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Monday, April 03, 2006

Para formar comunistas

SOCIEDAD
Para formar comunistas
Luis Cino

LA HABANA, Cuba - Abril (www.cubanet.org) - Por estos días, muchachos
con sonrisa impostada en anuncios televisivos convocan a los nacidos en
1990 a formalizar su inscripción en los registros municipales para el
próximo llamado del Servicio Militar General. El reclamo es perentorio:
al llamado de la patria, ¡presente!

Para reforzar la campaña propagandística, reclutas de verde olivo
entrevistados por el Noticiero, también sonrientes, refieren las
bondades de la vida militar y los beneficios que le han aportado a su
formación revolucionaria. Ahora sirven a la revolución, a la patria y a
Fidel, no sé bien a quién de los tres, como tanquistas, choferes o
artilleros.

También aparecen en las pantallas sus padres, orgullosos y satisfechos
del cambio experimentado por la conducta de sus hijos luego de su paso
por el servicio militar.

Intentan perpetuar otro cliché más: que el servicio militar educa y
forja la personalidad de los jóvenes. Algunos padres lo aceptan como un
mal necesario. Otros como un pretexto para su impotencia. Y no faltan
quienes lo aceptan como la última esperanza de domar a adolescentes
irreductiblemente descarriados.

Si el hambre, las humillaciones, el encierro y los trabajos forzados
logran educar a alguien, quizás entonces tengan razón. Los mandarines
cubanos siempre han apostado por esos métodos. Lo mismo para reeducar
menores díscolos, que criminales o disidentes.

Más de 40 años después del primer llamado del Servicio Militar
Obligatorio, el saldo es aterrador. No sólo en muertos en accidentes y
suicidios, heridos y mutilados. También en estudios tronchados y
traumáticas secuelas síquicas, a veces irreversibles.

Cualquier cubano mayor de 16 años y menor de 58, sabe de qué hablo.

Cualquiera de ellos, si no fue exceptuado por enfermedad, vivió los
rigores de los 30 días de la previa, el preámbulo de lo que les esperaba
en las unidades militares.

Podrán contarle de los insultos de sargentos despóticos, de las marchas
bajo el sol inclemente del mediodía, del rancho insuficiente y malo. No
han olvidado las trincheras cavadas en la roca y luego vueltas a
rellenar. Las alarmas de combate en plena madrugada, los pases
suspendidos arbitrariamente, los calabozos de castigo…

Cuentan que Raúl Castro solía decir que el recluta que no se fuga no es
un buen soldado. No por ello dejaron de ser severamente castigados.

Por fugas e indisciplinas, muchos jóvenes fueron a parar a la Cabaña,
Valle Grande, El Pitirre o la sala de penados del Hospital Siquiátrico
de Mazorra. Fornidos boinas rojas los cazaron como animales salvajes en
carreteras, terminales de ómnibus, en sus hogares o en casa de sus novias.

Jesús Moreira, a inicios de los 70, pasó más de dos años encerrado en el
castillo del Príncipe con delincuentes endurecidos. Compartió celda con
un joven condenado a muerte por piratería aérea. Algunas noches, desde
su jergón escuchaba las detonaciones de los fusilamientos en la vecina
prisión de La Cabaña que se confundían con el cañonazo de las 9.

A Jesús lo acusaron de deserción. Se fugó de la unidad porque extrañaba
a su madre. Ansiaba comer algo que estuviera bien cocinado, vestir ropa
limpia y dormir en su cama, lejos de las chinches y los mosquitos.

Guardias de Búsqueda y Captura con armas largas lo sacaron a empujones
de su casa. No creyeron su explicación de que estaría en la unidad al
día siguiente antes de la hora del de pie.

Cuando salió en libertad en virtud de una resolución del ministro de las
FAR, le faltaban varios meses para cumplir los 20 años de edad.

Cualquier hombre de mi generación o la siguiente conoce los recursos a
que recurrían los reclutas para eludir el trabajo en las unidades. De
los machetazos auto infligidos en el tobillo o la rodilla en pleno
cañaveral. Del desodorante untado en los ojos para simular
conjuntivitis. De los que dormían con el brazo envuelto en una toalla
mojada para fracturárselo al amanecer contra la barra de hierro de la
litera. De los disparos en los pies o las manos para pasar una temporada
ingresado en el Finlay o el Naval.

Enrique Díaz fue más lejos aún. No se adaptaba al encierro en un
campamento. No podía más. Lo militar no iba con él. Lo sé bien. Era mi
amigo desde la infancia. Tanto que era de los pocos que lo llamábamos
Cyrano.

Enrique quería estar con su novia. Buscar fiestas por Santos Suárez o el
Casino Deportivo. Acariciar a Sultán, su enorme pastor alemán. Se cansó
de "filmar de loco". Si no le daban la baja del ejército, se la jugaría
a lo que fuera. A la diana, lo encontraron muerto, atiborrado de
pastillas. Fue en 1975. No había cumplido los 19. Su novia esperaba un
hijo suyo.

Eddy, otro amigo, prefirió la guerra de Angola a la rutina trituradora
de la unidad. Murió despedazado por una mina antipersonal. Cuando fueron
a avisarle a la madre, ya sabía que su hijo estaba muerto. Varias noches
antes soñó que desnudo y chorreando agua había cruzado el patio. Sus
pies no rozaban el piso y tenía la mirada extraviada de los difuntos que
no hallan su casa…

Esas historias no quitan el sueño a los mandamases. Son gajes del oficio
en la defensa del socialismo. Poco más que los huevos rotos para su
tortilla gigante.

Para ellos, el servicio militar sigue siendo otra herramienta para
forjar comunistas. La revolución no necesita blandengues ni pusilánimes.

http://www.cubanet.org/CNews/y06/apr06/03a6.htm

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