Por Gerardo E. Martínez-Solanas *
Columnista
E.U.
La Nueva Cuba
Enero 12, 2008
La democracia es un concepto básico que implica el consenso de los
gobernados para otorgarle un mandato administrativo a sus gobernantes.
Un mandato que, en una democracia auténtica, se modifica con las
circunstancias cambiantes y evoluciona de conformidad con la voluntad de
los gobernados. Una voluntad que surge del consenso nacional necesario
para el mantenimiento de un estado de derecho, pero que se manifiesta
mediante mecanismos de consulta popular en las cuestiones cotidianas que
deben resolverse por decisión mayoritaria.
Pero esto no basta para estructurar el Estado encargado de cumplir su
función democrática ni para planificar una estrategia de gobierno que
cumpla con el mandato recibido. Por eso las democracias son una
manifestación pluralista que lleva apellidos reconocibles. Quienes
pretenden limitar el concepto democrático quitándole sus apellidos, la
adulteran. Sencillamente conciben una sola posibilidad democrática que,
por supuesto, es interpretada a su manera.
La democracia, por su propia naturaleza, es un proceso caracterizado por
una enorme diversidad. Tan diversa como grupos humanos puedan existir
con diferentes circunstancias, necesidades y aspiraciones. Son los
regímenes absolutistas, autoritarios, teocráticos, totalitarios o
dictatoriales los que a través de la historia adolecen del mismo patrón
nefasto de centralización del poder.
Los sistemas democráticos, por el contrario, cuanto más lo son, mayor es
su tendencia a la descentralización. La historia nos demuestra su
evolución en esa dirección.
Al clasificar su evolución, surgen los muchos apellidos que le aplicamos
o le hemos aplicado: directa, presidencialista, parlamentaria,
semiparlamentaria, corporativa, plebiscitaria, popular, y otras diversas
calificaciones, todas las cuales, a su vez, se subdividen en
características estructurales, como el bipartidismo, la representación
proporcional, los sistemas unicameral, bicameral o tricameral, la
presidencia colegiada, etc., etc.
Como este breve ensayo no aspira a ser un tratado de Ciencias Políticas
sobre este tema, vamos a centrar nuestras reflexiones en la meta hacia
la que nos conduce la evolución de las democracias: la democracia
participativa.
Las aberraciones contemporáneas que se han entronizado en Cuba o en
Venezuela no tienen nada que ver con esto. Son entidades que usan
apellidos bastardos, como pasó con las democracias "populares" de otra
época. Ni aquellas fueron populares ni estas son participativas. El
verdadero padre de estos sistemas espurios es el totalitarismo
centralizador.
La democracia participativa no es más que un medio político que exige
una capacidad de intervención directa y eficaz de cada ciudadano,
estructurada por un estado de derecho, en el proceso de tomar decisiones
en todos los niveles de la vida pública. Jacques Maritain sentó muchas
de las bases conceptuales y filosóficas del mecanismo político
participativo hacia el que derivamos en obras muy pertinentes, como
fueron "El Hombre y el Estado" y "Humanismo Integral".
Este mecanismo de intervención en las decisiones públicas se rige por el
principio de subsidiariedad, que establece que una estructura social de
orden superior no debe interferir en la vida interna de un grupo social
de orden inferior, privándole de su autonomía y, en consecuencia, del
pleno ejercicio de sus competencias, sino que, por el contrario, su
función, en tanto que estructura de orden superior, debe consistir en
sostenerle, ayudarle a conseguir sus objetivos y coordinar su acción con
la de los demás componentes del cuerpo social a fin de alcanzar más
fácilmente los objetivos comunes a todos. Es decir, la sociedad debe
dejar a las personas o los grupos que la componen todo lo que ellos
puedan realizar responsable y eficazmente. En otras palabras, implica un
alto grado de descentralización del poder del Estado.
Debemos ser conscientes de que al extremo de la propuesta
descentralizadora medra el anarquismo. Pues bien, entre el estatismo
centralizador y la anarquía está la democracia.
La democracia nació al mundo moderno con el apellido de representativa y
desde entonces cuenta entre sus características esenciales la facultad
de ser perfectible. Esto es lo que permite su vigencia y evolución al
margen de cualquier ideología. Por lo tanto, la democracia no puede
confundirse con ninguna ideología ni adosarse a ninguna de ellas, sino
que debe concretarse en un mecanismo que le dé espacio libre a las
ideologías para manifestarse y desarrollar abiertamente sus propuestas
en un ambiente de debate nacional que conduce al consenso legislativo.
Por su propia naturaleza, que somete las características del mecanismo
aplicado a la crítica, a la reforma y a la evolución según los intereses
de cada pueblo, la democracia representativa se está transformando
gradualmente en participativa.
