MANUEL GUTIÉRREZ ARAGÓN 16/05/2010
La isla atraviesa un momento crítico. Estas fotos muestran una Habana
medio en ruinas donde, más allá de la política, la lucha cotidiana
continúa. Y da lugar a historias fascinantes, como estas que remeora el
cineasta y premio Herralde de novela
El edificio fue el segundo en su género más alto del mundo. Feo,
grandote, con apariencia de libro con páginas de hormigón, domina no
sólo el Vedado, sino toda La Habana. El viento del norte se cuela por
sus ventanas, y a veces la sal y la espuma del mar llegan hasta allá
arriba, La Torre, que se alza sobre la planta 33.
En uno de los apartamentos de tres habitaciones vivían los padres de mis
amigos. Era una pareja muy atildada y formal, de la que sólo queda ella,
Lola. Doña Lola, o la compañera Lola, o Lolita la pianista, según que le
dé tratamiento un anciano habanero, un comecandela o un aficionado a la
música. Mis amigos, que viven en las afueras de La Habana y también son
músicos, visitaban a sus padres al menos una vez por semana. Se subían a
uno de los dos amplios ascensores, con su ascensorista de uniforme color
mostaza, que les conducía suavemente hasta uno de los últimos pisos del
edificio. Allí se desembarcaba en un pasillo con apliques dorados y
ventanales desquiciados, con vibración permanente y silbidos de aviso
cuando se acercaban nortes huracanados.
Los viejos salían poco; o estaban muy cansados o no se ponían de acuerdo
para bajar juntos, y separados se desanimaban el uno al otro, que si
puedes tropezar en un hoyo, que si total para qué. Cuando uno de los
ascensores se estropeaba, las esperas para el que quedaba en servicio
eran largas. A veces, el elevador llegaba muy lleno y había que hacerse
un hueco a empujones, porque los que ya estaban dentro se quejaban.
–Que ya no caben más, que no puede con todos, espérense al siguiente.
El ascensorista quedaba sepultado tras un muro de brazos, caderas,
nalgas y jabas de la compra. La lucha por entrar era titánica, no valían
ruegos o pretextos de urgencia.
–O se apean ahora mismo o el elevador no sale. Ustedes, compañeros, verán.
Así que había que seguir a la espera. Esto afectaba sobre todo a los
pisos más altos, en los que vivían antiguos residentes, los más cercanos
a las estrellas, afortunados inquilinos del cielo, hasta que un día…
Sucedió que se estropearon todos los ascensores a la vez.
–Tenía que pasar, avisamos de que los elevadores se iban a desmerengar,
alertamos al Comité de Defensa de la Revolución (CDR).
Lola y Luis trataron de tranquilizar a los vecinos más cercanos.
–Esto es pasajero, a lo sumo un día o dos, todo lo más tres.
Sosegando a los demás se tranquilizaban ellos. También llamaron por
teléfono a sus hijos y les disuadieron de venir a La Habana e intentar
subir a visitarlos.
–No, no han dado orden de desalojar el edificio, porque dicen que
vendrán a resolver el problema enseguida. Lo malo es que la electricidad
fluctúa y el agua llega gota a gota.
Los habitantes del gigantesco edificio respetaban al matrimonio, del que
sabían que tenía botella con las altas instancias de la Revolución y
además era buena gente.
Lola no pudo bajar a la compra, pero se apañó con unos boniatos y unas
libras de arroz. Luis no acudió a la cita que tenía con el dentista.
Los vecinos les pidieron permiso para hablar por su teléfono y avisar a
las familias de que los ascensores estaban pasajeramente fuera de servicio.
Al sexto día se reunieron varios vecinos en el rellano del piso
vigesimoctavo.
–Ya no queda pan y escasean las viandas. Hay algunos niños que necesitan
leche.
Se recolectó leche en polvo para ancianos y niños. Eran vecinos muy
solidarios.
Lola, para vigorizar la moral y para que no cundiera el derrotismo,
organizó una velada pianística. Interpretó música popular cubana y
española. Le siguieron ritmos de cabaret y música de películas. Cuando
estaba interpretando Stormy weather, alguien se puso malo y hubo que
avisar a los bomberos, única forma de intentar llegar hasta allá arriba.
Pero ni las escaleras más extensibles fueron capaces de alcanzar
aquellas alturas. Se bajó al enfermo hasta el piso diez, y allí se
hicieron cargo de él los servicios sociales. El enfermo hizo
declaraciones en los medios y dijo que dentro del edificio la moral era
alta y daba las gracias al apoyo mostrado por las autoridades.
