Miriam Leiva
LA HABANA, Cuba, agosto (www.cubanet.org) - El Malecón es La Habana.
Cada cubano, cada habanero y cada extranjero tienen sensaciones
distintas según la hora, el estado del tiempo y de ánimo, el lugar donde
se sitúe y el motivo para estar allí. La ciudad se aprecia en toda su
belleza, y la destrucción es superada por la riqueza arquitectónica. A
un lado se extiende lo que empezó a ser la modernidad hasta hace 51
años, a otro el Castillo del Morro a la entrada de la bahía, por donde
penetra el agua tierra adentro. Enfrente el mar profundo y azul, y a las
espaldas la Habana Vieja y Centro Habana totalmente corroídas, con sus
edificios cayéndose, sus cuarterías sin agua potable repleta de
personas; el casco histórico con algunas vías y plazas en proceso de
salvación, museos y galerías, y su reconstruida calle Obispo cuajada de
cubanos comiendo helados y pizzas o en inmensas colas ante la empresa de
comunicaciones ETECSA, y algunos turistas curiosos.
Como siempre, temprano en las mañanas los pescadores tiran sus anzuelos.
En las tardes comienza la llegada de personas que procuran un espacio
fresco, parejas de enamorados, y amigos reunidos según las afinidades y
preferencias. En las noches no pueden faltar las jineteras y los
negociantes. En fin, el Malecón es el abanico de la sociedad habanera,
y sus muros esconden millones de historias por contar.
Este verano, en varias cuadras hay restaurantes improvisados con muy
pocos comensales durante el día, no tanto por el intenso calor y el
demorado y abarrotado transporte, sino fundamentalmente por los
bolsillos vacios. En las noches, grupos musicales atraen a un público
que busca entretenimiento, y bebidas alcohólicas. También se han
reparado algunos lugares de esparcimiento para los niños, con payasos,
obras de teatro y actividades deportivas sobre todo los fines de semana.
Las rocas y las aguas del Malecón frente al Morro y casi hasta el parque
del General Antonio Maceo son la playa de los residentes en ese barrio
paupérrimo, la mayoría afrocubanos. En los huecos de los arrecifes,
pequeñines se bañan con sus padres. Desde el muro se lanzan al agua
niños posiblemente desde los 8 años, y ya adentrándose en la
adolescencia cruzan a nado la boca de la bahía poluta hasta el gran
castillo donde el ascenso desde el mar no es fácil, y ojalá que ningún
día haya un tiburón visitante ni los sorprenda el mal tiempo. No son
acompañados por algún familiar. Están totalmente a merced de la suerte y
la resistencia física para soportar la distancia. Pero parece ser algo
muy natural allí, únicamente sorprendente para los ajenos al barrio.
Al cruzar la avenida del Malecón, se puede disfrutar del Paseo del Prado
que ha resistido el tiempo y la desidia. Bajo sus árboles, en los añosos
bancos de mármol se refrescan los vecinos, visitantes ocasionales, y
dormidos vagabundos. Los turistas toman fotos. Los fines de semana
exponen pintores y artesanos Siempre hay niños montados en sus
chivichanas, esos prodigios de tablas con ruedas de patín viejo
recuperadas no se sabe ya donde, porque los patines casi desaparecieron
gracias a la venta racionada de juguetes y luego son un lujo de las
caras tiendas en divisas.
Pero los niños se divierten ya sea deslizándose en una chivichana
personal o en una inmensa construida con un tanque de basura donde se
pueden ver seis muchachos, unos dentro y otros halando. Se divierten
también con su temeridad de hombres en ciernes, que exponen sus vidas
cruzando a nado la bahía. Quizás vuelen su infantil imaginación o huyan
de un pobre, violento y superpoblado cuartucho.
http://www.cubanet.org/CNews/year2010/agosto2010/12_C_4.html
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