2009-06-19. Revista Perspectiva, No. 20, Bogotá, Colombia
Carlos Alberto Montaner, Periodista y Escritor
(www.miscelaneasdecuba.net).- El liberalismo parte de una hipótesis
filosófica, casi religiosa, que postula la existencia de derechos
naturales que no se pueden conculcar porque no se deben al Estado ni a
la magnanimidad de los gobiernos, sino a la condición especial de los
seres humanos.
Esa es la piedra angular sobre la que descansa todo el edificio teórico,
y se les atribuye a los estoicos y al fundador de esa escuela, Zenón de
Citia, quien defendió que los derechos no provenían de la fratría a la
que se pertenecía o de la ciudad en la que se había nacido, sino del
carácter racional y diferente de las demás criaturas que poseen las
personas.
Antes de definir qué es el liberalismo, qué es ser liberal y cuáles son
los fundamentos básicos en los que coinciden los liberales, es
conveniente advertir que no estamos ante un dogma sagrado, sino frente a
varias creencias básicas deducidas de la experiencia y no de hipótesis
abstractas, como ocurría, por ejemplo, con el marxismo.
Esto es importante establecerlo ab initio, porque se debe rechazar la
errada suposición de que el liberalismo es una ideología. Una ideología
es siempre una concepción del acontecer humano, de su historia, de su
forma de realizar las transacciones, de la manera en que deberían
hacerse, concepción que parte del rígido criterio de que el ideólogo
conoce de dónde viene la humanidad, por qué se desplaza en esa dirección
y hacia dónde debe ir.
De ahí que toda ideología, por definición, sea un tratado de «ingeniería
social», y cada ideólogo sea, a su vez, un «ingeniero social». Alguien
consagrado a la siempre peligrosa tarea de crear «hombres nuevos»,
personas no contaminadas por las huellas del antiguo régimen. Alguien
dedicado a guiar a la tribu hacia una tierra prometida cuya ubicación le
ha sido revelada por los escritos sagrados de ciertos «pensadores de
lámpara», como llamara José Martí a esos filósofos de laboratorio en
permanente desencuentro con la vida.
Sólo que esa actitud, a la que no sería descaminado calificar como
moisenismo, lamentablemente suele dar lugar a grandes catástrofes, y en
ella está, como señalara Popper, el origen del totalitarismo. Cuando
alguien disiente, o cuando alguien trata de escapar del luminoso y
fantástico proyecto diseñado por el «ingeniero social», es el momento de
apelar a los paredones, a los calabozos y al ocultamiento sistemático de
la verdad. Lo importante es que a los libros sagrados, como sucedía
dentro del método escolástico, nunca los desmientan.
Un liberal, en cambio, lejos de partir de libros sagrados para reformar
a la especie humana y conducirla al paraíso terrenal, se limita a
extraer consecuencias de lo que observa en la sociedad, y luego propone
instituciones que probablemente contribuyan a alentar la ocurrencia de
ciertos comportamientos benéficos para la mayoría.
Un liberal ha de someter su conducta a la tolerancia de los demás
criterios y debe estar siempre dispuesto a convivir con lo que no le
gusta. Un liberal no sabe hacia dónde marcha la humanidad y no se
propone, por tanto, guiarla a sitio alguno. Ese destino tendrá que
forjarlo libremente cada generación, de acuerdo con lo que en cada
momento le parezca conveniente hacer.
Al margen de las advertencias y actitudes consignadas con anterioridad,
una definición de los rasgos que perfilan la cosmovisión liberal debe
comenzar por una referencia al constitucionalismo.
En efecto, John Locke, a quien pudiéramos calificar como «padre del
liberalismo político», tras contemplar los desastres de Inglaterra a
fines del siglo XVII, cuando la autoridad real británica absoluta entró
en su crisis definitiva, dedujo que, para evitar las guerras civiles, la
dictadura de los tiranos, o los excesos de la soberanía popular, era
conveniente fragmentar la autoridad en diversos «poderes», además de
depositar la legitimidad de gobernantes y gobernados en un texto
constitucional que salvaguardara los derechos inalienables de las
personas, dando lugar a lo que luego se llamaría un Estado de derecho.
Es decir, una sociedad racionalmente organizada, que dirime
pacíficamente sus conflictos mediante leyes imparciales que en ningún
caso pueden conculcar los derechos fundamentales de los individuos. Y no
andaba descaminado el padre Locke: la experiencia ha demostrado que las
25 sociedades más prósperas y felices del planeta son, precisamente,
aquellas que han conseguido congregarse en torno a constituciones que
presiden todos los actos de la comunidad y garantizan la transmisión
organizada y legítima de la autoridad mediante consultas democráticas.
