Viernes, Septiembre 30, 2011 | Por Luis Cino Álvarez
LA HABANA, Cuba, septiembre, www.cubanet.org -Tengo un amigo que vive en 
Coconut Grove desde hace más de 15 años. Dice que no le interesa la 
política en lo absoluto. Como casi todos los cubano-americanos que 
visitan Cuba, que no quieren saber de disidentes y mucho menos "buscarse 
problemas con esta gente".
Recuerdo que era un muchacho tímido y aburrido, que no tenía casi nunca 
con quién salir. A cada sitio que iba siempre daba la impresión de que 
estaba fuera de lugar.
Tiene 47 años, pero aparenta 30. No sé cómo se las  arregla, pero se ve 
diferente: elegante, desenvuelto, con ademanes de hombre de mundo.  A 
nadie se le ocurriría que alguna vez fue un perdedor a tiempo completo y 
sin esperanzas.
No había vuelto a Cuba  porque temía  chocar con el pasado. Pero me 
confiesa que -de visita, claro- muchas de las cosas malas ya no se lo 
parecen tanto. "Lo cual no quiere decir tampoco que sean buenas", aclara.
Hasta le ha cogido el gusto a algunas cosas que detestaba, como bailar 
casino, darse un atracón de lechón asado, congrí y plátanos a puñetazos, 
   emborracharse con sus primos y jugar dominó en el portal. Sólo que 
cuando los parientes y los vecinos se exceden en los gritos y la 
chusmería, vuelve a sentirse fuera de lugar.
Hasta los parientes que antes apenas lo trataban porque lo consideraban 
un bicho raro, ahora lo adoran y se desviven por escuchar sus historias 
"del más allá". Ser finalmente aceptado por su familia le ha costado 
muchos dólares. Pero por mucho que se esfuerza por quedar bien con 
todos,  no logra resolver ni la cuarta parte de sus problemas: 
reparaciones de casas, fiestas de quince, bodas, una ayudita para montar 
un timbiriche. De tantos que son –los parientes y los problemas- varios 
millones de dólares no le alcanzarían.
Se queja de algunos inconvenientes. Echa de menos el aire acondicionado. 
El calor es el mismo de siempre, pero las moscas y los mosquitos ahora 
son más. Y las santanillas, que se han mudado de los matorrales al 
interior de las casas.
De los atracones, las tantas cervezas,  el cambio de agua o por los 
nervios, agarró unas diarreas que por poco lo matan. Por suerte, los 
cocimientos de la tía Josefina  todavía sirven para curar casi cualquier 
mal.
Me cuenta  que al fin logró acostarse con Loreley. Nunca se atrevió a 
confesarle cuanto le gustaba,  por su timidez y porque no tenía nunca 
dinero para invitarla a algún lugar que valiera la pena. Además, porque 
ella no ocultaba que buscaba un  extranjero que se la llevara "pa fuera".
Ahora, cuando la invitó "a dar una vuelta por ahí", no tuvo que 
insistir. Cuando terminaron de comer en La Cecilia, a pesar de que él le 
comunicó que estaba casado con una americana desde  hacía 12 años y le 
enseñó la foto del niño, ella le dijo: "Vamos para mi casa, que esta 
noche nos la debemos desde hace muchos años". Después que hicieron el 
amor, se sintió un poco decepcionado. Loreley se conservaba mejor de lo 
que suponía –con un poco de imaginación, hasta se le dio cierto aire a J 
Lo, sólo que  más ajada- pero fumaba como una condenada ("es el stress, 
sabes", le advirtió), hablaba demasiado alto, decía malas palabras cual 
carretonero y su sexo olía y sabía a cerveza Bucanero con un ligero 
toque agrio.
"Brother, el viaje ha sido muy lindo, me probé muchas cosas a mí mismo y 
ya sé que tengo un lugar a donde regresar, pero  en largo tiempo vuelvo 
a Cuba, si es que alguna vez vuelvo, porque al final, todo es muy 
triste", me dijo muy serio, en plan de confesiones, el día antes de su 
partida.  Por un momento, me pareció tener delante al mismo muchacho 
apocado de hace 20 y tantos años, que se acomplejaba cuando le decían 
que se parecía a Juan Primito y que no se sentía a gusto en ningún sitio.
 
 
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