Su propia guerra
CAMILO LORET DE MOLA | Miami | 8 Ago 2014 - 2:00 pm.
Recuento de uno de los procesos judiciales, efectuados casi en secreto
por el régimen, tras el Maleconazo.
Rodiles: ¿Llegar a los cambios por un estallido contra el régimen?/
Morúa: Malecón Out / Montaner: El día en que los altos mandos salieron a
matar cubanos / Reynaldo: Rebelión en la frontera
Nina y Alberto llegaron a mi casa el sábado bien temprano. El matrimonio
era un dúo profesional que no destacaba por sus interpretaciones, sino
por su hijo Alberto Pujol, el Tavo, personaje del momento en un serial
policiaco producido por el Ministerio del Interior.
Irónicamente, los padres del superhéroe de la televisión oficialista
eran disidentes, se manifestaban abiertamente contra el sistema y esta
vez me necesitaban como abogado: un amigo había sido detenido en medio
de las protestas del Malecón, alguien de Pinar del Rio que aunque solo
miraba desde la barda, fue tragado por la marea policial que no
distinguía entre enemigos y neutrales.
A pocos días del Maleconazo nadie reparaba en el destino de la turba que
provocó el estallido social más grande del que mi generación tuviera
referencia; todos estábamos atentos al rumbo que tomaría el Gobierno, a
las fronteras, las salidas, y no nos percatamos de que nos habían movido
la cámara en otra dirección.
Los protagonistas principales de aquel despelote sorpresivo habían
desaparecido luego de alguna que otra imagen en los noticieros
nacionales. Entre comunicados y comparecencias de Fidel Castro la prensa
había vuelto incorpóreos a todos los que se lanzaron a la calle el 5 de
agosto.
Pero no habían desaparecido. Estaban presos, confinados en las cárceles
de la ciudad, a donde habían sido trasladados a bordo de los mismos
camiones rusos, Gas 66, en que llegó la policía a reprimirles.
Para evitar repercusiones mediáticas y que el incómodo recuerdo
reapareciera en el espectro popular, los detenidos no serían llevados
ante los tribunales, se les juzgaría en los comedores de los centros
penitenciarios, en una maratónica sesión de tres días que comenzaría
aquel mismo sábado en que el dúo artístico me visitaba.
El amigo de Nina y Alberto había terminado en El Pitirre, una antigua
cárcel militar con estrechos barracones de madera, transformada en
centro penitenciario por el incesante aumento de la población penal.
Allí nos esperaba junto a cientos de acusados hacinados en las afueras
del comedor, nervioso, aguardando su turno, sin tiempo tan siquiera para
organizar sus ideas.
Los prisioneros de guerra siempre tienen el mismo rostro, no importa la
época o la causa de la derrota, pueden ser soldados británicos de la
primera guerra mundial, el Che Guevara en el piso de tierra de una
escuelita boliviana o aquellos muchachos mal vestidos, sudorosos y
cansados. Siempre llevan la mirada ausente, la calma del desasosiego, el
desanimo del que no sabe cómo llegó hasta ese momento, ni cómo evitar la
voluntad de sus captores.
La defensa legal había sido encargada a un equipo de abogados recién
graduados, del turno de oficio, muchachos sin ninguna experiencia que
ensayaban sus alegatos en voz alta y que no sentían el menor interés por
leer los expedientes acusatorios. Tenían razón, no valía la pena repasar
las actuaciones, todas decían lo mismo, supuestamente todos los
implicados eran responsables de romper, deambular, agredir y robar.
Según la fiscalía, los acusados formaban una enorme banda, una masa
compacta, homogénea, que se comportó de igual manera durante las horas
del enfrentamiento.
Había una excepción: el escritor David Buzzi, a quien la fiscalía le
había cargado la mano, identificándolo como uno de los organizadores del
embrollo y pidiéndole muchos más años de prisión que al resto de los
acusados.
Buzzi era tan especial que la Seguridad del Estado envió a uno de sus
instructores como testigo de cargo. El agente contó una novela sobre
cómo el acusado ideó, provocó y guió a una chusma diligente para que se
manifestara en el malecón y no en las calles interiores de la ciudad.
El uniformado puso tanto empeño en Buzzi que descuidó la acusación de mi
defendido y de los otros 18 que ocuparon el banquillo en ese turno.
Más que ganar el caso, ellos lo perdieron, el amigo de Nina y Alberto
resultó absuelto por falta de pruebas, uno de los pocos que escapó de
aquella moledora que repartía años por igual a todo el que hubiese
pasado cerca del Maleconazo.
Nina Y Alberto me regresaron a casa a bordo del Moskovich de su hijo, el
mismo que Raúl Castro le había regalado. Juntos recorrimos, por última
vez, las calles desiertas de una ciudad impactada por un episodio
inesperado. Desde entonces no los he vuelto a ver.
A mi defendido tuve el chance de encontrármelo en otras dos
oportunidades; la primera cuando fue a agradecerme y a confesarme que en
realidad no era un inocente observador sino un inconforme que creyó
participar en el acto final del gobierno de los Castros. En la segunda
me increpó en broma, lamentando que lo defendiera tan bien: en la
oficina de intereses de los Estados Unidos le habían negado su visa de
refugiado político porque la sentencia de su participación en la
revuelta había sido absolutoria.
Source: Su propia guerra | Diario de Cuba -
http://www.diariodecuba.com/derechos-humanos/1407499201_9870.html
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