Pages

Thursday, January 22, 2015

El fin de un espejismo

El fin de un espejismo
¿Es el concepto de excepcionalidad la clave para entender la historia
cubana, o solo una aberración política que en determinadas etapas se ha
apoderado del destino del país?
Alejandro Armengol, Miami | 21/01/2015 2:44 pm

En una comparación fácil que la prensa repite a diario, en el juego
cubano la supuesta pelota un día se coloca en Washington y otro en La
Habana, todo de acuerdo al lugar donde se emita la última declaración.
Es la lógica normal en ese aparente diálogo —pero que será sobre todo un
pulso político— entre dos gobiernos.
Hay sin embargo un tercer factor a tomar en cuenta, no bajo pretensiones
imposibles de compararse al poder que genera una nación, sino en la
realidad de un centro al que, en primera o última instancia, convergen
desde las medidas más inmediatas hasta las ilusiones hoy imposibles.
Que ese centro se ha convertido con el tiempo no en la frontera
establecida por décadas —el punto que definía la llegada a ''tierras de
libertad''— sino el espacio donde hoy se adquieren las mercancías, o se
gana el dinero que se gasta en la otra orilla, complica las cosas a la
hora de esgrimir argumentos, pero no por ello impide fines específicos:
no importa hacia donde apunten los pelotazos, siempre la bola termina
cayendo en Miami.
Una de las consecuencias más importantes —y al mismo tiempo pasada por
alto— del cambio de política hacia Cuba, iniciado por los gobierno de
Barack Obama y Raúl Castro, es que posibilita a los cubanos del exilio
el influir con mayor fuerza en la situación de la Isla.
En apariencia, y en estos primeros momentos en que aún se desconoce en
buena medida cómo se desarrollará el juego, domina la impresión
contraria. Para el régimen cubano el objetivo siempre ha sido subordinar
al exilio a una función abastecedora: bajo el mantra de una patria que
todo lo espera y nada tiene que dar a cambio, el exiliado debe cumplir
su deber filial. La familia que quedó atrás se convierte entonces en una
vía putativa para el sostenimiento no solo de la nación, hoy día se
entiende desde La Habana como un traslado beneficioso para ambas partes:
los que se van y los que se quedan.
Por su parte quienes por décadas también asumieron la representación de
ese exilio —y se aferran a mantenerse en esa función ya caduca— siempre
han considerado su escape como una suplantación. Ahora hablan de que no
se ha tomado en cuenta la voluntad y los deseos de una oposición
reconocida por ellos, mientras omiten las opiniones y los deseos
manifestados por quienes viven en la Isla; ignoran simplemente las
ilusiones y esperanzas de los de allá, se cierran ante una realidad que
no puede despacharse solo con el argumento de ser en buena medida
infundadas: nadie puede negarle a otros el derecho a una desilusión
futura, aunque se haga lo posible para evitarla.
No se trata simplemente de mandar más dinero a los familiares y de
viajar con mayor frecuencia. La puerta que comienza a abrirse puede
incluir desde un incremento en los intercambios de todo tipo hasta ayuda
para quienes trabajan por cuenta propia.
Hace poco más de un año parecía que el futuro del gobierno de Raúl
Castro dependía de la disminución de la brecha entre la Cuba del
ciudadano de a pie y la Cuba que ofrece una imagen de estabilidad a los
ojos del mundo. Como en tantas cosas, el régimen ha fracasado en ese
esfuerzo, si alguna vez realmente se lo propuso como objetivo serio. Por
años también Castro optó por mantener la indecisión entre la permanencia
y el cambio.
Como en un lance de muy reducidas alternativas, la Plaza de la
Revolución siempre ha mostrado unos dados con apenas dos caras: aceptar
el estancamiento o el peligro del caos. Y por supuesto que nadie quiere
lo segundo. En parte ha tenido éxito en su apuesta. El peligro ante una
crisis económica profunda —ocasionada por la disminución de los ingresos
provenientes de Venezuela— y el caos consecuente a noventa millas de
Estados Unidos puede haber actuado de catalizador durante las
negociaciones preliminares, en particular en sus últimos meses y para
ambas partes, pero no explica por completo la intención de llevar a cabo
este proceso. Hay, al parecer, motivos mayores: una búsqueda de
alternativas que cada cual interpreta según su conveniencia, pero que
converge en la imposibilidad de sostener una situación sin hacer nada.
Lo nuevo sobre el tapete es la ruptura de esta dualidad entre el
estancamiento y el caos, en una apuesta que no se empecina en plantear
un cambio de carácter político sino que busca una entrada en el terreno
económico y social: contribuir al mejoramiento de las condiciones de
vida de los residentes en la Isla. Y es en Miami donde existen los
actores y recursos que pueden contribuir a esta movida. Empecinarse en
no participar en el proceso es apostar al caos como solución, y esta es
sin duda una mala alternativa, por dos razones fundamentales. Una es la
