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Thursday, August 12, 2010

Una Mueca de Realismo Mágico

Opinión, Cuba

Una Mueca de Realismo Mágico

Aunque el contrato del hotel diga que todos los huéspedes son iguales,
hay huéspedes más iguales que otros

Ernesto Morales Licea, Bayamo | 11/08/2010

La apertura de los hoteles en las playas de la Isla, a los cubanos que
viven en el país, no parece haber significado el fin de todas las
restricciones

La apertura de los hoteles en las playas de la Isla, a los cubanos que
viven en el país, no parece haber significado el fin de todas las
restricciones.

Sí, es realismo mágico. A veces más evidente, a veces menos. Pero la
manera en que se vive dentro de esta Isla raya por momentos lo
inverosímil, y uno necesita recordar que vive en una tierra de
excepciones, burlescas o irónicas, crueles o tristísimas, donde todo es
creíble de por sí.

Sucede que una amiga comprobó, recientemente, que para poder disfrutar
en Cuba de ciertos artefactos necesita mostrar primero el pasaporte que
le acredite como extranjera, o como cubana residente en el exterior.
Durante su visita a uno de los hoteles de playa cálida y coco glasé que
la mayoría de sus compatriotas no conoce jamás, aprendió la lección.

Iba del brazo de su esposo, un italiano con quien desde el 2004 contrajo
matrimonio, y con el que (hasta hoy) vive legalmente en Cuba. De su mano
iba alguien más: el pequeño Dimitri, hijo de ambos, de cuatro años de edad.

Obviamente: visitaba ese paraíso tropical ubicado en la provincia de
Holguín gracias a los euros de su compañero sentimental. Mi amiga es
estomatóloga de profesión, licenciada con Título de Oro. Su esposo, un
florentino de carisma excepcional, se ha ganado la vida lo mismo
reparando ventanas de cristal en la Galería de los Oficios, que
fungiendo como ayudante de albañilería. Palabras de su propia boca.

Ambos sabían que de nada sirve el nivel académico de ella si de pagarse
disfrutes o alimentar bien a Dimitri se trata. (Yo creo saber también,
con dolor, que sin los euros de él, probablemente el matrimonio tampoco
hubiera existido jamás.) Pero el incidente les demostró que tenían cosas
por aprender aún.

Maldita costumbre del florentino de creer en los placeres que, en su
país, son harto corrientes. Porque en el instante de solicitar una de
las veloces motos náuticas con que los cubanos vemos a los turistas
deslizarse por sobre las olas de nuestras playas, comprendió una cruda
realidad que George Orwell resumiría así: aunque el contrato del hotel
diga que todos los huéspedes son iguales, hay huéspedes más iguales que
otros.

El amable trabajador le solicitó, para entregarle el artefacto, los
pasaportes de los tres. El suyo, y el de su esposa e hijo.
Desconcertado, este le mostró las manillas que les acreditaban como
huéspedes. El trabajador, paciente, se explicó:

"Sólo los extranjeros, o los cubanos residentes en el exterior, pueden
montar en equipos motorizados. Los cubanos tienen acceso a las
bicicletas de playa, a las tablas de surf, pero no a nada que tenga motor".

En vano explicó el italiano (primero sosegado, después insultado) que
desde hacía años él vivía en Cuba junto a su esposa, con el pequeño
Dimitri, que qué sentido podría tener aquella reglamentación.

Por supuesto, el trabajador no tenía entre sus obligaciones laborales
convencer al cliente de decisiones superiores. Es más: no debía ahondar
en ellas, so pena de brindar información "sensible". Así que sin más se
colgó encima su sonrisa de empleado del turismo, y le pidió disculpas
por las molestias causadas.

Los tres se miraron, azorados. El italiano y el niño de cuatro años (por
contar con la doble nacionalidad de padre y madre) podrían surcar la
playa encendida de sol encima de la moto, mientras la cubana debería
contemplar el espectáculo desde la arena, quizás con un mojito en la
mano, quizás con la rabia y la impotencia atenazándole la garganta.

Por supuesto, nada de eso ocurrió. Los tres regresaron a la piscina, a
otras zonas menos restringidas del hotel. Pero entre ellos, un silencio
plomizo volvía la circunstancia distinta. Para la pareja nada sería
igual, nada volvería a ser verdadero disfrute luego de semejante
humillación para la joven cubana.

Más tarde, comentando el suceso, alguien destapó la caja de Pandora. Un
obrero temerario se atrevió a contarles el origen de la prohibición:
luego de permitir que los cubanos se hospedaran en hoteles antiguamente
reservados sólo para turistas, sucedió lo inimaginable.

Un joven fornido puso a flotar una moto náutica en plena playa
holguinera. Los bañistas le vieron apretar el acelerador. Lo que no
vieron fue que, en algún punto de la playa, recogía a un compañero
cargado con pertrechos de viaje, incluido un bidón de combustible, agua
y comida, y partían rumbo al horizonte.

Fueron detenidos por guardacostas cubanos, kilómetros después. Sus
destinos finales, sus sanciones, se desconocen. Lo que sí se sabe es que
ambos enviaron un mensaje claro a los directivos del hotel, y desde
luego, a los de todos los hoteles de Cuba: en un país sediento de
libertad, los hombres son capaces de aprovechar la más mínima brecha.
Triste, pero muy cierto.

Desde entonces, la directriz se trazó con firmeza. Los cubanos deben
pagar el mismo importe que los foráneos para disfrutar de estos sitios
de postal, no importa que las cifras sean cuasi imposibles para la
inmensa mayoría. Tienen los mismos derechos, una vez dentro, que los
turistas… excepto en el acceso a los motorizados para el mar.

Pobre país que necesita mancillar la moral de sus hijos para retenerlos
en casa. Que necesita humillarlos, restarles valor, colgarles encima el
San Benito de tránsfugas potenciales, porque no se puede confiar en las
intenciones de un bañista con cara de inocencia. ¿Y por qué no se puede?
Pues porque detrás del semblante apacible puede subyacer un alma
necesitada de libertad, de independencia, que decidirá arriesgar su vida
y echarse, como tantos otros hermanos, al inclemente mar.

Quiero creer que después de muchos cubalibres y de disfrutar la
televisión por cable, mi amiga recuperó el talante y se entregó sin
reservas a los placeres de aquel sitio. A pesar de todo, debía
reconocerse como una elegida que, en sus merecidas vacaciones, hace algo
más que vegetar ante telenovelas desgastadas, y cocinarse con la
temperatura ambiente.

Pero me niego a aceptar que este país donde la realidad por momentos se
parece demasiado a una mueca ficticia, sea el país que los cubanos en
verdad nos merecemos, y por el cual tantos hombres de honor entregaron
su sangre y su vocación.

Ernesto Morales Licea es licenciado en Periodismo en la Universidad de
Oriente. Narrador con diversos premios en concursos literarios de Cuba.
Tiene varias publicaciones en medios digitales especializados. Reside en
la Isla.

http://www.cubaencuentro.com/cuba/articulos/una-mueca-de-realismo-magico-242322

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