Publicado el 05-15-2010
La expulsión de los sacerdotes de Cuba
Un retiro en el mar
Por Mons. Agustín A. Román
Especial para DIARIO LAS AMERICAS
Al celebrarse este 15 de mayo cincuenta años de la ordenación episcopal
del Padre Obispo Mons. Eduardo Boza Masvidal como Auxiliar de la
Arquidiócesis de La Habana, y ver cómo lo recuerdan aquellos que lo
conocieron y a través de ellos los que sin conocerlo lo admiran, me he
movido a escribir este artículo sobre el injusto destierro del cual soy
testigo.
Cuando entramos en el barco descubrimos que había otros sacerdotes de
distintos lugares de la Isla que habían llegado primero. No sabían por
qué les habían llevado allí ni a dónde irían. También yo me hice la
misma pregunta.
Entre los días 14 y 17 de septiembre de 1961 fuimos llegando hasta
completar el número de 131 sacerdotes de las seis diócesis que había
entonces en Cuba. En esa época la persecución contra la Iglesia fue dura
de parte del gobierno. Teníamos 700 sacerdotes para atender a seis
millones de fieles. Desde los años '60 las expulsiones de sacerdotes
comenzaron con la excusa de que eran extranjeros. El plan era limitar el
clero a 200 sacerdotes con lo cual, según pensaban ellos, se debilitaría
la Iglesia hasta extinguirse. Nosotros caímos en el último grupo.
Nos habíamos propuesto no salir, para acompañar al pueblo al que
queríamos servir espiritualmente. Nos sacaban en las noches sin decirnos
a dónde íbamos, aprovechando que los fieles no podrían despedirnos. Nos
preguntábamos en aquel barco a medida que íbamos llegando ¿Qué habíamos
hecho para merecer el destierro si éramos tan cubanos como los que nos
expatriaban? No pudimos llevar el pasaporte, los que lo teníamos, ni
ningún objeto. Sólo contábamos con la ropa que llevábamos puesta.
El Capitán del barco, que era todo un caballero, nos recibía con
hospitalidad dentro de nuestra incertidumbre. No podía ofrecernos un
camarote donde descansar porque no tenía; ya el barco estaba lleno de
pasajeros que venían de México y Centro América y hacía su parada en La
Habana para recoger a los de Cuba. Gracias que se nos dio una frazada a
cada uno para que durmiéramos en las bodegas. Allí comprendimos la
importancia de una cama, de un jabón de baño, pasta y cepillo de
dientes, una cuchilla para afeitarnos y la ropa para cambiarnos. Nada
teníamos.
Las horas pasaban hasta el día 17 preguntándonos si nos permitirían
quedarnos o partiríamos al exilio. Al mediodía vimos a través de las
ventanas a dos sacerdotes con sotana que los milicianos armados traían.
Lo hacían como si fueran delincuentes. Al llegar los reconocimos: era el
Padre Obispo Mons. Eduardo Boza Masvidal acompañado del padre Agnelio
Blanco, su fiel compañero. Los esperaba el Encargado de Negocios de la
Embajada de España, Don Jaime Capdevila quien, con un gesto reverente,
le daba la bienvenida besándole el anillo episcopal a aquel que le
entregaban con desprecio.
Al subir al barco, en lo alto de la escalerilla y antes de entrar, el
Obispo se viró hacia los milicianos y les dio la bendición. ¡Qué
contraste… los cubanos milicianos lo entregaban con odio y el extranjero
lo recibía con amor hospitalario! Alguien dijo: "Al galletazo le
respondió con el beso de la caridad". Al hacer su entrada en el barco se
le recibió con un gran aplauso. Recordé entonces la frase del Señor:
"Bienaventurados los perseguidos por hacer lo que es justo". Su sotana y
su ropa pedían limpieza. Venía de la prisión del G2 donde había
permanecido varios días detenido. Su rostro estaba cansado por los
intensos interrogatorios cuando lo despertaban tarde en la noche y lo
llevaban a habitaciones con temperaturas sumamente frías.
La sirena del barco sonó avisando la salida y rápidamente, todos en
sotana y con muchos de los pasajeros, subimos a cubierta desde donde
veíamos a los que se acercaban al muro del malecón a despedirnos.
