Guerra silenciosa
ARIEL HIDALGO
Tras su visita a Cuba un amigo lamentaba haber dejado al gobierno 800
dólares. Le pregunté cuánto había gastado en total y respondió: tres
mil. Y le dije: ``Entonces dejaste dos mil doscientos al pueblo y eso es
más importante''.
Las autoridades que expropiaron a capitalistas y terratenientes, también
despojaron a todos los trabajadores independientes de sus pequeños
establecimientos, ya fueran barberías, lavanderías, y hasta puestos de
viandas y fritas, para convertirlos en parte del ejército asalariado del
Estado.
Convertidos todos los bienes de producción en estatales, predominó un
nuevo sector social previsto en el siglo XIX por pensadores como Herbert
Spencer y, entre los cubanos, José Martí, quien vaticinó para aquella
posible ''nueva esclavitud'' de un Estado centralizado, ''una casta
nueva de funcionarios''. En un manuscrito de 1980 que costó a su autor
siete años de cárcel, se constataba ya la formación de esa clase social
en la tierra de Martí, la gerentocracia. Pero ahora, más de un cuarto de
siglo después, es preciso reconocer el nacimiento de otro sector que
abarca a una inmensa parte del pueblo, muy semejante al Tercer Estado de
los preludios de la Revolución Francesa, cuando la estructura jurídica
feudal no se correspondía con una economía industrial en ascenso. De
forma muy similar, en Cuba este sector --que presuntamente hizo exclamar
al segundo hombre en la jefatura de Estado durante la crisis de los 90:
''¡O saco los tanques o saco el Mercado!''--, crece a pesar de
restricciones, prohibiciones y redadas, ``como la yerba entre las
rendijas de un patio enlosado'', palabras de Julián Marías referidas al
ocaso del franquismo.
Con prohibiciones o excesivas restricciones al trabajo por cuenta
propia, el salario medio de 15 dólares mensuales obliga a la población
--gran parte hacinada en pequeñas viviendas bajo peligro de derrumbe-- a
medios ilegales de subsistencia. Decenas de miles de personas han sido
encarceladas por ''actividades económicas ilícitas''. Los que emigran a
la capital desde las provincias orientales por falta de empleo y pésimas
condiciones de vida y levantan chozas en barrios marginales, son
desalojados a la fuerza, muchas veces mediante golpes de karate,
bastonazos y gases lacrimógenos; sus viviendas, demolidas con buldózers,
y finalmente regresados a sus provincias donde quedan a la intemperie en
la más absoluta miseria. Las autoridades imponen penas tanto a aquellos
trabajadores que no denuncien robos de los almacenes estatales como a
quienes se dedican a bucear en tanques de basura. ``¡Qué espectáculo
bochornoso!, exclaman. Pero lo bochornoso --en cualquier parte del
mundo-- es que haya que acudir a esos medios para subsistir.
El que no solucionen todos estos problemas dando plena libertad de
producción y comercialización a cuentapropistas y pequeños agricultores
e incluso vendiéndoles insumos que ahora se ven obligados a robar, no
deja margen para pensar otra cosa que no sea la conveniencia de ocupar
la mente del ciudadano sólo en la subsistencia, sin tiempo para más.
Pero a pesar de persecuciones, registros, amenazas y elevadas multas,
esa población ha desarrollado redes clandestinas de pequeñas empresas de
producción y servicios, ventas ilícitas en cada cuadra e ilegales
parabólicas funcionando en los lugares más insospechados desde donde se
extienden cables hacia numerosos apartamentos para ver los canales del
Sur de la Florida. ''¡Agua!'', gritan vigilantes del pueblo apostados en
las esquinas y los vendedores esconden sus mercancías y los vecinos
apagan sus televisores. Se trata, en verdad, de una guerra silenciosa
entre el gobierno y el pueblo.
Esta nueva realidad exige una seria reevaluación de las estrategias de
cambio.
Quienes crean acercar el fin de la opresión cortando viajes y remesas,
harán bien en recordar que fueron justamente los opresores los primeros
en imponer tales recortes, algo que ya no necesitan hacer porque otros
--paradójicamente sus propios enemigos-- se encargan de ese trabajo sucio.
Ninguna madre que despierta cada día preguntándose cómo conseguir esa
mañana el desayuno de sus hijos, es receptiva a una charla sobre
democracia y estado de derecho. Si cada cierto tiempo el opresor entrega
un pez a un hambriento a cambio de su sometimiento como única
alternativa para subsistir, ese hambriento nada irá a buscar de quienes
prometen hipotéticas arcadias para un futuro incierto. El pueblo vive en
la immediatez de lo concreto y no en abstracciones mediatas, no porque
así lo quiera sino porque no le han dejado otra alternativa. No basta
con entregarle otro pez para liberarlo, porque tu pez no asegura la
permanente periodicidad que el opresor puede garantizar. Tampoco basta
con enseñarle a pescar, sino que, además, hay que entregarle la vara, el
anzuelo y la carnada. Sólo así podrá negarse a esa venta diaria de su
primogenitura por un plato de lentejas.
No se trata de un proyecto futuro de reconstrucción nacional para
después del cambio, sino de construir ahora mismo los rieles para
alcanzar ese cambio. Un pueblo oprimido sólo podrá sacudir el yugo
cuando rompa las ataduras de la dependencia con el aliento y el sostén
de sus hermanos de ultramar. No habrá verdadera autodeterminación
nacional sin autodeterminación de cada ciudadano. Parafraseando un
pensamiento de Gandhi sobre la paz, hay que decir también: No hay camino
hacia la libertad. La libertad es el camino.
Infoburo@AOL.com
http://www.elnuevoherald.com/noticias/mundo/columnas_de_opinion/story/68595.html
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