Mitos de la república (I )
Oscar Mario González
LA HABANA, Cuba, mayo (www.cubanet.org) - Con la república que se
inauguraba el 20 de mayo de 1902 nacían, entre otros, dos grandes mitos.
Estas leyendas irían cobrando cuerpo durante las primeras décadas del
siglo XX, acompañando nuestra vida republicana de modo permanente hasta
convertirse en preceptos ideológicos y brújula del ejercicio del poder
político luego del primero de enero de 1959. Estos mitos eran:
-Las imperfecciones de la república se debían a la ausencia de los
principales próceres independentistas caídos durante la contienda.
-Todos los males de la república eran debido a los norteamericanos o a
los imperialistas yanquis, como gustaba decir la izquierda. Los yanquis
impedían gobernarnos adecuadamente.
La falta de un líder o guía como causa de todos los males llevaba
implícita la necesidad y la posibilidad de un caudillo o Mesías idóneo
para conducir la nave nacional a feliz puerto. Esta añoranza, este sueño
sólo realizable a través de un salvador, por disparatado que pudiera
parecer, no es privativo de Cuba. Está implícito en la mitología
política latinoamericana creadora del caudillo regional.
El modelo ejemplarizante de tal personaje vino a ser José Martí. Ello se
expresaba en los versos cantados a ritmo de habanera cada viernes,
durante las celebraciones del beso de la patria en las escuelas públicas
del país
Martí no debió de morir,
ay de morir.
Si fuera el maestro del día
otro gallo cantaría,
la Patria se salvaría
y Cuba sería feliz.
Por ello al guerrillero en jefe le fue fácil adueñarse de la simpatía
popular no sólo de las capas más menesterosas, siempre propensas al
fanatismo y a la idolatría, sino de la intelectualidad. Porque en
realidad la masa humilde de la población no es la que crea estas
leyendas sino que tales ficciones vienen traídas de las manos de los
intelectuales. Es esa clase intelectual, que salvo honrosas excepciones
ha sido tan dañina a Cuba, la que creó la idea del mesianismo como
solución a los males de la patria, como requisito único e indispensable
para la felicidad de Cuba.
Fue así como los generales independentistas José Miguel Gómez y Mario
García Menocal gobernaron cual verdaderos caudillos aunque, justo es
decir, con arreglo y suficiente apego a la débil y recién nacida
institucionalidad y con la credibilidad personal mermada por el
ejercicio del juego político.
La sociedad civil tendría que esperar al gobierno democrático de Alfredo
Zayas para emerger como fuerza indispensable y renovadora, cuyo ritmo
ascendente tendría que salvar los escollos del machadato para luego caer
en las manos del sargento, mayor general, presidente y dictador
Fulgencio Batista.
No faltaron hombres que, desde una posición pacífica, enarbolaran las
enseñas de la justicia y el progreso, como los líderes del autenticismo,
para después, durante el ejercicio del poder político, faltar a la
promesa y decepcionar al ciudadano.
Sin duda la última esperanza del pueblo fue la figura del líder del
Partido del Pueblo Cubano (Ortodoxo), Eduardo Chibás, dotado de los
atributos preferidos por los criollos y devenido salvador de la patria:
demagogo, buen polemista, honrado, valiente, dado a la promesa y muy
apasionado.
Pero Eduardo Chibás no era un hombre de acción y este ingrediente, sin
ser indispensable, era un complemento en la figura del caudillo, del
Mesías revolucionario. De cualquier modo un pistoletazo suicida de
agosto de 1951 puso fin al enamoramiento popular.
El culto a la violencia en el cual se había educado el cubano unido a su
propensión al machismo le hacía concebir al caudillo como un tipo duro,
de fusil al hombro, canana al pecho y granada en la cintura. Ese era el
Comandante. El asaltante de la fortaleza militar, navegante del estrecho
marino y tirador de tiros en montes y quebradas.
http://www.cubanet.org/CNews/y08/may08/19cronica_1.html
Mitos de la república (final)
Oscar Mario González
LA HABANA, Cuba, mayo (www.cubanet.org) - Lo que venimos oyendo desde
hace medio siglo, de inculpar a los americanos por todo lo malo que pasa
en la nación, no lo inventó Fidel Castro. Viene desde los inicios de la
república y fue difundido por sus políticos e intelectuales. El
castrismo, simplemente, se alimentó de eso y lo elevó al rango de
política de estado y de precepto ideológico.