Cantaban ellos y les acompañábamos nosotros, el himno "Tu reinarás…"
Así, con lágrimas en los ojos, para el Obispo y para nosotros fue
desapareciendo Cuba en el horizonte con la esperanza de un regreso rápido.
En aquella primera noche Mons. Boza, como el Buen Pastor, organizó el
viaje para que sacáramos el mayor provecho del mismo. En la mañana y
después del temprano desayuno, debíamos encontrarnos en la Capilla para
la celebración de la Eucaristía. Como en aquella época no se tenía la
concelebración, pedimos al Obispo que él la presidiera y todos
participábamos recibiendo a Cristo en la Comunión.
Como en el recorrido encontraríamos un anunciado huracán, el barco tuvo
que desviarse, aunque sus consecuencias las sentimos, sufriendo algunos
los mareos que les hacían más penosos los días. El Obispo cada día nos
predicaba en la Misa, y al comentarnos las lecturas descubríamos la
visión de fe del "hombre de Dios" que con su palabra nos fortalecía.
Entonces recordábamos las palabras del Sermón del Monte: "Dichosos los
que sufren porque serán consolados". Después llegaba la hora del
almuerzo en el que podíamos participar gracias a la generosidad del
Capitán, porque ninguno tenía dinero con qué pagar.
La tarde la dedicábamos a orar y reflexionar en un salón en que se nos
permitió reunirnos. Allí conocí mejor al Obispo cubano, aunque ya lo
había acompañado cuando empezaba yo a soñar con el sacerdocio,
sirviéndole en la Misa dominical de la parroquia de Ceiba del Agua en
los años '40. Reflexionábamos sobre el pasado y el presente, y nos
atrevíamos a echar una mirada al futuro. Al revisar el pasado
encontrábamos deficiencias voluntarias e involuntarias en el trabajo
pastoral. Cuántas vivencias misioneras de algunos sacerdotes mayores me
despertaban a mí, que tan sólo tenía dos años de haber sido ordenado.
Allí tuvimos la oportunidad de conocer de cerca el dolor de la
persecución a la Iglesia al oír la voz de sacerdotes diocesanos y
religiosos de todas las diócesis. Habíamos vivido dos años de silencio
obligado esperando que aquello cambiara. Durante la exposición de la
realidad el Obispo no hablaba, y al final de la tarde abría su corazón
con gran equilibrio invitándonos a contemplar aquello a la luz de la fe.
Y pensábamos en la frase del Señor: "Dichosos los que trabajan por la
paz". Aquella reflexión la escribimos y hoy se encuentra en el libro
"Cor Unum", que publicó CRECED (Comunidades de Reflexión Eclesial Cubana
en la Diáspora) en el año 1993, con motivo de cumplirse 25 años de las
reuniones de la Fraternidad del Clero y Religiosos de Cuba en la Diáspora.
En aquel retiro en pleno mar Mons. Boza nos invitaba a pensar en el
futuro: aprovechar nuestra experiencia pastoral al servir en cualquier
lugar en que nos recibieran, sin olvidarnos de Cuba. Recomendaba el
estudio para mejor conocer la Doctrina Social de la Iglesia y la
importancia de implementarla a través de un laicado bien formado.
Al atardecer del día 27, al llegar al puerto de la Coruña en España,
habíamos terminado el gran retiro donde había nacido la Asociación de
Sacerdotes Cubanos de la Diáspora, sin reglamento y tan sólo unidos por
el lazo de una gran amistad compartida. Nos avisaron a los pasajeros
antes de llegar que preparáramos los equipajes. Nosotros nada teníamos.
Al salir del barco la prensa esperaba a Mons. Boza. Un periodista,
asombrado al ver entre tantos pasajeros a 131 sacerdotes expulsados, le
dijo al Obispo: "Parece que Dios se ha olvidado de la Iglesia en Cuba" y
el Obispo respondió: "No, parece que Dios quiere que la Iglesia en Cuba
sea misionera".
Después de tantos años, al recordar esta frase, creo que en el corazón
del Obispo había una respuesta al mandato del Señor: "Vayan y hagan que
todos los pueblos sean mis discípulos". (Mateo 28, 19).
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