Sartre no entendió nada
Luis Cino
LA HABANA, febrero (www.cubanet.org) – Todo fue fácil de comprender para
Jean Paul Sartre en su primera visita de 1949. Cuando regresó 11 años
después, a comienzos de 1960, la capital cubana lo confundió. "Esta vez
no he entendido nada", confesó en el primer capítulo de su libro Sartre
en Cuba.
Su incomprensión total de los asuntos cubanos no impidió que se dedicara
a opinar con entusiasmo y desenfado sobre la revolución de Fidel Castro.
Tales opiniones, viniendo del más importante filósofo de su época,
contribuyeron a cimentar el mito de la revolución cubana entre la
intelectualidad europea.
Sartre y su esposa, la escritora Simone de Beauvoir, se hallaban en el
ensayo de una obra teatral en París cuando los invitó a La Habana el
director del periódico Revolución, Carlos Franqui. Franqui no había
consultado la invitación con Fidel Castro, pero al Comandante le
encantó la idea.
Sartre y Beauvoir asistieron a los carnavales habaneros, al estreno de
"La ramera respetuosa" y a encuentros con intelectuales cubanos que
recibieron aprensivos y atónitos su defensa de la Unión Soviética y el
realismo socialista.
El escritor y filósofo francés, gesticulante y tocado con un típico
sombrero de guano, se deslumbró con el desaliño y la inexperiencia
política de Fidel Castro y Ché Guevara. Se dejó seducir por una
revolución que balbuceaba aprendiendo a discursar, desafiaba a los
Estados Unidos, alzaba fusiles y lanzaba consignas que hablaban de muerte.
Sartre, creyéndose en el ágora ateniense, escuchó arrobado a Fidel
Castro gritar en la Plaza y a la multitud que respondía también a
gritos. Cuenta Carlos Franqui que en una conversación en el periódico
Revolución, discutió con Sartre sobre la democracia directa. Le explicó
que "era un estado de ánimo pasajero que dependía totalmente de Fidel
Castro, que no tenía ninguna forma orgánica ni estructural, que era puro
teatro revolucionario y no funcionaba en la práctica cotidiana".
De nada valió la franqueza de Franqui. Sartre sólo oía los gritos de la
Plaza y repetía la letanía elogiosa de la democracia directa.
En enero de 1968 regresó a Cuba para asistir, "como parte de la
vanguardia cultural de la revolución mundial", al Congreso Cultural de
La Habana. Se mantuvo en sus 13 hasta que los ecos estalinistas del Caso
Padilla, en 1971, lo hicieron firmar a regañadientes una carta de
protesta con algunos de los principales intelectuales del mundo. Por
entonces ya había retirado su amistad a Carlos Franqui.
Sartre no entendió nada de Cuba. En 1960 lamentaba que su visión de la
isla adoleciera de la pérdida de la visión lateral. La retinosis
pigmentaria se la diagnosticó no un oculista, sino la lectura de un
discurso de julio de 1959 del ministro Oscar Pino Santos.
Pino Santos afirmó: "Cuba es una de las naciones más afectadas por esa
tragedia internacional, el subdesarrollo". Sartre se tragó gustoso el
cuento del tercermundismo cubano, como si La Habana fuera Nairobi.
El intento de Sartre de ver Cuba desde la esquina del ojo sólo complicó
las cosas. Miró a través de la ventana de su habitación refrigerada en
el Hotel Nacional y sólo vio carros americanos y rascacielos.
Sartre interpretó, con más o menos acierto, que los rascacielos del
Vedado nacieron de los malos hábitos de un país subdesarrollado. "En
Cuba, la locura de los rascacielos tuvo un solo significado: reveló "la
terca negativa de la burguesía acaparadora a industrializar el país".
Jean Paul Sartre fue mucho más certero en sus vaticinios sobre la suerte
de los carros americanos en Cuba. Profetizó que tendrían que durar largo
tiempo funcionando. Sartre adivinó, solo que sospecho no imaginó que
"el largo tiempo" sería medio siglo.
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