–La situación es normal. Como la de un día cualquiera.
Parientes, amigos y familiares de los vecinos llamaban al ministerio
para interesarse por sus allegados. Un grupo de antiguos veteranos
internacionalistas solicitó una declaración formal. El portavoz del
ministerio los recibió amablemente.
–Se ha producido una situación –declaró, y no añadió adjetivo alguno–.
–Pero qué clase de cosa es esa, de qué situación usted habla.
Añadió que el significado de la palabra definía lo que ocurría en el
edificio, y que no había que sacar el problema del lugar que realmente
ocupaba. Por lo demás, entendía la preocupación de las familias y les
mantendría informados si la situación variaba.
La situación varió. Los residentes de la parte alta del gigantesco
edificio sufrían de escasez de provisiones, tanto de alimentos como de
medicinas. Había un mercado negro de boniatos y papas controlado por
vecinos de los pisos inferiores. Se rompió la solidaridad vecinal y cada
Comité de Defensa de la Revolución tiró por su lado. Se produjeron
altercados entre los pisos decimocuarto y vigesimoctavo.
–Los del piso 28 siempre han sido antisociales y mercenarios.
Se pretendieron organizar actos de repudio contra el piso 28, pero todo
el vecindario estaba fatigado, hambriento, y cada uno se buscaba la vida
por su cuenta. La convocatoria fue poco seguida, sólo unos pocos
vociferaron por la escalera y por el hueco del ascensor, abismal e incierto.
Lo peor llegó un mes más tarde, por culpa de las basuras acumuladas a la
puerta de los apartamentos. Porque mal que bien, algo de comer siempre
se encontraba en el comercio clandestino, pero los detritus se iban
depositando en los domicilios y luego sacados a los rellanos, y allí se
quedaban sin que nadie pudiera recogerlos y llevarlos al basurero.
Primero llegaron las moscas y luego las ratas, que salieron de las
cloacas y treparon por los cables inactivos de los elevadores gracias a
sus uñas afiladas. Curiosamente, según relataron luego algunos vecinos,
el mal olor al principio era insoportable, pero después se llegaron a
acostumbrar de tal manera que, cuando la llamada a secas "situación"
terminó, echaron de menos aquella corrupción olfativa y algunos quedaron
enganchados para siempre, como otros se quedan colgados de la cocaína o
la marihuana.
Los vecinos más razonables, entre ellos Lola y Luis, que en las peores
circunstancias guardaron siempre una actitud cívica y solidaria, sacaban
las basuras a la azotea, por lo menos así no se contaminaba el interior
del edificio. Allí se gozaba de la brisa marina y se contemplaba el
Morro, el Malecón y las diminutas figuras de sus conciudadanos yendo y
viniendo. ¿Se habrían olvidado de ellos? ¿Sus hijos, nietos, amigos,
compañeros se acordarían de los antiguos habitantes del cielo habanero?
Los hijos de Lola y Luis fueron a ver al ministro de la Industria
Sideromecánica. Ellos tenían acceso a esas instancias por su posición
social y su prestigio personal.
El ministro no les ocultó las dificultades.
–Se ha producido una situación, amigos.
–Ah, bueno, entonces… Pero ¿a qué se refiere?
–A todo y a nada. Una situación es un estado de cosas.
Luego, para tranquilizarlos, les dijo que no se había producido ningún
fallecimiento ni enfermedad grave.
Atraídas por las basuras depositadas en la azotea, las auras tiñosas
empezaron a sobrevolar la zona. Planeaban, enlutadas y solemnes, sobre
las alturas del edificio. Su cabeza roja y sus ojos inyectados en sangre
acechaban el momento oportuno para devorar los restos del edificio. Lola
y Luis no se molestaban en ahuyentarlas. Sabían que las auras son
persistentes, pacientes e inasequibles a los seres humanos. Vuelan sin
gritos ni aspavientos, sin más ruido que el del viento en sus alas enormes.
Luis abrazó a Lola. Eran dos ancianos atrapados entre el mar libre,
rizado, y el cielo poblado de aves funerales.
–Resistir es vencer –dijo Luis–.
