En Cuba un cubano se siente como en un apartheid. La extrapolación del 
término se la debo a  mi amiga Stephanie, que acabada de llegar de 
Francia nos  invitó a mi esposa  y a mí a subir a su  habitación en el 
hotel Telégrafo para  recoger unos libros que me había traído. Apenas 
entramos y elogiamos la vista que desde el balcón se aprecia, cuando una 
mujer, encargada de la seguridad del hotel,  nos ordenó salir y bajar 
inmediatamente las escaleras. Stephanie, la pobre,  trataba angustiada 
de explicarle que éramos amigos, que los libros eran bastantes y muy 
pesados para ella,  pero la señora  ni entendía su francés ni le 
interesaba entenderlo.
Al día siguiente sucedió algo similar; mientras esperábamos a nuestra 
amiga, esta vez en el lobby, se nos acercó el portero para preguntar qué 
hacíamos allí. Pregunta que respondió silencioso el oportuno arribo de 
Stephanie. Recordé enseguida aquella amarga tarde unos meses atrás en la 
biblioteca Rubén Martínez Villena, situada frente a la plaza de armas, 
cuando un custodio  nos pidió que nos levantáramos de los muebles de la 
planta baja, pues no podíamos estar allí.
-¿Y para qué son estos muebles entonces?- pregunté asombrado.
- Lo siento, pero la directora de la biblioteca lo prohibió- fue su 
respuesta.
- ¿Y ella se ha enterado de que esto es una institución pública para los 
cubanos y no  un hotel? - repliqué.
- Yo solo cumplo órdenes. Concluyó.
Pero volvamos al episodio que nos ocupa para contar cómo pasé varias 
horas tratando de hacerle entender a Sthephanie que aquella era nuestra 
realidad cotidiana, que incluso cuando hacía poco el gobierno había 
autorizado el hospedaje de los cubanos en los hoteles, todavía muchos 
nos sentíamos muy incómodos sólo de visitarlos, y que vivíamos con el 
dolor de saber que en nuestro propio país no tenemos los mismos derechos 
que los extranjeros.
Y cuando le dije que todavía los cayos eran exclusivos para turistas o 
chivatones de alto rango como Randy y Taladrid (a quienes una amiga que 
trabaja en aquellos paradisiacos lugares tuvo el honor de atender), y 
que la posibilidad para un cubano de comprar un celular, una 
computadora, un lector de DVD u otros aparatos electrodomésticos era 
reciente, incluso si se era de los pocos que cuentan con los recursos 
para hacerlo, me interrumpió para preguntar ingenuamente:
-¿Y cómo el gobierno justifica este apartheid?
-No lo sé. Nunca se han manifestado al respecto –le dije- pero han 
corrido la voz de que los cubanos carecían de todos estos derechos, para 
mantener a ocultas las diferencias económicas entre los ellos.
En ese instante no pude evitar desahogarme : esta justificación era tan 
ridícula y cínica como las pancartas políticas que llenan nuestras 
calles: la diferencia económica se nota en las magníficas y suntuosas 
casas de unos, y en los destruidos cuartuchos de otros; en los lujosos 
automóviles de unos y en la carencia absoluta de cualquier medio de 
transporte de otros; en las desproporcionadas compras en las tiendas de 
unos y en la permanente pasmadera de otros; en los continuos viajes al 
exterior de unos y en el sueño frustrado de otros, por solo mencionar lo 
más visible, y no entrar en detalles como que después de defecar la 
mayoría de los cubanos tienen que limpiarse con periódicos. Mi amiga 
comenzaba a deprimirse.
http://cubacotidiana.blogspot.com/2011/04/apartheid-con-acento-tropical.html
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