Fumigadores ¡a correr!
Tico Morales, APLA
CIEGO DE ÁVILA, julio (www.cubanet.org) - Todos los días y a cualquier
hora te tocan a la puerta. Lo mismo en la mañana que al mediodía, cuando
después de injerir con susto un pugilateado almuerzo uno decide a echar
una siesta breve.
El cobrador de la luz, el de agua, el trabajador social para verificar
las cosas "dudosas" y recordarte lo del pago de los cuatro calderos que
el comandante ofreció. Te tocan del comité de defensa preocupándose por
tu gente o fisgoneando, según la orden dada y; por último, los nuevos
villanos del barrio; los chicos de la campaña contra el mosquito Aedes
Aegyti, toda una orquesta para molestar nuestra ya lacerada intimidad.
Pero donde existen villanos también existen héroes. En Morón, aunque las
autoridades jamás la declararon zona de dengue, las brigadas anti Aedes
pululan por donde quiera o por donde uno no quiere que estén.
El ruido de las moto-mochilas o bazookas fumigadoras irrumpe en la paz
del hogar a cualquier hora. Los moradores son obligados a permanecer en
portales y calles mientras dure la actividad de la campaña donde se
utilizan productos venenosos para la fumigación, que al final no son más
que puro petróleo, pues los trabajadores se roban el producto de turno
para negociarlo en el mercado negro.
Una tarde de julio, Martha, mi señora madre, accedió a que fumigaran la
casa dos mozalbetes con cara de pilluelos que, mochila en mano y
tablilla de multas bajo el brazo cruzaron el umbral de la casa,
revisaron los rincones de cabo a rabo y hasta hicieron a mi vieja vaciar
el vaso de agua espiritual puesto a la abuela sobre el escaparate, y
luego se mofaron de King, mi pequeño perro ratonero, que no levanta una
cuarta el suelo, quien, asustado por el ruido de los equipos desapareció
horrorizado con el rabo entre las patas. Mi madre pidió cortésmente que
se retiraran cuando ya la fumigación había concluido. Pero los
muchachones prosiguieron con sus burlas y mofas, con el pretexto de que
andaban buscando focos del mosquito para que no picaran a la gente.
Esta vez fueron ellos los que salieron picados y, no precisamente por
los mosquitos, sino por el gallo de la vieja; un hermoso malayo
acostumbrado desde polluelo a comer de las manos de mi familia. El
gallo, que se percató de los intrusos cuando invadían el patio, dio
cuenta de ellos a pico y espuelas. Los fumigadores, en estampida,
cruzaron junto a mi madre gritando: -¡Martha, amarra el gallo!
Los vecinos contemplaban la escena muertos de risa.
Desde entonces, el gallo Pito es el dueño y señor del patio,
pavoneándose ante la mirada del perro ratonero que, lamiéndose las
patas, observa al plumífero, deseando, seguramente, lo hagan fricase.
A la vieja le han llegado sugerencias, por ejemplo, que quite el cartel
que reza: ¡Cuidado con el perro!, y lo sustituya por otro: ¡Cuidado con
el gallo!
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