Los miserables
Marta Santos
La Habana, 08-06-2011 - 11:27 am.
Las estadísticas oficiales se jactan de un paraíso para la longevidad,
pero las calles se llenan cada vez más de ancianos desamparados.
Ancianos hacen cola para comprar periódicos. (AP, La Habana, enero de 2011)
El doctor Eugenio Selman-Housein tiene una frase para cebar su orgullo.
"Cuba tiene más centenarios que Japón".
A poco más de cien metros del Hotel Nacional, donde el exmédico de
cabecera de Fidel Castro certifica la estadística en el noveno Encuentro
internacional de Longevidad Satisfactoria, un anciano sin piernas,
recostado en la fachada del cine La Rampa, alza los brazos implorando
una limosna. La mayoría ni depara en su gesto. Otros lo miran, pero
siguen de largo. En media hora, sólo una señora ha colocado algún dinero
en el regazo del lisiado. Está a punto de anochecer. ¿Cenará?
Según Selman-Housein, de 81 años, descendiente de emigrantes libaneses,
la receta para llegar a la longevidad comienza por tener motivación,
abdicar de una vida licenciosa —no fumar como prioridad— y "tener una
alimentación sana, rica en frutas y vegetales", además de practicar
ejercicios físicos y entregarse a la cultura.
Un país pobre y de viejos
Con una población de 11,2 millones de habitantes, en Cuba se
contabilizan actualmente 1551 personas que rebasan la edad centenaria,
lo que coloca al archipiélago por encima de otro, asiático, que es Japón.
Aunque ignorada por el libro Guinness de récords, Juana de la Candelaria
Rodríguez, la Candulia para parientes y vecinos, sería la mujer más
vieja del mundo. De acuerdo con su acta de nacimiento suma 126 años y
vive en el poblado de Campechuela, a poco menos de 900 kilómetros al
este de La Habana.
La esperanza de vida en Cuba es una de las más altas de la región. Se
ubica en unos 78 años. En el caso de los hombres 76 y en las mujeres 80.
La población cubana, que como tendencia remite en términos absolutos, ya
acumula casi dos millones de personas con más de 65 años. En tan solo
quince años, la ancianidad tocará los casi tres millones, lo que
representaría más de un cuarto de la población. Un país de viejos se
instala en el horizonte y los sistemas asistenciales no dan abasto. Esta
es la paradoja. A la par que engordan las estadísticas de longevidad,
otro tanto ocurre con los desamparados que la prensa oficial, en su
gramática particular, llama deambulantes.
Suelen ser apestosos, enajenados, pícaros, solemnes, taimados, honestos
y persistentes en una ciudad donde extender la mano en busca de una
moneda ya no es más un acto conmovedor, sino una pose que para muchos no
pasa de la colección de estampas cotidianas.
[Un anciano pide dinero en una calle de La Habana.] Un anciano pide
dinero en una calle de La Habana.¿Estadísticas? DIARIO DE CUBA indagó en
algunas instituciones. Nadie responde. "Llame otro día", dicen. Si se
pregunta por las biografías de estos seres, apenas sabrán responder
sobre sus destinos. Balbucean, desvarían, cuentan vidas que distan de
ser las suyas. En su mayoría, sobreviven sin amparo familiar, algunos se
han fugado de centros asistenciales, otros, con magros recursos
financieros, consiguen el milagro de despertar al día siguiente en un
portal cualquiera.
Alcohólicos y dementes, sobrios y racionales, todos son trapecistas en
la delgada línea entre la vida y la muerte. "¿Cuando fue la última vez
que visitó a un médico?" "Quien se acuerda. A mí me cura el sol",
responde uno de ellos.
Reajuste de estrategias
Ya no revenden cigarrillos, ni sobres de café, ni tubos de pasta
dentífrica. Tales artículos, presuntamente subsidiados, el gobierno los
ha sustraído de la cartilla de racionamiento, colocándolos en el mercado
liberado. Como pueden, estos desamparados se adaptan a los nuevos
tiempos y cambian las tácticas. Se mueven dentro del mapa del dinero, no
de la piedad. Las iglesias son cosa del pasado. Las tiendas en dividas
son ahora el escenario más prometedor. También los restoranes y las
cafeterías.
La señora E. sólo solicita comprar diez centavos convertibles. Es
respetuosa y viste como una anciana atendida. En su mano derecha empuña
dos pesos de papel y reclama a los clientes de la tienda en divisas de
edificio Focsa un cambio caritativo. Tiene éxito. En esta mañana soleada
de verano, alguien le ha entregado los diez centavos, pero no ha
aceptado el cambio. "Gracias, que Dios le de salud", agradece. Da unos
pasos. Acomoda su esqueleto. Se parapeta en una de las puertas del
mercado y limpia sus antiguos lentes de miope con la punta de la saya.
Espera por otro candidato. Sus tenis de lona, alguna vez negros y ahora
rotos en la punta —bautizados como chupameao porque se rajan por la
suela— ofrecen un código de pobreza que contrasta con su gentil petitorio.
"El Moro", por su parte, no ha tenido igual fortuna. Apostado en una
esquina de los almacenes de Carlos III, nadie le hace caso. Mastica
aire. Su cara es tan grasienta como su saco de color churre. En el
turbión del público que entra y sale, es posible confundirlo con esas
estatuas humanas, limosneros postmodernos, que pueden verse en la franja
colonial de La Habana atrapando la piadosa curiosidad de los turistas.
La pestilencia del "Moro" lo expulsa de tal imaginario. No extiende la
mano, ni maraquea una latica en su regazo. Es difícil saber su condición
de mendicante. Alguien lo tomaría por alcohólico. Una cauta dignidad lo
mantiene retenido en una zona de dudas. Nadie lo mira y él tampoco mira
a nadie. Termina por marcharse del lugar. Pasos cortos. Volverá mañana.
"Por mi mano derecha, que está rota hace diez años", clama una anciana
en una esquina de la avenida 23, muy cerca del mar. Por cinco pesos,
echa las cartas. "Adivino lo que pasará a cada cual", profetiza. Una
estampa de San Lázaro y un perro sin pedigrí la acompañan en sus
andanzas. Viste de hombre y unas gafas oscuras impiden ver su mirada.
Muy cerca del campamento de esta anciana —un muro bajo la sombra de un
balcón con macetas— el doctor Selman-Hosein afirma que "Cuba es el país
ideal para vivir 120 años", porque "el cubano es el único gobierno que
se preocupa en primera instancia por el pueblo". El auditorio lo aplaude.
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