La raíz del mal viene desde antes de la república. Nació con el
incumplimiento por parte de los Estados Unidos de la Resolución Conjunta
que enunciaba el derecho de Cuba a ser libre e independiente.
Incumplimiento que se hizo manifiesto con la imposición de la Enmienda
Platt a la Constitución de 1901.
Claro, que en la práctica imperialista de la época, cuando la mayor
parte del globo terráqueo era colonia o protectorado de alguna potencia,
se estilaba anexarse el territorio conquistado. En tal sentido los
Estados Unidos eran, quizás, los imperialistas menos malos de la época.
Decir tal cosa era colgarse uno mismo el sambenito de lacayo del
imperialismo.; la moda era "echarle con el rayo" a los yanquis.
Según el historiador de la ciudad, Emilio Roig de Leuchsenring,
furibundo antiamericanista, los yanquis provocaron la guerra con España
cuando los mambises habían derrotados a los españoles. Según Fernando
Portuondo del Prado (nada amistoso con los norteamericanos), en el libro
que servía de texto oficial para la segunda enseñanza, los cubanos
controlaban los campos de Oriente y Camagűey y los españoles el resto
del país, al cierre de 1897. Como se sabe la zona occidental era la de
mayor peso económico durante la colonia.
El último congreso de Historia de Cuba celebrado en la republica, en
1956, declaraba que para ser buen cubano había que ser antiimperialista.
Esto, a pesar de que entre sus miembros había intelectuales de probada
vocación democrática como Herminio Portell Vilá, Jorge Mañach y Leví
Marrero, entre otros.
Pero quizás sea en la narrativa de la época republicana donde más se
percibe este afán de culpar a los americanos por todos nuestros
desaciertos. Esto lo vemos no ya en escritores comprometidos con la
izquierda marxista, sino en otros cuya filiación al lado de la
democracia era confesa.
Para Luis Felipe Rodríguez y para el poeta nacional Agustín Acosta la
desgracia de Cuba eran sus ingenios, sus cañaverales y el amo yanqui.
Para el ensayista Ramiro Guerra o el investigador Fernando Ortiz el
cruce norteamericano en la vida nacional era algo así como una mala
pasada de la historia.
Pero ese antiamericanismo anidaba únicamente en la mente de la
intelectualidad. El pueblo sencillo y laborioso sin mayores pretensiones
y con la mente y los brazos puestos en el mejoramiento y el progreso
familiar, nunca se dejó llevar por esta animadversión de los hombres de
cuello y corbata, observadores a distancia de la realidad del país y
generalmente desde un cómodo escritorio.
El pueblo cubano, pese a todo, no era antinorteamericano. Por el
contrario, todos querían trabajar en una compañía estadounidense, entre
otras cosas, porque era donde se pagaban mejores salarios y el obrero
gozaba de mayores derechos laborales.
Irónicamente no pocos intelectuales de los que tanto censuraban al
yanqui explotador y a sus ingenios y cañaverales, tuvieron que buscar
asilo en Estados Unidos donde vivieron en libertad y democracia hasta el
final de sus días.
Hoy, lamentablemente, los jóvenes de la última generación formados en el
odio y el rechazo a lo norteamericano han desarrollado una desmedida
admiración hacia todo lo que provenga del Norte, en detrimento del sano
orgullo que debe sentir todo hombre por su tierra y su cultura. La
insistencia del estado totalitario por crear un rechazo hacia el modo de
vida norteamericano ha tenido un efecto contrario en el nacional y ha
originado una subestimación de lo propio por la exaltación de lo
foráneo. Ese complejo de inferioridad frente a lo extranjero inducido
por el totalitarismo, es una tarea de primer orden a erradicar de la
mente y del corazón del cubano. Pero ello habrá de hacerse sin
imposiciones u otras formas que vayan en desmedro de la libre voluntad,
sino elevando al cubano al plano que por derecho propio le pertenece;
promoviendo la democracia y el progreso de modo que revelen la bondad de
nuestro pueblo, las bellezas de nuestro entorno natural y su historia,
con luces y sombras, como es propio de todo quehacer humano.
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