Otro liberal inglés, Adam Smith, siguió el mismo camino deductivo un
siglo más tarde para inferir su predilección por el mercado. ¿Cómo era
posible, sin que nadie lo coordinara, que las panaderías de Londres –en
ese entonces el 80% del gasto familiar se dedicaba a comprar pan?
supiesen cuánto pan producir, de manera que sólo se horneara la harina
de trigo requerida para no perder ventas o para no llenar los anaqueles
de inservible pan viejo?
¿Cómo se establecían precios más o menos uniformes, sin la mediación de
la autoridad? ¿Por qué los panaderos, en defensa de sus intereses
egoístas, no subían el precio del pan ilimitadamente y se aprovechaban
de la perentoria necesidad de alimentarse que tenía la clientela?
Todo eso lo explicaba el mercado. El mercado era un sistema autónomo de
producir bienes y servicios, no controlado por nadie, que generaba un
orden económico espontáneo, impulsado por la búsqueda del beneficio
personal, pero autorregulado por un cierto equilibrio natural provocado
por las relaciones de conveniencia surgidas de las transacciones entre
la oferta y la demanda.
Los precios, a su vez, constituían un modo de información. Los precios
no eran «justos» o «injustos», simplemente eran el lenguaje con que
funcionaba ese delicado sistema, múltiple y mutante, con arreglo a los
imponderables deseos, necesidades e informaciones que mutua e
incesantemente se transmitían los consumidores y productores.
Ahí radicaban el secreto y la fuerza de la economía capitalista: en el
mercado. Y mientras menos interfirieran en él los poderes públicos,
mejor funcionaría, puesto que cada interferencia, cada manipulación de
los precios, creaba una distorsión que, por pequeña que fuera, afectaba
a todos los aspectos de la economía.
Otro de los principios básicos que aúnan a los liberales es el respeto
por la propiedad privada. Actitud que no se deriva de una concepción
dogmática contraria a la solidaridad como suelen afirmar los adversarios
del liberalismo, sino de otra observación extraída de la realidad y de
disquisiciones asentadas en la ética: al margen de la manifiesta
superioridad para producir bienes y servicios que se aprecia en el
capitalismo cuando se lo contrasta con el socialismo, donde no hay
propiedad privada no existen las libertades individuales, pues todos
estamos en manos de un Estado que nos dispensa y administra
arbitrariamente los medios para que subsistamos (o perezcamos).
El derecho a la propiedad privada, por otra parte, como no se cansó de
escribir Murray N. Rothbard siguiendo de cerca el pensamiento de Locke,
se apoyaba en un fundamento moral incontestable: si todo hombre, por el
hecho de serlo, nacía libre, y si era libre y dueño de su persona para
hacer con su vida lo que deseara, la riqueza que creara con su trabajo
le pertenecía a él y a ningún otro.
¿En qué más creen los liberales? Obviamente, en el valor básico que le
da nombre y sentido al grupo: la libertad individual. Libertad que se
puede definir como un modo de relación con los demás en el que la
persona puede tomar la mayor parte de las decisiones que afectan su vida
dentro de las limitaciones que dicta la realidad.
Le toca decidir las creencias que asume o rechaza, el lugar en el que
quiere vivir, el trabajo o la profesión que desea ejercer, el círculo de
sus amistades y afectos, los bienes que adquiere o que enajena, el
«estilo» que desea darle a su vida y –por supuesto, la participación
directa o indirecta en el manejo de eso a lo que se llama «la cosa pública».
Esa libertad individual está, claro, indisolublemente ligada a la
responsabilidad individual. Un buen liberal sabe exigir sus derechos,
pero no rehúye sus deberes, pues admite que se trata de las dos caras de
la misma moneda. Los asume plenamente, pues entiende que sólo pueden ser
libres las sociedades que saben ser responsables, convicción que debe ir
mucho más allá de una hermosa petición de principios.
¿Qué otros elementos liberales, en verdad fundamentales, habría que
añadir a este breve inventario? Pocas cosas, pero acaso muy relevantes:
un buen liberal tendrá perfectamente clara cuál debe ser su relación con
el poder. Es él, como ciudadano, quien manda, y es el gobierno el que
obedece. Es él quien vigila, y es el gobierno el que resulta vigilado.