El oro del tiempo
En La Habana, el reparto de Cubanacán se encuentra en una zona de
palmeras y lagos, cerca de clubes náuticos y antiguas casas de habaneros
ricos. El vecino mar no se puede ver, pero llega el viento, unas veces
convertido en brisa y otras en fiero norte. Allí tienen su residencia
los diplomáticos; hay casas deterioradas y caídas que antiguamente
fueron mansiones de yanquis rojos como camarones y de asturianos de
chaleco blanco y eterno puro en la boca. Algunas se han renovado para
albergar dignatarios y visitantes extranjeros. Las columnas de jaspe se
han vuelto a levantar y se han limpiado los patios de matojos y
desperdicios. Los vecinos ocasionales, los que vinieron de llegaipón y
aquimequedo, han sido expulsados, con sus cerdos clandestinos y sus
gallinas contrarrevolucionarias. Todos fuera, llegó el Comandante y
mandó a parar. En muchos casos son gente de Oriente, emigrados de
aquellas regiones por la sequía, la escasez, la falta absoluta de
trabajo y, como en todo el país, por unos sueldos de hambre. La
presencia de santiagueros en La Habana se manifiesta cuando se juega la
Serie Nacional en el Estadio Latinoamericano. La gente de los graderíos
apoya y jalea al equipo de Santiago de Cuba en vez de al equipo
habanero, el Industriales.
En Cubanacán se encuentra el Palacio de las Convenciones, un edificio
moderno y cómodo para reuniones de importancia, nacionales e
internacionales. Allí estaban presentes los personajes de la corta
historia que les estoy contando. Se trataba de una reunión sobre las
condiciones de vida en el reparto de Santa Fe, al otro lado del río
Jaimanitas. Allí estaba el compañero Nieves Martínez, alto, oscuro,
serio y sigiloso. No tendría veinte años, pero ya estaba en el limbo de
la ilegalidad, había sido expulsado del llegaypon en que vivían y
esperaba ser deportado hacia las tinieblas exteriores, o sea devuelto a
Oriente. En Santa Fe vendía pan a domicilio. El pan estaba hecho con la
harina sustraída a las panaderías del Estado. Había que pagar al
panadero y, además, a los inspectores que controlaban la harina del
panadero. Y había que correr el riesgo de que los propios inspectores le
denunciaran. Entonces habría que pagar a los inspectores superiores que
controlaban a los inspectores inferiores. Probé el pan, una flauta
alargada y recién hecha. Estaba bueno. Medio dólar la flauta, o diez pesos.
–Pero –le dije a Nieves– eso es el precio oficial.
–Sí, no te estoy cobrando el pan. Te cobro la historia, Manuel.
Nieves, el vendedor de pan blanco, estaba, pues, en aquel famoso centro
de convenciones, en el que nunca falta la luz eléctrica ni el aire
acondicionado. Un lugar extraño para un negro ilegal. La reunión se
prolongaba horas y horas, porque todo el mundo quería hablar y contar su
caso. Las discusiones iban subiendo de tono, los presentes habían sido
animados a hablar sin cortapisas. Al principio tuvieron mucho cuidado
con lo que decían, pero luego habían perdido el miedo y vomitaron de
todo contra el Gobierno, evitando siempre nombrar "al que tú sabes", a
"él". Nieves estaba de pie, cerca de la tribuna de oradores, apoyado en
uno de los altavoces del escenario. Ya eran las doce de la noche y la
reunión se había desmadrado tanto que resultaba incontrolable por parte
del comité del Partido de La Habana. Y en esto llegó "él". Vestido con
uniforme verde oliva, la gorra en la cabeza y la mirada escrutadora y
viva, como si en vez de mirar a todos, los mirara a cada uno. Se destocó
y se sentó a un lado de la mesa, desdeñando la presidencia de la
reunión. Habló y habló ante un auditorio callado y expectante. Dio la
razón a los más protestones, y dijo que había que ir más lejos aún en la
crítica a los dirigentes. Pidió perdón por las faltas, los errores y
también explicó los problemas que en ese momento sufría el Tesoro
Nacional Cubano.
–Estamos haciendo una colecta para la entrega voluntaria de alianzas,
joyas, monedas… en fin, todas esas cosas que a veces se guardan en un
cajón y no le sirven a nadie.
De vez en cuando preguntaba a alguno de los presentes de dónde era, a
qué equipo pertenecía, a qué se dedicaba allá en Santiago, o en Baracoa,
o en Guantánamo. De pronto se fijó en Nieves, o más precisamente en el
brazo derecho de Nieves, que tenía apoyado en el borde del escenario,
junto a sus botas. El Comandante Fidel Castro se inclinó como si se le
hubiera caído algo por el suelo. Y, con un movimiento rápido, agarró por
la muñeca a Nieves. Nieves se quedó más sorprendido que asustado.
–¿Qué es eso que llevas ahí?
–Ah, es una pulsa, nada, un recuerdo, una cosa sin verdadera importancia.
