Cartas de poetas aburridos: cónsules tristes y confidencias
12.09.2009
Martes
De Nefatalí Reyes a Lucila
No hay perdón para el talento desbordado. En algunos países de América,
dicen los sabios americanos, está prohibido triunfar. Se necesita que
los hombres y las mujeres destacados muestren de vez en cuando zonas
oscuras de su vida, enseñen los defectos, descubran sus pecados y
confiesen sus extravagancias.
Uno de esos personajes seguido por leyendas y cuentos de camino de
broncas y desaires ha sido Pablo Neruda. Un libro que salió en Chile
esta semana acaba con el mito de sus batallas con su compatriota
Gabriela Mistral, la primera persona de aquel continente premiada con el
Nobel de Literatura.
Cartas a Gabriela se llama la obra y recoge la correspondencia de los
dos poetas entre los 23 años que van de 1934 a 1957.
La prosa que se cruzan los dos premios Nobel, según su compilador
Abraham Quezada, no alcanza grandes vuelos literarios. Son piezas
escritas sobre temas de la vida cotidiana y tratan sobre todo de los
avatares del trabajo en diferentes consulados de Chile.
Las 25 cartas tienen un tono respetuoso (había una diferencia de 15
años) y muestran, a juicio de Quezada, un especialista en la obra de
Neruda, una relación de sinceridad y amistad que une a dos chilenos que
están fuera de su país. Las misivas aparecen fechadas en Capri, en
México o Madrid.
Se puede ver confianza en la relación epistolar de los dos escritores.
En una de las primeras cartas Neruda le propone a su amiga comprarle a
plazos su máquina de escribir. Y luego la hace cómplice de unos asuntos
del corazón.
Ella también ganó fama de mujer altiva y rencorosa. A modo de
presentación se recitaba de memoria estas dos líneas escritas cuando,
cinco años después de ganar el Nobel, le otorgaron el Premio Nacional de
Literatura de Chile: «Yo soy Lucila Alacayaga, alias Gabriela Mistral,
primero me gané el Nobel y después el Nacional».
En 1965, Neruda la recordaba así: «Gabriela me dio la deslumbrante
sensación de un ser que, completamente local, terrestre, chilena, tenía
una mirada universal».
Jueves
Rumbas y penas
Si en los años 90 había una casa peligrosa en el barrio habanero de Los
Sitios era la de Fernando Velásquez. El dueño acababa de salir de las
alambradas de la cárcel de Manacas, en Matanzas, después de cumplir una
condena por un delito político, y por otra parte, todos estábamos
seguros de que ese bajareque apuntalado y cosido con alambres de púas se
derrumbaría en cualquier momento. Se levantaba en un segundo piso y en
el balcón, recostado en la baranda herida, Velásquez, veía pasar la vida
y la muerte de una ciudad acribillada por medio siglo de socialismo real.
El que miraba, el que salía a caminar y entraba en los solares, el que
se iba a reencontrar en ciertas esquinas con su niñez, con amigos, con
la gente del barrio y de La Habana, era uno más de los de allí. Un
hombre que tomaba notas y lo captaba todo con la ventaja de conocer las
contraseñas de ese mundo. Y con la inteligencia y la visión de haber
aprendido las claves de otros dominios en los libros y en algunas
escuelas tradicionales.
Nacido en La Habana, en 1951, con el breve expediente que he presentado
y el talento que le hayan querido dejar los Reyes Magos oculto en unos
ciscos de carbón, Velásquez ha escrito una novela sorprendente,
conmovedora, divertida y terrible. Su título es Última rumba en La
Habana y la acaba de reeditar Baile del Sol, de Canarias.
No me dan miedo las palabras, así es que dejo los adjetivos tal y como
me salieron después de repasar algunos pasajes del libro en los que he
visto al escritor empeñado en salvar una ciudad, una manera de vivir, a
la que ya le han caído varias capas de otras vidas y otras filosofías. A
pesar de que la esencia de geografía sea la misma, se hayan derrumbado
más edificios y el letrero del Bar El Caballo Blanco siga con su pérdida
de letras y le quede una cosa como ésta: «ar l abal o lanc».
