RAFAEL ROJAS 13/09/2009
Quien se asome al tema cubano, en cualquiera de sus coberturas
mediáticas, dentro o fuera de la isla, encontrará una polarización
permanente entre "revolucionarios" y "contrarrevolucionarios",
"comunistas" y "anticomunistas", "castristas" y "anticastristas",
"adentro" y "afuera". Esos términos, que hasta hace poco tenían un
significado discernible, asociado al funcionamiento institucional e
ideológico del Gobierno y sus oposiciones, van perdiendo contacto con la
realidad a principios del siglo XXI.
Fidel Castro sigue siendo un eje de lealtades y una figura que genera
choques afectivos entre partidarios y críticos del socialismo cubano. La
"revolución", a pesar de pertenecer al pasado, sigue actuando como un
mito legitimante de ese régimen y de buena parte de la izquierda radical
en el mundo. El sistema político de la isla todavía posee elementos
distintivos del socialismo real de la Unión Soviética y Europa del Este.
Pero ni Fidel, ni Raúl, ni la revolución, ni el comunismo son la razón
fundamental de las divergencias ideológicas y políticas entre cubanos.
El mayor deslinde de posiciones ante el presente y el futuro de la isla,
el más real, es el que divide a quienes están de acuerdo o en desacuerdo
con que una sociedad plural, como la cubana del siglo XXI, sea regida
por un partido único, una economía estatalizada y una ideología
"marxista-leninista". Quienes defienden y quienes rechazan ese orden
institucional e ideológico no conforman bandos tan rígidamente binarios
como los que presentan los medios oficiales y críticos.
Dentro de la isla, dentro, incluso, del Partido Comunista, hay una buena
cantidad de cubanos que desea cambios en esos tres aspectos o, al menos,
en uno o dos de ellos. La oposición y el exilio también desean esos
cambios, por lo que, probablemente, una mayoría de la población cubana,
políticamente activa, quiera una ampliación de los derechos económicos,
civiles y políticos de la ciudadanía. Esa tensión real, entre una
mayoría reformista y una minoría inmovilista, permanece oculta bajo la
eficaz maquinaria de la propaganda oficial y, también, bajo la inconexa
y emotiva opinión pública opositora y exiliada.
Los medios oficiales presentan a los opositores y exiliados como un
sujeto homogéneo, carente de autonomía, "contrarrevolucionario" y
"anticomunista", cegado por el odio a Fidel Castro y subordinado
directamente al "imperialismo yanqui". Los opositores y los exiliados
aparecen, en el comic interminable de Granma o Cubadebate, como
"mercenarios" o "voceros" de un "imperio del mal". La demanda básica de
esos opositores y exiliados y la propia condición
opositora y exiliada de los mismos queda desvirtuada, toda vez que ambos
son presentados como agentes de otro poder.
Es natural que los partidarios del Gobierno cubano rechacen el término
de "oficialistas" y, al mismo tiempo, nieguen la condición opositora y
exiliada de sus críticos. Es natural, digo, que traten de presentar a
estos últimos como oficialistas de otro poder, el del "imperio", al que
ellos supuestamente se oponen. Lo que no es natural es que casi nunca
recurran a la defensa abierta del partido único, la economía
estatalizada y la ideología marxista-leninista, los tres mecanismos por
medio de los cuales practican esa "oposición al imperio".
La condición de Estados Unidos como potencia mundial y como país
hegemónico en las Américas es, desde luego, una realidad. Pero la mejor
manera de contrarrestar esa hegemonía es el diseño de una economía que
genere crecimiento y equidad y de una política capaz de dar cabida a las
diversas corrientes ideológicas que actúan en la isla y en la diáspora.
Es equivocada la idea, predominante en la izquierda autoritaria, de que
mientras más democrático y pluralista es un país latinoamericano, menos
soberanas se vuelven su economía y su política.
Los medios opositores y exiliados y buena parte de la opinión pública
internacional también construyen estereotipos y presentan a la clase
política e intelectual de la isla y a la ciudadanía insular como actores
unívocos, mecánicamente controlados por Fidel, Raúl y el Gobierno de
ambos. Esa falsa percepción y los discursos puristas e intransigentes
que con frecuencia la acompañan obstruyen la comunicación con los
sectores reformistas que, desde el interior del sistema, pugnan por una
extensión de las libertades públicas.
Ahora mismo, los periódicos y blogs del exilio cubano están enfrascados
en polémicas sobre si el cantante colombiano Juanes debe o no debe dar
un concierto "por la paz" en la Plaza de la Revolución, sobre si la
recuperación física de Fidel anuncia un regreso al poder o sobre si el
viaje del canciller Rodríguez a Beijing implica, finalmente, la adopción
del modelo chino. Esos temas, inevitables en una comunidad fragmentada y
carente de una esfera pública común, funcionan como un espejismo que
oculta el debate real: la legítima contradicción entre unos cubanos y
otros por diversas maneras de organización de su sociedad en el siglo XXI.
De manera frecuente, ese punto de divergencia se transfiere a aspectos
colaterales o simbólicos del conflicto, como la hegemonía de Estados
Unidos en América Latina, el ascenso de las izquierdas en la región, el
embargo comercial, el legado de la Revolución Cubana, el renacimiento
del comunismo en Rusia o las personalidades de Fidel y Raúl Castro.
Todos esos aspectos son importantes, aunque no decisivos, si el
conflicto se enfoca desde una perspectiva institucional de la política.
Es innegable que la intolerancia y el revanchismo son cada vez más
minoritarios fuera de la isla -en las dos principales publicaciones de
la diáspora, El Nuevo Herald y Cubaencuentro, se han publicado más
artículos a favor del concierto de Juanes que en contra- y que la
oposición y el exilio cubanos apuestan, mayoritariamente, por una
transición pacífica y pactada a la democracia. Pero todavía existen
fuertes resistencias a comprender, desde la diáspora, que muchos de
quienes en la isla se consideran "revolucionarios", "comunistas" y
"fidelistas" también desean cambios.
El debate cubano está secuestrado por la dimensión simbólica del
conflicto (moral, cultura, reconciliación, memoria, olvido, justicia,
verdad, crímenes, pasado...) y poco anclado en preguntas básicas como
por qué un régimen de partido único no puede ser representativo de la
pluralidad social, por qué es ineficaz y dependiente una economía
concentrada en el Estado, por qué es beneficioso para una sociedad que
circulen diversas ideologías o por qué la permanencia de un mismo líder
en el poder, por bondadoso que pueda imaginarse, genera inevitablemente
políticas autoritarias.
Es cierto que esas cuestiones resultan demasiado elementales a quienes
viven en democracia. Pero en un país como Cuba, donde la mayoría de la
población no conoce otra forma de Gobierno que la actual, el debate debe
retrotraerse a los fundamentos de la política moderna. De lo que se
trata, en Cuba, es de la construcción plural de un sistema político
incluyente y representativo de la heterogeneidad que caracteriza a la
isla y a la diáspora. Ése es el debate que rehúyen los inmovilistas
porque saben que quienes desean el cambio son mayoría.
Rafael Rojas es historiador cubano exiliado en México. Acaba de publicar
El estante vacío. Literatura y política en Cuba (Anagrama).
El debate cubano y sus espejismos · ELPAÍS.com (13 September 2009)
http://www.elpais.com/articulo/opinion/debate/cubano/espejismos/elpepiopi/20090913elpepiopi_4/Tes
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