El surco se extendía infinito frente a nuestros ojos. Tampoco ese día se 
cumpliría la norma, pero ¿a quién le importaba? En aquella escuela al 
campo nos ejercitábamos realmente en una práctica muy extendida por todo 
el país, la de simular que trabajábamos. Cuando los profesores nos 
observaban, doblábamos la espalda y fingíamos arrancar las hierbas malas 
que rodeaban las espigadas plantas de tabaco. Si se iban, volvíamos a la 
posición horizontal para hablar de nuestra principal obsesión de 
adolescentes que ¡sorpresa! no era el sexo sino la comida.
Esa mañana, la máquina de regadío estaba parada en medio del terreno y 
parecía un albatros de amplias alas atascado bajo el sol. Mis amigas y 
yo nos metimos en la cabina vacía, tocamos la palanca, los botones, el 
timón. Saltamos sobre el remendado asiento y fantaseamos con que aquel 
trozo de metal chirriante iba a echar andar y mojaríamos con su riego a 
todos los estudiantes. Nos reíamos por anticipado, pero ni una sola gota 
salió de los larguísimos tubos que se extendían a ambos lados. Sin 
embargo, mientras husmeábamos aquí y allá nos topamos una lata con unas 
frutas raras. Tenían la forma de un pimiento, pero el color iba del 
amarillo al anaranjado intenso y una semilla les colgaba por fuera. 
Jóvenes urbanas, atrapadas entre las carencias del racionamiento y el 
colapso agrícola, no había forma de que supiéramos que aquello era un 
"marañón".
Les hincamos el diente de inmediato. Dulce, suave y después, cuando la 
boca comenzó a resecársenos, pensamos que nos habíamos envenenado. 
Corrimos horrorizadas, gritando. La carcajada del profesor duró largos 
minutos. Cuando la sensación astringente pasó, nos quedó el deseo de 
morder otra vez esa textura que ya había sido cantada en las décimas 
guajiras, mencionada por nuestros abuelos y pintada por algunos pinceles 
del siglo anterior. Quedé impresionada por aquella fruta prohibida de 
nuestro paraíso socialista. Pasarían casi veinte años antes que la 
volviera a encontrar.
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