capacidad demostrada —y no disminuida— con que cuenta el régimen para
exportar ese caos fuera de sus costas, no solo mediante un éxodo masivo
sino a través de presiones emocionales y de todo tipo sobre una
comunidad que ya no se caracteriza por la ruptura sino por la
continuidad. La segunda es que nada garantiza que la repuesta a ese caos
sea un avance democrático sino un retroceso político. Ninguna nación
apuesta por un "Big Bang" que indudablemente repercutirá en sus costas.
Mientras Cuba ha superado la etapa en que el líder supremo determinaba
tanto la participación en un conflicto bélico —a miles de millas de
distancia— como un nuevo sabor de helado, el gobierno imperante aún se
arrastra entre la necesidad de que se multipliquen las fuentes de
empleo, los establecimientos comerciales, las viviendas —todo aquello
que mejore en alguna medida la difícil situación económica— y el miedo a
que ello resulte imposible de obtener sin una sacudida que ponga en
peligro a los centros de poder tradicionales, o que reduzca su alcance.
Pero la apariencia de estabilidad que brinda Cuba no debe hacer olvidar
lo que ahora resulta determinante, a la hora de definir la supervivencia
de un modelo que en su fundación eligió el ideal socialista: la
incapacidad para lograr que se multipliquen no mil escuelas de
pensamiento, sino centenares de supermercados. Al menos, con la
excepción de Corea del Norte. Ni Estados Unidos quiere una Norcorea
cercana ni La Habana es en estos momentos Pyongyang, aunque algunos se
aferren en verlo así. Ello no impide señalar que en determinadas
ocasiones se ha movido temerariamente en ese sentido.
De esta forma, el mantenimiento de un poder férreo y obsoleto —que
sobrevive por la capacidad de maniobrar frente a las coyunturas
internacionales y se sustenta fundamentalmente en la represión— se ve
ante la necesidad de emprender el desarrollo económico e impulsar la
satisfacción de las principales necesidades materiales de la población.
Puede hacerlo mientras conserva el poder político clásico de un sistema
autoritario, pero al precio de abandonar el monopolio de influir en
todos los aspectos de la vida cotidiana que caracteriza a un sistema
totalitario. El gobierno de Raúl Castro ha dado algunos pasos en este
sentido, pero no los suficientes. Queda por ver si en los próximos meses
adoptará una definición mayor en este sentido.
Esta disyuntiva, que abre un camino paralelo a las esperanzas de
adopción de cualquiera de las alternativas democráticas existentes en
Occidente, no es ajena a la realidad cubana.
Poco a poco ha surgido en Cuba la necesidad de decidir un camino entre
algo similar a Vietnam, China y la Rusia de hoy, países represores pero
de cara al futuro, y Corea del Norte, aferrada al pasado.
Por supuesto que ambas vías tiran por la borda cualquier ilusión
democrática, pero no por ello son cada vez más reales ante la aceptación
—con disimulado júbilo o a regañadientes— de que la transformación
política de la Isla es a largo plazo.
Sin embargo, si se mantiene la presión económica, no mediante un embargo
obsoleto sino a través de una política de recompensas y sanciones desde
el país al que la geografía y la realidad económica del mundo actual
—más que la historia y un pasado complejo— obliga a Cuba a depender, se
pondrá en marcha un proceso de reinserción natural, que por décadas se
despreció en ambos extremos del estrecho floridano. Se tendrá entonces
conciencia de que el proyecto nacional de un país pequeño —y tan
interdependiente del espejismo de la imaginaria ciudad-Estado que
simboliza Miami— puede definirse solo de forma frágil sobre el concepto
de la excepcionalidad. Lo demás es puro espejismo
Hasta ahora la política de aislamiento —practicada con éxito en lo
político por quienes controlaban el poder en ambas orillas— ha sido el
obstáculo principal para no permitir una mayor influencia, de quienes
viven en el exilio, en la situación cubana. Influencia no valorada en
políticas que han demostrado poca efectividad en el avance democrático
de la Isla, sino en acciones que demuestren una mejor comprensión de la
realidad cubana.
Es decir, estaba determinado por Washington y La Habana que había que
lidiar con un exilio que apostaba por el aislamiento, mientras que la
posible influencia positiva de otro sector más moderado dentro de la
comunidad solo debía servir de ayuda para la subsistencia de los
residentes en la Isla. Así como para fomentar la ilusión de la vía de
escape, que sustituye por la fuga cualquier esfuerzo en pro de una
difícil acción política nacional.
Lo que ahora está por definir es si el exilio es capaz de ir un paso más
allá de la confrontación ideológica, y muestra una mayor efectividad que
ayude a destruir el argumento de plaza sitiada, que tan buenos
dividendos políticos le ha dado al gobierno de la Isla.

Source: El fin de un espejismo - Artículos - Opinión - Cuba Encuentro -
http://www.cubaencuentro.com/opinion/articulos/el-fin-de-un-espejismo-321637

No comments: