Friday, September 9, 2011 | Por José Hugo Fernández
LA HABANA, Cuba, septiembre, www.cubanet.org -Alguna vez, en Cuba,
durante los primeros años de la revolución, pareció condenada a quedar
como historia vieja la de aquellos sicarios de la tiranía de Batista,
cuyos apellidos llegaron a convertirse en sinónimo de crueldad y crimen.
Ventura, Carratalá, Sosa Blanco, Masferrer… son sólo unos pocos de esos
apellidos de pavorosa cita, que ya, por suerte, se han ido difuminando
en la memoria popular, al punto que en la actualidad no significan nada
para la mayoría.
No obstante, quizá no sea ocioso afirmar que los sicarios policiales que
hoy despuntan entre nosotros, de un modo cada día más patente, son la
continuación directa de aquella fauna, o como dice el dicho: el mismo
perro con distinto collar.
Es posible que muchos de estos nuevos sicarios (la generalidad
probablemente) ni siquiera conozca el quehacer de sus desalmados
predecesores. Pero ni falta que les hace. