La Cuba real
Esa Cuba que aún se fabrica y alienta en Miami, que la Plaza de la 
Revolución vende al mundo y que empresas y millonarios ansían penetrar, 
no es más que una invención pasajera
Alejandro Armengol, Miami | 30/12/2015 1:48 pm
Uno mira las fotos, los videos, y si no fuera por una camiseta aquí y 
allá con la imagen de Ernesto "Che" Guevara —su presencia demasiado 
frecuente— y las sempiternas banderitas, podría confundirlas con las de 
otra ciudad latinoamericana o caribeña. En este año que concluye Cuba ha 
comenzado a perder su excepcionalidad.
No es un descubrimiento tardío. Los que viven en la Isla lo saben mejor 
que nadie. Por ello quienes pueden han emprendido la fuga. Porque se 
acaba aquello que fue único por décadas: la nación regresa a la 
normalidad —no solo en el imaginario popular, también en la mirada 
extranjera— y el futuro es chato como la muerte. Claro que el desenlace 
—o la agonía— durará algunos años, así que hay que aprovechar en lo posible.
Salvo ese pasado revolucionario que aún explota —y que se seguirá 
explotando aquí y allá hasta que no suelte más jugo— poco queda por 
ofrecer. Y ahí están las imágenes y las palabras de la crónica del 
periodista Rui Ferreira —que CUBAENCUENTRO hoy publica—, para mostrarlo 
y demostrarlo: artesanías pobres que no evocan un pasado heroico sino lo 
caricaturizan; artículos importados, traídos por las más diversas vías, 
que intentan atraer con la esperanza vana de una ilusión extranjera; 
músicos que se repiten incesantes en cada local que sueña con clientes y 
permanece vacío.
Solo que el visitante —casi cualquier turista, salvo el forastero 
ocasional a las ruinas, que no volverá tras conocerlas— ya lo ha visto 
en cualquier otra parte: en Haití ha comprado artesanías y pinturas 
mejores; en Pekín observado con una mezcla de asombro y rechazo figuras 
de porcelana que ironizan, no recrean, la época turbia de la Revolución 
Cultural; en una cigarrería del centro de Atenas una fosforera plástica 
con la imagen del Che, igual solo que más cara que en La Habana. Y lo 
que no ha advertido en la calle lo ha leído en la literatura o 
contemplado en el cine: el trío musical callejero que persigue 
inclemente a Alec Guinness o Burl Ives en Our Man in Havana, la película 
de Carol Reed.
Así que cuando desaparezca por completo el atractivo de lo aún 
semiprohibido al turista norteamericano; en el momento en que el 
pugilato entre Washington y La Habana acabe de diluirse y se ponga final 
a la entrada fácil, cara y a la vez riesgosa de muchos cubanos a 
territorio estadounidense, el artesano se hundirá más aún en su pobreza, 
el timbiriche será más timibiriche que nunca y la Isla volverá a su 
condición de puesto comercial, peor aún que antes.
Para entonces la camiseta con la falsa imagen de un Obama sonriente, 
tabaco en la boca y uniforme verde oliva, que exhibe sonriente un cubano 
en la calle Obispo en La Habana, habrá perdido —en verdad ya desde hace 
tiempo atrás— su exiguo atractivo.
Esa Cuba que aún se fabrica y alienta en Miami, que cínicamente la Plaza 
de la Revolución vende al mundo y que con codicia torpe e ignorante 
naciones, empresas y millonarios ansían penetrar, no es más que una 
invención pasajera. Una ilusión que de momento vende, pero no por mucho 
tiempo. La Cuba real, la que permanecerá es otra: un país pobre sin 
mucho que ofrecer al visitante, salvo los recuerdos más o menos 
tergiversados de un momento de locura, pasión y muerte, pero donde desde 
hace mucho se ha establecido con firmeza la mediocridad más absoluta, el 
desprecio total al semejante, la codicia disfrazada de ambición y la 
envidia y ruindad tras el rostro de la avidez.
Un país donde la inutilidad adopta el ropaje de la burocracia —ya sea 
gubernamental u opositora— y la iniciativa triunfa en la mayoría de los 
casos de la mano del atropello.
Las señales de que los cubanos ya comienzan a dejar de ser excepcionales 
llegan a veces por las vías más insólitas. Este año el representante 
federal Carlos Curbelo presentó un proyecto de ley que busca acabar con 
el trato excepcional a los refugiados cubanos —que por décadas se han 
beneficiado con medidas únicas a la hora de recibir cupones de 
alimentos, Medicaid, seguro de discapacidad, el derecho a residencia y 
la ciudadanía— y colocarlos a la par que el resto de los inmigrantes de 
otras nacionalidades. Lo más interesante de la medida de Curbelo es que 
no desató en Miami respuestas airadas, más bien un silencio cómplice.
El silencio también ha caracterizado a los congresistas 
cubanoamericanos, en lo que respecta a la crisis migratoria en Costa 
Rica. El martes dos legisladores iniciaron una visita de dos días, para 
conocer la situación de los miles de inmigrantes procedentes de Cuba 
varados en la zona. Pero no son de origen cubano y tampoco del sur de la 
Florida. Son representantes por Texas, la republicana Kay Granger y el 
demócrata Henry Cuellar. Es evidente que lo que buscan, ellos también, 
no es la excepcionalidad sino la mesura.