–¿No es de oro?
–Sí, Comandante, creo que sí.
–¿La entregarías para el Tesoro Nacional?
Nieves se cuadró, y exclamó con voz firme:
–¡Comandante en jefe, ordene!
Nieves se quitó el brazalete y se lo entregó al Comandante, quien se lo
guardó tranquilamente en un bolsillo de la guerrera.
Nieves no volvió a prestar atención a las palabras que Castro siguió
desgranando a lo largo de la velada. Sentía la vibración de los
altavoces en su cuerpo y el retumbo de las frases.
Un amigo se le acercó y le dijo, al verle pálido y cariacontecido:
–Nada, hombre, seguro que es una broma… ya verás.
–No, si es que la pulsera fue un regalo de mi padre, sólo es eso, no es
que no quiera contribuir.
Permaneció todo el tiempo en el mismo sitio, parecía estar
progresivamente triste.
–Es la sola cosa que conservo de mi padre. Es lo que me queda del viejo.
La reunión se terminó. El Comandante bajó del estrado y pasó al lado de
Nieves. No le miró y éste comprendió que lo de la pulsera iba en serio.
Quizá se trataba de una prueba, de una comprobación, de averiguar su
grado de compromiso revolucionario. Podía dar por resultado un permiso
de residencia en La Habana, un trabajo, una botella, un premio.
Pero el Comandante se subió a su vehículo y los ayudantes cerraron la
puerta del carro. En esto se baja la ventanilla y escucha la voz de
Fidel que le llama.
–Oye, muchacho.
Nieves se acerca, algo va a ocurrir, no se reclama a un negro ilegal así
como así, para nada.
El Comandante se quitó su Rolex de la muñeca y lo puso en la que Nieves
había llevado el brazalete de oro.
–Mira, compañero, esto por lo menos da la hora. Que lo disfrutes.
El coche oficial partió y nuestro amigo se quedó con el valioso reloj,
sin hacer ningún ademán ni de agradecimiento ni de devolución.
Hoy Nieves Martínez vive en los Estados Unidos, en una ciudad de
Florida. Sigue siendo ilegal, no tiene papeles y rehúye encontrarse con
agentes de policía. Conserva el Rolex sin mentar su procedencia. No es
difícil imaginárselo mirando la esfera de números romanos del llamado
reloj de los líderes. Si la policía lo detiene, pensarán que es robado.
Pero el reloj es suyo, y, además, la hora es la misma aquí y allá, en
Cuba y en Florida.
Carne fresca
Estábamos fumando en el porche, tras la comida, quietos lo más posible
por el calor. No se movía una hoja. Seríamos seis o siete, más los
anfitriones, que eran los tabaqueros. Toda una familia de padre, hijos,
nueras, yernos y niños de pecho. Los niños se habían quedado dormidos y
las mujeres habían desaparecido con ellos en el interior de la vivienda.
El viejo hablaba poco, sólo fumaba aquel tabaco suyo que era famoso en
el mundo entero. Al otro lado del camino se podía entrever la
plantación, tras una finísima malla protectora. El aire era caliente y
pastoso, con perfume a habano, café y tierra húmeda. Estábamos en la
Vega de don Alejandro, a 180 kilómetros al oeste de La Habana, envueltos
en volutas de humo blanco y en una conversación con silencios de ángel.
De pronto llegó la noticia de la muerte de una res en el campo vecino.
Había fallecido de muerte natural, pero su deceso tenía que ser
certificado por el veterinario. En Cuba, sacrificar una res sin permiso
acarrea una pena de entre cuatro y diez años de cárcel. Así que el
vaquero estaba muy preocupado, más por la sospecha que se cernía sobre
él que por la muerte de la propia vaca. Necesitaba la presencia del
veterinario, pero éste, mira tú por dónde, estaba fuera, en La Habana,
en el entierro de un familiar.
La carne de vacuno cotiza a cinco dólares el kilo en el mercado negro,
más que la langosta. Es una de las actividades delictivas más
perseguidas en Cuba. Algunas de las reses son ejecutadas al paso del
tren, simulando un atropello ferroviario. Pero realmente el animal ha
sido previamente atado a las vías. Después, ancas, patas, costillares y
todo lo demás desaparece en pocos minutos. Por eso el vaquero de la
finca estaba tan nervioso. Él no tenía la culpa, pero sólo el
veterinario podría demostrarlo. Mientras no apareciera, el cadáver
permanecería allí, intocable como el de una vaca india.
