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Tuesday, July 17, 2007

La salud de los enfermos

La salud de los enfermos
Por Tomás Eloy Martínez
El País
Sábado 14 de julio de 2007

HIGHLAND PARK, N.J.

SICKO es, en la jerga cotidiana de los Estados Unidos, un vocablo ya
casi en desuso. Encabalga dos palabras, sick , enfermo, y psycho ,
psicópata. En las conversaciones de hace medio siglo era parte de una
pregunta ofensiva: Are you a sicko? , ¿estás mal de la cabeza? Michael
Moore ha restaurado el viejo término para encabezar su corrosivo alegato
contra el sistema de salud de los Estados Unidos, una letrina dorada
que, según el film, se alimenta de la corrupción y de la codicia.

Quien haya seguido los documentales de Moore desde su extraordinario
Roger & Me (1989) podría imaginarlo condenándose voluntariamente a
un destino marginal, como el de los profetas bíblicos que entonaban en
el desierto su estribillo de males y morían apedreados o crucificados
por la cólera de los grandes señores. Nada de eso le sucede, aunque sus
películas desnudan hasta el hueso la crueldad de las grandes
corporaciones. En 2002, Bowling for Columbine -una denuncia feroz sobre
la fascinación por las armas del norteamericano medio- ganó el Oscar al
mejor documental, a pesar de que ridiculizaba a Charlton Heston, ídolo
histórico de Hollywood. Dos años más tarde, Farenheit 9/11 conseguía una
nominación al Oscar y recibía la Palma de Oro en el Festival de Cannes.
Los espectadores celebraban a Moore hasta el delirio cuando exhibía las
falsedades de que se había valido la administración Bush para justificar
la invasión a Irak a la vez que revelaba los vínculos entre la familia
presidencial y la de Osama ben Laden. Moore es un detractor incansable
de las enfermedades del sistema, pero el sistema lo tolera y hasta lo
premia. Es un provocador, como los bufones de las cortes imperiales.
Puede cantar todas las verdades que quiera y lastimar mientras las
canta, sin que la corrupción y la injusticia se muevan de su quicio.

No hay señal mejor de la velocidad con que las denuncias de Moore se han
vuelto inocuas para el sistema que asistir a la proyección de sus
películas en cualquiera de los grandes teatros de los Estados Unidos y
leer los adjetivos de los avisos publicitarios. Se supone que Sicko
documenta una cadena de tragedias, pero los epítetos con que se atrae al
espectador son de una frivolidad que espanta, por decir lo menos:
"Brutalmente divertida", "Se va a reír hasta que le duela", "A lo mejor
le duele un poquito".

Las entradas para las dos últimas funciones de Sicko en una sala de
Broadway, cerca de la ópera de Nueva York, estaban agotadas desde el
mediodía la víspera del 4 de julio, y las multitudes no ocultaban su
satisfacción a la salida, llevando aún gigantescos cuencos de maíz
tostado a medio vaciar. Los aplausos y las carcajadas se oían desde el
vestíbulo de la entrada. Los dramas que cuenta Moore son atroces, y por
eso mismo la gente los cree incorregibles.

Sicko se abre con una entrevista que refleja las perversiones del
sistema norteamericano de salud. Rick, un carpintero de Oregon, se ha
cortado dos dedos de la mano izquierda con una sierra. El hospital le
permite elegir. Reponer el dedo medio en su lugar le costará sesenta mil
dólares; por el anular le cobrarán doce mil. Para Rick, que gana
cuarenta mil por año, la respuesta es previsible.

Su tragedia, sin embargo, no es tan indignante como la de Donna, una
mujer cuyo bebe de meses despierta en medio de la noche con 41 grados de
fiebre. Con el chiquito en brazos, corre a la sala de emergencias del
hospital más cercano. Allí la rechazan, porque su aseguradora -Kaiser
Permanente- le ha asignado otro hospital. Mientras averiguan cuál es ese
hospital y piden la autorización para internarlo, la fiebre sube y sube.
La madre suplica que atiendan a su hijo. Entre convulsiones, el bebe muere.

