La generación que debía obedecer
Se hizo todo lo posible para impedirnos la posibilidad de equivocarnos
con una apariencia viril, de luchar en uno y otro bando
Alejandro Armengol, Miami | 23/08/2013 7:47 am
Cuentan que a principios de la década de los años 1960, la época en que
Fidel Castro solía acudir por las noches a revisar o preparar la portada
del periódico Revolución, sucedió esta anécdota.
Una noche, tras terminar Fidel su labor de editor en jefe, Carlos
Franqui, entonces director del diario, bajó la escalera que llevaba a su
oficina y le dijo a varios reporteros: "Suban, suban, para que conozcan
a Fidel".
Uno de ellos no respondió y se quedó sentado.
Comenzaba a subir de nuevo la escalera Franqui, cuando se dio cuenta de
la ausencia.
"¿Qué pasa Rine? ¿No quieres conocer a Fidel?"
Entonces Rine Leal, que continuaba tras su mesa y había vuelto a
escribir a máquina, como si nada estuviera sucediendo, le dijo con voz
pausada y expresión inquieta.
"No, no. No tengo ningún problema con conocer a Fidel. Lo que me
preocupa es que él me conozca a mí".
De haber tenido igual oportunidad por los años 70, no hubiera mostrado
una reserva igual a la de Rine y mucho menos declarar una previsión tan
peligrosa. Veía a Fidel con relativa frecuencia, pero nunca nadie me lo
presentó. Una noche intenté acercármele, durante media hora avancé
lentamente en medio del grupo que lo rodeaba y pensé haber logrado
eludir con mi disimulo la vigilancia de dos de sus escoltas. Fue
entonces que un tercero, al que no había visto, se limitó a decirme:
"Hasta aquí". Nunca más volví a intentarlo. Comprobé lo que mucho antes
Rine logró intuir: era peligroso tratar de estar cerca de Castro.
¿Castro? Confieso que esta distinción impuesta en Miami me resultó ajena
por muchos años y sólo ahora no me molesta. Si empalagoso es el oír el
"Fidel" o el "nuestro querido Fidel" de los adulones en la Isla, tampoco
me entusiasma un "Castro" que quiere anular cientos de frustraciones en
el exilio enfatizando con ira un apellido. Hoy puedo mezclar ambas
palabras a mi antojo, dueño al menos de la forma de nombrarlo, sin
practicar la fidelidad de la Isla ni el anticastrismo del exilio histórico.
Fidel fue una presencia frecuente —a veces venía una o dos veces por
semana, en ocasiones pasaban un par de meses sin verlo— en la Plaza
Cadenas de la Universidad de La Habana cuando yo luchaba por graduarme
de físico nuclear y luego de psicólogo y sociólogo. Luego esas visitas
fueron distanciándose más, pero antes de que esto ocurriera decidió
limitar los temas de aquellas "conversaciones", que con frecuencia se
extendían por varias horas. Nada de política internacional dijo un día,
"porque luego lo dicho por él en aquel lugar se interpretaba como la
posición oficial del gobierno".
Esa reserva inicial marcó el comienzo de un distanciamiento. Poco a poco
se encerró más y más en su despacho de la Plaza de la Revolución y en
sus visitas programadas o "sorpresivas" y en las actividades políticas
en las cuales consideraba indispensable su presencia.
Sin embargo, a punto de iniciarse la década del 1980 —que cambió por
completo al país con el éxodo del Mariel— todavía contemplaba a veces su
caravana de jeeps por la avenida 26 en el Vedado, rumbo a la calle 23
para doblar a la izquierda y dirigirse hacia Miramar y la zona de las
playas, avanzando a poca velocidad y respetando los semáforos. El
sentado al frente en uno de los vehículos. Pienso que mi generación fue
la última que conoció a un Fidel más o menos cercano, pero en muchos de
nosotros esa cercanía personal nunca logró disminuir el hecho de que
estábamos obligados a aceptarlo.
Cuando Castro finalmente muera, creo que podré recuperar la imagen de un
Fidel de poco más de 50 años, que es la que domina mi vida de adulto en
Cuba, y también la del gobernante joven que marcó mi niñez y
adolescencia. Pero en ambos casos, estos recuerdos solo serán un asidero
para volver a mi propia juventud y nunca una añoranza de una época heroica.
