso para encontrarme de 
nuevo la atmósfera de aquel libro de Cabrera Infante; pero ese libro 
luminoso se cerró como una página y ya Cuba vivía en un capítulo 
distinto de otro libro en el que la luz se había hecho melancolía, rumor 
del mar habitado por las sombras.
Todo lo que viví allí esos días lo tuve en mi mente durante muchos años, 
como si no me hubiera ido jamás de la isla; pero la primera decisión que 
tomé, al irme de Cuba, después de haber visto lo que vi allí, fue la de 
no regresar, al menos hasta que los ciudadanos que eran como yo, pero 
eran cubanos, no pudieran hacer allí lo mismo que podía hacer yo. No era 
una cuestión ideológica, ni de cualquier otro carácter: era una 
repugnancia sincera a lo más grosero de la discriminación de los seres 
humanos en nombre de una omnipresente invocación a las amenazas que el 
visitante, cualquier visitante, representaba como parte de una 
conspiración internacional contra la seguridad y la independencia de la 
isla.
La Habana es fascinante, lo son sus gentes, sus calles, los bares y el 
mojito, el café e incluso la falta de café en los cafés, pero aquello 
fue lo que me impidió el regreso: la sensación de que ninguno de los que 
me recibió o habló conmigo, de la vida, del periodismo, de la 
literatura, podía hacer lo mismo que estaba al alcance de un extranjero 
como yo. Ese mero hecho no era tan simple de traspasar en La Habana (y 
en los otros lugares a los que fui): formaba parte de ese muro invisible 
que no podías cruzar tú hacia los otros ni que los otros podían cruzar 
hacia ti.
Cuando me fui de Cuba pasó algo que muchas veces he citado como 
simbólico de aquella situación, acaso la metáfora más tierna y más cruel 
que ilustra ese suceso atosigante que representaba tal discriminación. 
Estábamos en el aeropuerto, esperando la salida; un hombre mayor, un 
cubano que seguramente no había viajado antes en avión, esperaba como yo 
en la sala de embarque. Él estaba sobre las baldosas negras y yo estaba 
sobre las baldosas rojas; sólo nos separaba el color, no había ni rampas 
ni cintas que interrumpieran nuestros pasos para encontrarse. Y el 
hombre se dirigió a mí preguntándome, como si nosotros estuviéramos en 
el otro mundo:
—Perdone, ¿está permitido que yo pase a ese sitio donde está usted?
Invité a amigos a lugares a los que yo podía entrar, como mis amigos 
igualmente extranjeros, y ellos no podían acceder; se les negaba el 
salvoconducto en su propia ciudad, en su propia tierra, en su propia 
isla; lo aceptaban ejerciendo un humor indudable, se reían de las 
prohibiciones, que eran múltiples; se reían, pero no las podían 
sobrepasar. Al final, aquella lucha tranquila entre los que prohibían y 
los prohibidos parecía una película de la guerra fría con guion de Billy 
Wilder. También se parecía al relato, real y lleno de sarcasmo, que el 
mexicano Jorge de Ibargüengoitia escribió tras su primer viaje a la 
isla, para recibir un premio, cuatro años después de la victoria de la 
revolución. Ibergüengoitia escribió Revolución en el jardín (publicado 
aquí por Reino de Redonda); no era sarcasmo ni burla: era la relación de 
lo que el autor de Maten a León descubrió allí. En medio del glamour de 
los primeros años ya estaba creada una enorme trama burocrática que 
convertía la revolución en un terreno abonado para una tragedia que 
conllevó tanta víctima desde aquel tiempo.
Durante esa estancia, acaso el enredo más chungo, como decimos en 
España, se produjo una tarde en la Marina Hemingway, donde invitamos a 
un grupo de amigos, importantes escritores cubanos, reconocidos y nunca 
repudiados por el Gobierno. Ellos no llegaban a la cita, hasta que se 
hizo tan tarde que creí oportuno llamar a recepción. Ellos estaban allí, 
desde la recepción me confirmaron sus nombres y sus apellidos, pero eran 
cubanos, no podían acercarse, no podrían compartir la cena a la que les 
habíamos invitado. Convencí a los guardianes de la importancia de los 
retenidos, y al final estos pasaron. Con ellos vinieron también un 
corresponsal español y una periodista cubana. Al cabo de unos días, el 
corresponsal fue expulsado de Cuba, por mantener contactos prohibidos 
con gente del interior. Había sido, obviamente, acusado por la mujer que 
lo acompañó esa noche, que era miembro de la seguridad del Estado, 
probablemente figuraba entre los guardianes del comandante. Menos de 
diez años más tarde esa mujer trabajaba en Madrid para un diario 
conservador español y luego se integró al exilio de Miami.
Una de esas tardes en que la convivencia cálida parecía convocar la 
franquicia de las puertas se me acercó una televisión canadiense; 
buscaban reflexiones extranjeras sobre lo que sucedía en Cuba, qué tal 
en Cuba. Me pusieron el micrófono y dije lo que pensaba. Después, un 
hombre de traje oscuro se acercó a mi oído. "¿Te conocemos de algo?". Un 
día, yendo hacia una playa social, paramos el coche e hicimos fotos. Al 
cabo de unos minutos, un jeep del Ejército paró junto a nosotros. Ahí no 
se pueden hacer fotografías. ¿Dónde está el letrero que lo prohíbe? Ahí 
está, dijo el muchacho, "pero no se ve por la yelba". Nos llevaron 
detenidos al cuartel en el que parece que habían tenido a Ochoa, y al 
final un chasquido de dedos de un superior nos libró de una detención 
más larga.
Cuando me fui aún no había leído el Informe contra mí mismo, de Eliseo 
Alberto, la historia amarga de su relación de amor y desencanto con la 
isla cuyos dirigentes le habían pedido que denunciara a sus padres.
Cuba es un dolor; mientras vea un resquicio por el que le entre la luz a 
sus sombras sentiré que ese dolor se alivia, y si se alivia será mejor, 
y será bueno, incluso para aquellos a quienes parece que la herida no se 
le va a cicatrizar nunca. Aunque amanezca otra vez en La Habana la luz 
que buscaba Cabrera Infante en el más luminoso de sus libros.
Source: Cosas que viví en La Habana | Opinión | EL PAÍS - 
http://elpais.com/elpais/2015/01/12/opinion/1421075609_094909.html
 
 
No comments:
Post a Comment