El personaje principal es una mujer. Una prostituta con lecturas de
Rabrindanath Tagore y algunos capítulos de Huasipungo, con el barniz de
los que -como se dice por allá- pasaron por la Universidad en una
guagua. Para ciertos lectores puede ser un una persona entrañable. Una
muchacha que se hace libre nada más que en las llanuras de las camas,
que está desesperada por irse de Cuba y que narra sus aventuras eróticas
con una intensidad que, al final de las escenas, uno siente necesidad de
darse un baño.
Con ese mismo poder de comunicación trasmite, a mi modo de ver, la
primera impresión -desde dentro- de los sucesos del llamado Maleconazo,
una especie de rebelión popular que, en el verano 1994, hizo que por
unas horas grupos de habaneros de tomaran bajo su control algunas zonas
de la capital.
Es un relato del que no se escapa casi nada. La vida cotidiana, la
presencia de soldados cubanos en las guerras de África, la noche, las
fiestas, las relaciones con los extranjeros que van a hacer turismo
sexual y la fascinación de las religiones afrocubanas.
Velásquez entra en la vida espiritual de esa Habana de los 90 y, desde
luego, también en los desguaces de la materia. Es una novela sospechosa
porque, de pronto, aparecen en escena hombres y mujeres de carne y hueso
y toda la historia se llena de una corriente de veracidad y pierdes el
poder de quitarle sufrimiento a un personaje con el argumento de que es
una invención del escritor.
Así es que cuando baja desde la muerte el negro Francisco Siete Rayos y
le dice a la protagonista -a través de la madrina Amparo Baró- que no
monte botes chiquitos, se aleje de policía y se lave con hierbas de
Yemayá y Shangó, uno tiene miedo de que la mujer se lance al mar y salga
a la calle sin esas prevenciones.
Una novela, ya lo dije, decidida a retener una ciudad que sigue su paso,
como los ríos, y a donde nadie podrá volver nunca por mucho que la
quiera. Habrá que llevarla encima y envejecer en ella como enseñó
Constantino Cavafis.
He leído muchas opiniones sobre este libro de Fernando Velásquez, pero
me gusta esta visión que tiene de la novela Antonio Muñoz Molina: «Me ha
parecido espléndida, muy poderosa, densa de estilo, pero sin palabrería,
con excelentes personajes y a la vez con una cualidad testimonial muy
precisa y muy desoladora: en las escenas sexuales hay una mezcla de
erotismo y de exasperación que intuyo muy propia de la situación del
país... El uso de la música, de las letras sentimentales, cuadra muy
bien con el tono de la historia. Siempre encuentro que hay algo muy
profundamente español en Cuba».
Viernes
Junot
El que lleva ahora una breve y maravillosa vida no es Óscar Wao, el
personaje de la novela con la que Junot Díaz se ganó el premio Pulitzer
de Ficción en 2008. La lleva el mismo Junot Díaz que este mes será el
invitado principal en la jornada por la Herencia Hispana que se
celebrará en Nueva York.
El escritor dominicano se reunirá con los lectores, firmará ejemplares
en varias sesiones de la Feria Hispana del Libro y recibirá el
reconocimiento de instituciones y personalidades de la Gran Manzana.
Díaz, después de todo, está vacunado contra los embelesos. Trabaja sus
libros con vocación de obrero y a los pocos días de recibir el Pulitzer
le dijo a la periodista Ruth Herrera: «Pasa diez años escribiendo una
novela y aprenderás algo sobre la humildad».
Cartas de poetas aburridos: cónsules tristes y confidencias | Opinión |
elmundo.es (12 September 2009)
http://www.elmundo.es/opinion/columnas/raul-rivero/2009/09/19261231.html
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