Quienes el primero de enero de 1959 éramos niños, nacimos bajo un signo
hasta cierto punto siniestro: no somos los hijos de la Revolución —que
vinieron después—, sino sus hijastros.
Por capricho o necesidad de la que nos enseñaron era nuestra segunda
madre —la tan traída y llevada patria cubana— fuimos entregados a un
padre putativo, dominante y despótico, también sobreprotector y por
momentos generoso, al que tratamos no sólo de complacer sino de obedecer
siempre. No nos quedaba otra alternativa fue siempre nuestra justificación.
Vinimos al mundo con un destino injusto: ser una generación puente.
Nuestro pecado original fue no nacer lo suficiente temprano para
participar en la lucha revolucionaria, ni lo suficiente tarde para vivir
en el "mundo glorioso del comunismo".
Nunca tuvimos derecho a la vana ilusión de la infancia feliz de la
pañoleta de pionero ni al miedo real de la pistola terrorista oculta
bajo la camisa. Nuestro destino vulgar se caracterizó por el
aburrimiento: el trabajo productivo y la guardia nocturna con el fusil
sin balas.
Lo primero que nos quitó la revolución de Castro fue el derecho a la
adolescencia. Mientras los jóvenes en todo el mundo quemaban banderas
norteamericanas, desafiaban el poder establecido y fumaban mariguana,
nosotros —pelados y obedientes— marchábamos bajo el sol ardiente y
fingíamos una moral estoica y una entrega absoluta a unos ideales que
nos habían impuesto sin nuestro consentimiento.
No puedo entonces abrigar emoción alguna por un Fidel heroico y rebelde.
Me justifica la esperanza de que mi sentimiento es compartido por
millares, que como yo recordamos con desprecio al gobernante que nos
prohibió a los Beatles, obligó a tener el pelo corto e impuso la
insoportable estupidez de considerar que el vestir un pantalón vaquero
—"pitusas" los llamábamos entonces— era una provocación ideológica.
Se hizo todo lo posible para impedirnos la posibilidad de equivocarnos
con una apariencia viril, de luchar en uno y otro bando. Cuando llegamos
a la edad de matar y morir impunemente, las guerras habían concluido, se
limitaban a una opción para escogidos y estaban distantes aún las
conquistas africanas plagadas de corrupción y sacrificios inútiles (fue
el exilio quien vino a librarme de participar en ellas).
Cuando cumplí la mayoría de edad estaba vigente la Ley del Servicio
Militar Obligatorio, el permiso de salida permanente del país vedado
para los jóvenes y la enseñanza convertida en un ejercicio de chantaje
que obligaba a demostrar no sólo una callada obediencia sino también una
participación activa en las "tareas de la revolución".
A mi generación le fue imposible ver en Fidel al joven rebelde, apoyado
o rechazado por decisión propia, sino admitirlo como un dios natural,
impuesto por la historia convertida en religión de las masas. Sus largos
y fatigosos discursos leídos con desgano pero con apariencia de interés
en reuniones y "plenos estudiantiles", donde se "discutían" las
oraciones pronunciadas por el Comandante en Jefe para concluir sin
disensión alguna que todas eran perfectas, con las comas bien colocadas
y los puntos —especialmente el punto final— apuntando siempre al corazón
del enemigo.
Fuimos maestros de la espera. Nos enseñaron a dominar el arte de la
paciencia: un futuro mejor, un cambio gradual de las condiciones de
vida, un viaje providencial al extranjero. Nos enseñaron también a no
arriesgarnos, a no creer en el azar, a resignarnos a la pasividad.
Todavía a veces seguimos esperando. Por eso la incredulidad ante la
noticia de la gravedad de Fidel. Hemos hecho todo lo posible para
cumplir nuestro destino sin su presencia. Si hemos podido desterrarlo de
nuestras vidas, el día que fallezca debemos tratar de olvidar su muerte
lo más rápido posible. No lograrlo sería otra frustración. Intentarlo al
menos nuestra mayor esperanza.
Source: "La generación que debía obedecer - Artículos - Opinión - Cuba
Encuentro" -
http://www.cubaencuentro.com/opinion/articulos/la-generacion-que-debia-obedecer-297980
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