Antonio Sánchez García
martes, 09 de junio de 2009
José Miguel Insulza pasará al anecdotario menor por haber cumplido dos
muy dudosas proezas: haberle arrebatado a los lores una de las más
codiciadas presas de la justicia internacional, recién estrenada: el
retirado, ya decrépito y tembloroso dictador chileno Augusto Pinochet. Y
otra todavía más grotesca: regalarle un certificado de buena conducta al
moribundo dictador cubano Fidel Castro. La primera la cumplió como
amanuense de la extrema derecha chilena y sus fuerzas armadas, cuyo
respaldo le garantizara un puesto de honor en el cuadro de los
operadores políticos nacionales. La segunda, sirviendo de correveidile a
un teniente coronel que le garantizara la Secretaría General de la OEA y
muy posiblemente le agradecerá el inútil gesto con su reelección para un
segundo mandato.
De poco servirán ambas "buenas acciones". Bajo esta ominosa forma de
adhesión existencial a las dos más siniestras figuras de la infamante
historia de nuestras dictaduras, brillará la costra del oportunismo, la
inescrupulosidad y la sordidez que le caracteriza. Impidió el libre
ejercicio de la justicia en ambos casos, mientras encubre las
iniquidades que ahora mismo se cometen en América Latina contra los
principios hemisféricos que debía velar. Ha logrado así una suprema obra
de ingeniería política: servirle simultáneamente a Obama y a Raúl
Castro, a Hugo Chávez y a Lula da Silva. Al pinochetismo y a la
concertación. Un chef d'oeuvre.
Es el récord del ciudadano Insulza: servir a Dios y al diablo. Asunto
sólo posible en quien brincó del socialcristianismo a la
socialdemocracia. Una nalga en el cielo y la otra en el infierno. Un
ejemplo de oportunismo digno de la ciudad de Dios.
Mientras hace sus maromas diplomáticas contrabandeándonos las
violaciones del chavismo a la Carta Democrática, no es malo hacer un
poco de historia. Pues el jolgorio desatado entre las filas del post
castrismo continental quisiera llevar la prestidigitación histórica al
extremo de olvidar los hechos y exigirle a la OEA excusas por lo que los
funcionarios rojo rojitos se apresuran a bautizar como una injusticia
centenaria. Ahora resulta que los pecados los cometió la OEA, no Fidel
Castro. ¡Vaya manera de reinterpretar la historia!
Comencemos por poner las cosas en su sitio. Cuando el 31 de enero de
1962 la OEA marginó en Punta del Este al régimen castrista de la
comunidad hemisférica de naciones, Cuba vivía el furor revolucionario,
había abrazado la causa del marxismo-leninismo, se adhería en cuerpo y
alma al bloque soviético y no sólo se prestaba a servir de plataforma al
expansionismo sino-soviético sino que ponía toda su capacidad ofensiva
-ya montaba uno de los ejércitos más poderosos del planeta- en
intervenir en los asuntos internos de sus vecinos, derrocar sus
regímenes democráticamente electos e incorporar la región a la esfera de
influencias del comunismo internacional. Poniendo en la mira de sus
invasores en primer lugar la recién estrenada democracia venezolana, en
manos de Rómulo Betancourt y el Pacto de Punto Fijo. Es más: por esos
mismos meses expertos misilísticos soviéticos montaban las plataformas
de lanzamiento de cohetes dotados de ojivas nucleares con suficiente
alcance como desatar una conflagración nuclear de efectos devastadores
sobre los Estados Unidos, América Central y el Caribe.
En efecto, el 22 de octubre de ese mismo año el presidente
norteamericano John F. Kennedy se dirigía a su nación para ponerla en
conocimiento del grave acontecimiento y se daba inicio a la más grave
crisis vivida por el mundo después de la Segunda Guerra mundial hasta el
día de hoy: la crisis de los misiles. Castro no se andaba con chiquitas.
La OEA le había quedado pequeña, había optado por meterse en las patas
de los caballos y apostó su vida y su isla al temido enfrentamiento
nuclear. Jrushchov debió atarle las manos, que si por Castro hubiera
sido no le hubiera temblado el pulso en desatar la más espantosa guerra
imaginable. Lo ha confesado con la mayor impudicia: estuvo a punto de
pulsar el botón rojo del ataque nuclear contra los Estados Unidos.
Más que el delirio desenfrenado de un megalómano planetario -comparado
con cuyo talento y astucia su epígono venezolano es una alpargata
insignificante- pudo la racionalidad y la sensatez de los dos
principales líderes políticos mundiales, Kennedy y Jrushchov. Le
cortaron las alas de común acuerdo, ante lo cual se volcó al entonces
llamado tercer mundo. Castro decidió intervenir en América Latina sobre
dos ejes esenciales: Venezuela y Bolivia. Y servir de carne de cañón al
expansionismo soviético en África.