Moore acumula en Sicko estadísticas de espanto: 50 millones de
norteamericanos viven en los Estados Unidos sin seguro de salud. Nueve
millones de ellos son niños. Hay quienes no son empleados y lo pagan por
su cuenta. En ese caso, la suma impuesta a una familia tipo sin
enfermedades preexistentes llega a los 26.000 dólares, o poco más. Y aun
así, con frecuencia hay que pagar aparte por los medicamentos y, cuando
se acude a un médico que no está en la lista de la aseguradora, sólo se
devuelve parte de lo que se ha pagado, después de discusiones
telefónicas y esperas interminables que pueden terminar en otra crisis
de fatiga.

Hay escenas de espeso humor negro. Por ejemplo, la entrevista con un
cínico médico que controla cómo se autorizan los tratamientos a los
pacientes. Por él se entera el espectador de que, cuando un médico
rechaza a más del diez por ciento de los que quieren ser protegidos por
su seguro de salud, se lo premia con un bono. Cuanto más rechazos hay,
mayor es la recompensa. Y si un paciente no ha declarado cierta
enfermedad previa y quiere atenderse por otra, puede sufrir inesperados
tormentos. Tal fue el caso de una paciente con un severo problema
cardíaco, a la que el seguro le reconoció los 7500 dólares gastados en
el tratamiento. Todo parecía terminar sin problemas cuando el médico
fiscalizador descubrió que la mujer había tenido alguna vez hongos
vaginales y había omitido ese detalle en su declaración al seguro. Fue
condenada a devolver los 7500 dólares, aunque ya no los tenía.

Sicko se interna en las aguas de la denuncia franca cuando compara el
sistema de salud de los Estados Unidos con los de Canadá e Inglaterra,
que son generales y gratuitos. En un hospital de Londres, Moore le
pregunta a un paciente norteamericano cuánto ha pagado por tal o cual
internación. "Nada", le responde. "¿Nada?", insiste. "Nada -le dice-.
Esto no es Estados Unidos." Se abstiene de explicar entonces que los
pacientes de esos países esperan con frecuencia meses antes de conseguir
turno para una consulta. Una paciente cruza la frontera hacia Canadá,
donde la atienden gratis. Moore comenta entonces: "Somos americanos.
Cuando necesitamos algo, vamos a otro país".

El lenguaje del documental es sin duda demagógico, pero también es
eficaz. En el último tercio, el autor advierte que, mientras algunos de
los héroes nacionales del 11 de Septiembre están sufriendo los estigmas
de un sistema de salud caro, imprevisible y lento, los enemigos de
guerra recluidos en Guantánamo disfrutan de cuidados hospitalarios
instantáneos y gratuitos. Se le ocurre entonces viajar a Cuba con los
voluntarios enfermos. En Guantánamo los rechazan, por supuesto, pero en
La Habana, cuando preguntan por un hospital y una farmacia a un grupo de
hombres que juegan al dominó, se enteran de que hay varios cerca, a
pocos pasos. Los peregrinos reciben en La Habana, por fin, la atención
privilegiada que su país les niega, en centros de salud dotados con
máquinas de última generación y médicos que hablan un inglés impecable.

Moore se priva de explicar las diferencias entre el servicio que se
brinda en ese hospital inmaculado, para los turistas y los funcionarios,
y aquellos centros de salud a los que tienen acceso los cubanos comunes.
Es innegable, sin embargo, que el sistema público de los Estados Unidos
ocupa el 37º lugar en las evaluaciones de la Organización Mundial de la
Salud, muy por debajo de Francia (1º), Italia (2º), España (7º) y el
Reino Unido (18º), aunque dos niveles por encima de Cuba (39º). El mejor
resultado de América latina es el de Colombia (22º). Luego están Chile
(33º) y Costa Rica (36º), lejos de México (61º), de la Argentina (75º) y
de Brasil (125º).

A la salida de una exhibición de Sicko en Nueva Jersey oí a un señor
preguntar en voz alta, desafiante, si en Cuba se exhibiría la misma
película con los datos al revés. Sin duda, no. La salud y la educación
están allí protegidas, pero la libertad de expresión agoniza desde hace
décadas. La especie humana avanza a pasos de vértigo en la tecnología y
en la ciencia, pero sigue siendo incapaz de construir sociedades
fundadas por igual en la libertad y en la justicia. Donde se garantiza
una se sacrifica la otra, y a veces faltan las dos.


http://www.lanacion.com.ar/opinion/nota.asp?nota_id=925474

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