Los funcionarios, elegidos o designados, da exactamente igual, se pagan
con el dinero del erario, lo que automáticamente los convierte –o los
debiera convertir– en servidores públicos sujetos al implacable
escrutinio de los medios de comunicación, y a la auditoría constante de
las instituciones pertinentes.
Por último: la experiencia demuestra que es mejor fragmentar la
autoridad, para que quienes tomen decisiones que afecten a la comunidad
estén más cerca de los que se vean afectados por esas acciones. Dicha
proximidad suele traducirse en mejores formas de gobierno.
De ahí la predilección liberal por el parlamentarismo, el federalismo o
la representación proporcional, y de ahí el peso decisivo que el liberal
defiende para las ciudades o municipios. De lo que se trata es de que
los poderes públicos no sean más que los necesarios, y que la rendición
de cuentas sea mucho más sencilla y transparente.
¿Qué creen, en suma, los liberales? Vale la pena concretarlo ahora de
manera sintética. Los liberales sostenemos ocho creencias fundamentales
extraídas, insisto, de la experiencia, y todas ellas pueden recitarse
casi con la cadencia de una oración laica:
• Creemos en la libertad y la responsabilidad individuales como valores
supremos de la comunidad.
• Creemos en la importancia de la tolerancia y en la aceptación de las
diferencias y la pluralidad como virtudes esenciales para preservar la
convivencia pacífica.
• Creemos en la existencia de la propiedad privada, y en una legislación
que la ampare, para que ambas libertad y responsabilidad se puedan
ejercer realmente.
• Creemos en la convivencia dentro de un Estado de derecho regido por
una Constitución que salvaguarde los derechos inalienables de la
persona, y en la que las leyes sean neutrales y universales para
fomentar la meritocracia y que nadie tenga privilegios.
• Creemos en que el mercado un mercado abierto a la competencia y sin
controles de precios es la forma más eficaz de realizar las
transacciones económicas y de asignar recursos. Al menos, mucho más
eficaz y moralmente justa que la arbitraria designación de ganadores y
perdedores que se da en las sociedades colectivistas, diseñadas por
"ingenieros sociales" y dirigidas por comisarios.
• Creemos en la supremacía de una sociedad civil formada por ciudadanos,
no por súbditos, que voluntaria y libremente segrega cierto tipo de
Estado para su disfrute y beneficio, y no al revés.
• Creemos en la democracia representativa como método para la toma de
decisiones colectivas, con garantías de que los derechos de las minorías
no sean atropellados.
• Creemos en que el gobierno mientras menos, mejor, siempre compuesto
por servidores públicos, totalmente obediente a las leyes, debe rendir
cuentas con arreglo a la ley y estar sujeto a la inspección constante de
los ciudadanos.
Quien suscriba estos ocho criterios es un liberal. Se puede ser un
convencido militante de la escuela austríaca fundada por Carl Menger; se
puede ser ilusionadamente monetarista, como Milton Friedman, o
institucionalista, como Ronald Coase y Douglass North; se puede ser
culturalista, como Gary Becker y Larry Harrison; se puede creer en la
conveniencia de suprimir los «bancos de emisión», como Hayek, o predicar
la vuelta al patrón oro, como prescribía Mises.
Se puede pensar, como los peruanos Enrique Ghersi o Álvaro Vargas Llosa,
neorrusonianos sin advertirlo, en que cualquier forma de instrucción
pública pudiera llegar a ser contraria a los intereses de los
individuos; o se puede poner el acento en la labor fiscalizadora de la
«acción pública», como han hecho James Buchanan y sus discípulospero
esas escuelas y criterios sólo constituyen los matices y las opiniones
de un debate permanente que existe en el seno del liberalismo, no la
sustancia de un pensamiento liberal muy rico, complejo y variado, con
varios siglos de existencia enriquecida de forma constante, ideario que
se fundamenta en la ética, la filosofía, el derecho y, naturalmente, en
la economía.
Lo básico, lo que define y unifica a los liberales, más allá de las
enjundiosas polémicas que pueden contemplarse o escucharse en diversas
escuelas, seminarios o ilustres cenáculos del prestigio de la Sociedad
Mont Pélerin, son esas ocho creencias antes consignadas. Ahí está la clave.
EL CREDO LIBERAL - Misceláneas de Cuba (20 June 2009)
http://www.miscelaneasdecuba.net/web/article.asp?artID=21248
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