Constituye una vergüenza sin nombre que un militar venezolano, su
gobierno y consecuentemente sus Fuerzas Armadas canten victoria ante el
levantamiento de esa merecida y necesaria sanción, pues Cuba, no
satisfecha con la imposibilidad de desatar la tercera conflagración
mundial apuntó toda la furia de sus cañones hacia la conquista de
América Latina y en primer lugar de nuestro país, escogido como
plataforma de desembarco de una vasta operación político militar que
debía derrocar su gobierno democrático y constitucional, asaltar el
poder, apropiarse de su petróleo y desde aquí extender la red de la
penetración en el continente a través de Colombia (las FARC ya
comenzaban sus andanzas), Ecuador, Perú, Bolivia -en donde ya se
encontraba el Che Guevara- hasta Chile, pronta a caer en manos de
Salvador Allende y la Unidad Popular. La estrategia: el foquismo de las
guerrillas. El propósito: dictaduras proletarias, es decir,
totalitarias. Una política diametralmente antagónica a la de las
naciones que conformaban la OEA. La cohabitación fue impedida por Cuba,
no por la OEA. Quien quiera enterarse de primera fuente, puede recurrir
al libro que escribiéramos con Héctor Pérez Marcano: La invasión de Cuba
a Venezuela. De Machurucuto a la revolución bolivariana, El Nacional, 2007.
Castro se lanzó a esa aventura en cuanto supo que Rómulo Betancourt
sería un muro infranqueable a sus delirantes pretensiones. Dio su
respaldo y azuzó las dos sangrientas asonadas cuarteleras dirigidas por
el Partido Comunista venezolano con la colaboración del MIR y sectores
insurgentes de las propias Fuerzas Armadas -semilla de quienes hoy
gobiernan- contra su gobierno: los cuartelazos de Carúpano y Puerto
Cabello (mayo y junio de 1962), que provocaran centenas de muerte y una
profunda conmoción nacional. Ante el fracaso estrepitoso de ambos
cuartelazos, Fidel Castro envió cuatro toneladas de armas para proveer
al PCV y al MIR con el fin de sabotear las elecciones presidenciales de
diciembre de 1963. Ante el inmenso fracaso de esa operación -más del 90%
del electorado participó en los comicios que le dieron la victoria a
Raúl Leoni- propició entonces la guerra de guerrillas que consumiría
toda una generación de militantes revolucionarios, entorpecería de
manera dramática la estabilidad institucional, costaría la vida de
centenas de venezolanos y terminaría con el hecho más bochornoso de esa
izquierda extrema: subordinarse al comando de Fidel Castro y aliarse a
tropas invasoras cubanas para atropellar nuestra soberanía y asesinar
civiles y militares venezolanos. De esos polvos salieron estos lodos:
levantan la sanción a Cuba cuando el cáncer se ha enquistado en Venezuela.
Pocos meses después de superada la crisis de los misiles Betancourt le
escribía a Kennedy previniéndolo del golpismo latinoamericano de uno y
otro signo y de la obligación de los EE UU en contribuir a fortalecer
nuestras precarias democracias: "Si esta pesadilla de los golpes de
Estado continúa, con el añadido de la proclamación de la tesis de Foster
Dulles de que sus ejecutores tienen 'sentido de misión', anteveo con
lucidez lo que va a suceder dentro de diez, dentro de quince o dentro de
veinte años. Lo que va a suceder es lo mismo que sucedió en Cuba; que
los pueblos terminarán por eliminar a las Fuerzas Armadas regulares,
minadas y anarquizadas por las pugnas y ambiciones políticas entre sus
integrantes. Detrás de ello vendría el caos o el totalitarismo, rojo o
negro, porque es un lugar común pero válido el afirmar que sólo pueblos
confiados en el ejercicio del voto y en la vigencia del sistema
representativo de gobierno, y Fuerzas Armadas apolíticas y
profesionales, es lo que puede garantizar una evolución normal y
progresiva de los países de América Latina... Lo que está en juego es la
proliferación o no en esta parte del continente de formas de gobierno,
si no idénticas, muy parecidas en su mentalidad y reacciones a lo que
existe en Cuba".
No son 20: son 46 los años transcurridos desde esta premonitoria
visión de nuestro presente. Estas palabras son hoy tan vigentes como
cuando fueran escritas al fragor de un combate que por lo menos nuestro
país creyó resuelto para siempre. Jamás habrá imaginado Rómulo
Betancourt que un militar venezolano, heredero de aquellos cazadores que
le propinaron una derrota estratégica al castrismo, traicionaría su
juramento para torcer el destino democrático de su magnífica
construcción histórica y pondría las Fuerzas Armadas al servicio de
montar en Venezuela un sistema de gobierno "si no idéntico, muy parecido
en su mentalidad y reacciones a lo que existe en Cuba". Su propio
harakiri. Mucho menos que alguno de sus más distinguidos compañeros en
la construcción de la democracia venezolana serviría la alfombra roja
con que ese militar asaltaría el poder para implantar un régimen como el
cubano.
En esa misma misiva a Kennedy, Betancourt expresaría el fundamento de
su accionar como hombre público: "Me ha guiado la creencia de que en
política internacional hay un mínimo de ética que respetar". Una
creencia ejemplar que, para desgracia de la OEA, no parece guiar los
pasos de su secretario general.
www.correodelcaroni.com - CUBA, LA OEA Y NOSOTROS/Antonio Sánchez García
(9 June 2009)
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