¿Partido único plural?
RAFAEL ROJAS
Dentro y fuera de Cuba se debaten muchos temas sobre la realidad de la
isla y el exilio. A veces se tiene la impresión de que las diferencias
entre cubanos son infinitas e insolubles. Sin embargo, desde el punto de
vista político hay un asunto que divide a la comunidad cubana en dos
bloques claramente discernibles. De un lado, quienes piensan que un país
como Cuba, con su creciente heterogeneidad, se puede y se debe gobernar
con un partido. Del otro, quienes piensan que la pluralidad de
asociaciones políticas no sólo es un derecho ineludible, sino el mejor
modo de representación de los intereses contradictorios de la sociedad.
Estos últimos, que son tantos o más que los 800,000 militantes del PCC,
carecen de reconocimiento en la isla.
No todos los que defienden el partido único lo hacen por las mismas
razones. Hay quienes creen a pie juntillas que el partido único
garantiza la cohesión del país frente al enemigo y quienes todavía
piensan, sinceramente, que ese partido, inspirado por la ideología
obsoleta del ''marxismo-leninismo'', es la única institución capacitada
para encabezar la nación. Pero hay otros, también en la isla, que creen
que el partido comunista, después de cinco décadas de unanimismo e
intransigencia, puede transformarse en una organización plural. La
mayoría de los reformistas dentro del gobierno cubano piensa así.
Los límites de esa racionalidad son obsesivos. Los reformistas están por
la pequeña y mediana empresa privada, por eliminar los permisos de
salida y entrada al país y por abandonar el lenguaje confrontacional de
la ''batalla de ideas'', pero persisten en mantener incólume la
institución del partido único. Piensan que antes de transitar a un
régimen multipartidista es preciso experimentar la fórmula de un
pluralismo dentro del partido único. ¿Qué referencias tienen en mente?
Algunos, el bolchevismo leninista, cuando los diversos liderazgos
comunistas debatían sus diferencias públicamente; otros, el priísmo
mexicano, un partido cuasi único, donde también las facciones pugnaban
públicamente por las simpatías de la militancia.
Ambas referencias descansan sobre malas lecturas de la historia del
siglo XX. Robert Service ha destruido detalladamente el mito de un Lenin
flexible contrapuesto a un Stalin dogmático. Fue Lenin el creador del
gulag, de la policía secreta, de la brutal descalificación ya no de
opositores, sino de simpatizantes ''veleidosos'' o ''infantiles'', como
los mencheviques o los anarquistas, por no hablar de los
socialdemócratas. La supuesta ''pluralidad'' del período leninista no
fue otra cosa que el natural y conflictivo estado de imposición del
consenso ideológico en una coyuntura nueva: el primer comunismo del mundo.
En cuanto al PRI mexicano, es cierto que resultó ser un régimen eficaz y
duradero. Pero la naturaleza autoritaria de aquel gobierno no se oculta
hoy a nadie en México, ni siquiera a los propios priístas que con tanta
insistencia hablan de un ''nuevo PRI''. Las siete décadas de hegemonía
de la ''gran familia revolucionaria'', en México, también dejó un
cuantioso saldo de represión y exclusión de opositores políticos, de
izquierda y derecha. La guerra cristera, la matanza de Tlatelolco en el
68 y los tantos atentados a panistas y perredistas fueron costos de
aquella ``estabilidad''.
La mayor limitación del pensamiento reformista cubano es su persistencia
en la negación de legitimidad para las políticas opositoras. Se pueden
debatir las ventajas o desventajas de un régimen de muchos o pocos
partidos, se pueden cuestionar las tendencias oligárquicas de toda
partidocracia, se pueden ponderar las diferencias entre parlamentarismo
y presidencialismo. Pero lo que no se puede hacer, sin socavar los
principios básicos de un estado de derecho, es penalizar a una oposición
pacífica que reclama libertades dentro de los angostos márgenes de una
constitución totalitaria.
Los reformistas de la isla, si realmente quieren producir ''cambios
estructurales'' en Cuba, no pueden aislar la economía de la política o
pensar, como los últimos soviéticos, en una perestroika sin glasnost.
Negar las realidades de la oposición y el exilio, con tal de ganar
tiempo en una flexibilización cosmética del sistema, es persistir en la
ficción del socialismo cubano, vivir dentro de las fronteras de un país
imaginario: el país de Granma. Ese país, creado hace medio siglo por el
orden revolucionario, ya no existe más.
Cuba es un nuevo país, con más del doble de población que en 1959 y con
una creciente diversidad social, dentro de la cual es preciso incluir a
la oposición y el exilio. Esa diversidad no puede ser gobernada por un
partido único. Las exclusiones e invisibilidades de la política cubana
son consecuencia de la ceguera gubernamental frente a una comunidad que
desborda ampliamente las instituciones del Estado insular. Bajo la
apacible y triunfal imagen del país de Granma sucede la realidad de
Cuba: un universo cada vez más complejo, que sólo puede ser equitativa y
racionalmente gobernado en democracia.
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