A esta modalidad, que no está todavía plenamente estructurada en ningún
sistema del mundo, se acercan cada vez más las democracias
parlamentarias que dan un acceso más amplio y más viable a la población
en la toma de decisiones. También lo hacen algunos otros mecanismos
democráticos que utilizan con creciente frecuencia fórmulas
plebiscitarias y de referendo para la consulta popular previa a
decisiones controversiales.
Empero, falta por dar un paso más, llevando al parlamentarismo hasta el
nivel local o municipal, con un poder de decisión que parta de la base y
que tenga respaldo constitucional. En la obra publicada en 1997,
titulada "Gobierno del Pueblo: opción para un Nuevo Siglo", propongo un
esquema viable bicameral que propiciaría una amplia participación
popular en el proceso legislativo, concebido como un mecanismo
escalonado que parte del nivel local y se va elevando hasta el nivel
nacional. En otras palabras, una legislatura que aplica el principio de
subsidiariedad. Quienes estén interesados en abundar sobre este
planteamiento, pueden leer también un esbozo muy condensado del libro
que fue publicado en mayo de 2000 por la Revista Acta Académica,
Universidad Autónoma de Centroamérica, San José, Costa Rica, y que el
lector puede encontrar en
http://democraciaparticipativa.net/mambo/content/view/210/27.
Este concepto rechaza la noción de que una dirección cupular sea
indispensable. Cuando más, debe haber una orientación partidista que
descanse en ideologías que sirvan de guía a los proyectos legislativos y
la planificación ejecutiva. De hecho, la democracia participativa es
posible mediante el sistema escalonado que reconoce la soberanía popular
desde la misma base, pero aprovecha también la interacción necesaria de
las agrupaciones o partidos políticos con ese propósito de orientación
ideológica que acabo de mencionar. En cuanto al poder ejecutivo, lejos
de ser, como hasta ahora, el depositario del poder político de la
nación, debe circunscribirse a un poder administrador de los mandatos
del pueblo.
Todo esto descansa en un derecho fundamental para cualquier democracia
genuina: el derecho a disentir. El hecho de que podamos disentir y, por
lo tanto, expresar nuestro desacuerdo y defender reformas y cambios; el
hecho de que nuestros puntos de vista sobre cuestiones y circunstancias
diversas y las soluciones que podamos proponer puedan provocar
diferencias irreconciliables que impidan una amplia base de consenso;
esos hechos constituyen la base esencial de toda democracia. Nosotros,
el pueblo, disentimos; nosotros, el pueblo, tenemos nuestras
definiciones particulares y soluciones personales a los muchos problemas
que, como un todo social, debemos enfrentar día tras día.
La democracia no es -ni será nunca- la suma de pensamientos afines, ni
de esfuerzos y proyectos semejantes. La democracia no es una cuestión de
estar de acuerdo sino de tener el poder de disentir y la capacidad de
manifestar nuestra disconformidad. No es obediencia sino libertad. Es un
choque de voluntades y ambiciones. Literalmente, es -o debiera ser- el
gobierno del pueblo y para el pueblo. No digo, sin embargo, por el
pueblo, porque los ciudadanos deben delegar el poder ejecutivo a las
instituciones de gobierno que tengan la responsabilidad de administrar
el país a fin de que impere un orden institucional que permita la
eficacia del Estado.
Esto quiere decir que la democracia participativa no apunta tampoco a
una oclocracia de las masas gobernando a golpes del capricho popular. No
es así, porque estas oclocracias entronizan tarde o temprano a un líder
mesiánico que acaba asumiendo facultades de dictador. Por eso hay que
insistir en el consenso nacional indispensable en materia jurídica y
constitucional que desarrolle a plenitud la aplicación y el respeto de
los derechos humanos y las libertades fundamentales internacionalmente
reconocidas. Sin ese requisito, la participación puede convertirse en
una odiosa dictadura de las mayorías, que siempre evoluciona fatalmente
hacia la oligarquía totalitaria.
Ese paso definitivo hacia la democracia participativa implica un firme e
inquebrantable poder judicial y una cultura política y social que acepte
el desacuerdo de los demás, que respete los derechos de la minorías y
que busque incansablemente el consenso antes de proceder a la fórmula
mayoritaria. Además, cuando la fórmula mayoritaria sea indispensable
para superar un impasse, que la constitución y las leyes contemplen
mecanismos y defensas que impidan el triunfalismo y el revanchismo.
La democracia participativa es una OBRA DE TODOS, incluso de los
perdedores en el proceso político de tomar decisiones, porque TODOS
contribuimos a la controversia enriquecedora de la diversidad.
* Gerardo E. Martínez-Solanas, Economista y Politólogo (CUNY). Ex
Funcionario de las Naciones Unidas. Autor de "Gobierno del Pueblo:
Opción para un nuevo siglo, "Ediciones Universal, 1997. En proyecto (en
inglés): "Democracy: The Right to Dissent".
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