Si bien afortunadamente parecer estar a la vista una solución para los 
cubanos paralizados en Costa Rica, en su intento de llegar a Estados 
Unidos, asistimos por igual al cierre de una vía de escape para los que 
quieren huir de la Isla.
A más difícil el camino hacia el exterior, la mirada no se tornará hacia 
el buscar una solución dentro —iluso creerlo— sino a las variaciones del 
escape sobre un mismo tema: sobrevivir.
El incipiente mercado privado es una de esas posibles vías de escape, 
solo que limitada y engañosa al extremo.
La fragilidad de esa forma rudimentaria e incompleta de socialismo de 
mercado, que está surgiendo en Cuba es que su sector privado, si bien en 
parte está regulado por ese mismo mercado, en igual o mayor medida 
obedece a un control burocrático. Al mismo tiempo, este control 
burocrático lleva a cabo muchas de sus decisiones a partir de factores 
extraeconómicos: políticos e ideológicos.
Una solución parcial a este dilema sería aumentar el papel del mercado y 
concederle mayor espacio a las actividades privadas, de forma legal y 
dejando la vía abierta a la competencia y la iniciativa individual. Solo 
que entonces el éxito en el mercado tendría un valor superior a la 
burocracia. Que esto se vea como un peligro y no como una solución, por 
parte del Gobierno cubano, es lo que está frenando en parte el avance 
económico. Que la actividad opositora más o menos seria —tanto en Cuba 
como en Miami— no contemple los factores económicos de forma priorizada 
en su agenda, parte de igual principio burocrático: una defensa de 
beneficios y privilegios.
Nada de lo anterior debe inclinar a considerar a la economía como la 
clave. única y poderosa, del problema. Al menos en estos momentos. Que 
la administración Obama explicite este objetivo es más justificación que 
meta. Porque como objetivo su naturaleza se diluye en un largo plazo. 
Obama puede justificarlo en favor de su edad, su lejanía cercana o el 
que en última instancia no lo apremia una solución del caso. Incluso en 
el cinismo declarado de que equivocarse con un país diminuto en última 
instancia no tiene gran importancia para Estados Unidos. Por supuesto 
que para los cubanos la ecuación se inscribe en términos distintos.
Los avances económicos que pueden estar ocurriendo en Cuba, a un nivel 
que podría catalogarse de callejero, casi doméstico, guardan más bien 
relación con la supresión de restricciones —o el actual "hacerse de la 
vista gorda" frente a algunas de estas— que con un verdadero desarrollo.
De hecho, el crecimiento económico de la Isla se desacelerará a un 2 % 
en 2016, comparado con la supuesta expansión del 4 % estimada para este 
año, de acuerdo a declaraciones del martes del ministro de Economía, 
Marino Murillo, según informó la prensa oficial.
Lo anterior corrobora la dicotomía —más bien la esquizofrenia— existente 
en un país donde la excepcionalidad, la ilusión y la espera son factores 
que influyen en el panorama económico con igual o mayor fuerza que otros 
indicadores más "concretos".
El problema es que este juego y esta dependencia no solo no generan 
desarrollo sino tampoco son eternos. Así que, por ejemplo, la noticia de 
que Japón se suma a la actitud de otras naciones, y perdona a La Habana 
más de $996 millones de deuda sin pagar, no debe verse como un incentivo 
para el avance, sino como un alivio para sobrevivir.
La decisión de Tokio —también como ha ocurrido con otros países— no 
elimina la deuda sino que la reduce sustancialmente. Aún Cuba debe al 
país asiático unos $498 millones, en capital de préstamo e intereses.
Japón solicitará ahora al Gobierno cubano el pago en un plazo de 18 
años, a partir de abril de 2016. El Gobierno japonés aún no ha decidido 
cuándo reiniciar la concesión de créditos blandos a la Isla, indicó The 
Japan Times.
La pregunta pendiente es qué ocurrirá cuando Cuba tenga que comenzar a 
pagar en 2916, y los perdones financieros de hoy se conviertan mañana 
—en ese año a días de comenzar— en condenas. Todo gracias a los 
compromisos adquiridos.
Por supuesto que cabe la respuesta —o el deseo— de quienes consideran 
que el Gobierno de Raúl Castro no pagará nada, pero tal argumento no 
toma en cuenta que, de ocurrir ello —y quienes mandan en el país lo 
saben— todo el esfuerzo habrá sido inútil.
Vale la pena repetirlo. Entre esa Cuba ficticia de hoy y la real de un 
mañana que toca a las puertas se debate la realidad del país. Si a ese 
volver a "los años 50" —que denuncian las imágenes— se reduce el 
objetivo del Gobierno de La Habana, el resultado es doblemente 
desalentador. No solo como indicativo de fracaso sino también de un 
ideal absurdo: los 50 de ayer serían en realidad mucho menos —la época 
del 30— en ese país que se inicia.
Source: La Cuba real - Artículos - Opinión - Cuba Encuentro - 
http://www.cubaencuentro.com/opinion/articulos/la-cuba-real-324431
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