Como el vaquero era ahijado de don Alejandro, la tertulia de sobremesa
se trasladó al vecino campo. Contemplamos el cadáver de la res, una
novilla apenas núbil, de pelo marrón y blanco, de carnes tan tiernas
como apetitosas. ¡Es tan difícil conseguir un buen filete en Cuba! Pero
nadie podía disponer de su carne sin permiso oficial. La tertulia de
sobremesa se transformó en un velatorio, en espera del veterinario.
Corrió el ron y el buen tabaco, mientras el ojo vacuno en el que yo
tenía fijados los míos se iba nublando como una tarde con amenaza de lluvia.
Uno de los comensales cubanos era y es músico de fama. Me contó las
penurias de sus primeros años, cuando sus canciones estaban prohibidas y
no tenía trabajo alguno fuera de componer, cantar y esquivar a la policía.
–¿Por cantar?
–No, por el mercado negro –dijo en voz baja–.
Fuimos paseando por el camino de tierra. A uno de los lados estaban las
pequeñas plantaciones de tabaco, protegidas por gasas y mimadas por los
cultivadores. Al otro lado había casas de un solo piso, pintadas de azul
celeste, y algunas camionetas de reciente importación. Más allá pastaban
tres o cuatro vacas y un toro de largos cuernos. Al animal le había
brotado una especie de barba blanca, y más bien parecía un chivo gigantesco.
Mi amigo continuó:
–Yo tenía tres hijos pequeños, en la casa éramos cinco bocas que
alimentar. Había que arriesgar.
Me contó que entonces vivía en La Habana, entre el puerto y unas
antiguas galleterías, por Luyanó.
–Allí hay un matadero de reses –dijo bajando otra vez el tono, aunque no
nos podía oír nadie–.
Mi hoy famoso amigo extendía sus actividades por La Víbora y Santos Suárez.
–¿Santos Suárez? Me gusta mucho ese barrio –dije yo–.
Las operaciones clandestinas se efectuaban en combinación con un
matarife de la calzada de Diez de Octubre. A la hora convenida, siempre
de noche, el operario municipal tiraba las piezas de carne por encima de
los muros. Mi amigo, con su viejo Lada, las recogía rápidamente. Pero,
naturalmente, no podía guardarlas en su casa. Primero, por temor a la
delación de los vecinos; segundo, porque si no le delataban, al menos
querrían su porción de carne.
–Eran muchos vecinos, Manuel. Y no habían probado más carne que la de
picadillo.
El picadillo, carne molida enriquecida con soja, es una pulpa de aspecto
tan inquietante como una amenaza biológica extraterrestre. Con un kilo
de carne de cualquier parte del animal se pueden llegar a fabricar
varios de picadillo. Es el producto vacuno que se distribuye por la
cartilla de racionamiento.
Mi amigo sacaba las piezas grandes del Lada –que quedaba tan
ensangrentado como si allí se hubiera cometido un asesinato– y las
troceaba con un machete cañero. Después las iba almacenando en casas de
confianza: mujeres de la vida, policías corruptos, travestís y así.
Después la ofrecía a los clientes bajo palabra. Era un muchacho serio y
creían en él. Le compraban si vacilar.
–Nunca tuve una queja, una reclamación, nada.
Una vez apalabrado el solomillo, el lomo, la babada o los entresijos, mi
amigo volvía a la casa del receptador, en cuyo frigorífico se guardaba
el apetecido trozo. Después hacía la entrega a domicilio.
–Yo entonces era un marginal, un antisocial. No estoy orgulloso de lo
que hacía. Tampoco arrepentido.
Pasó revista a calles y parques de Santos Suárez y de La Víbora en que
tenía clientes.
–También hay cines. Ya no proyectan películas. La realidad se ha colado
dentro de las salas. Han hecho habitaciones con cartones y alambres.
Vive gente de aspecto patibulario, más marginales de lo que yo fui.
Terminamos el paseo. Volvimos a la finca. Ya había anochecido y el
veterinario aún no se había presentado. Nadie tenía ni idea de cuándo lo
haría. Se le habían dejado varios recados. Contestó los avisos por medio
de un cuñado, quien dijo de su parte que prometía resolver el caso lo
antes posible.
Aquí, en la finca, ya nadie parecía tener prisa. Como todos los
velatorios, el de la res se había vuelto festivo e interminable. La
carne, fresca aún, no iba a ser ni comida ni enterrada. Se estropearía
en poco tiempo, no tendría un final glorioso en un festín popular, ni
tampoco un funeral solemne. Se quedaría allí días y días, entre puros y
café, pudriéndose bajo el sol y las promesas.
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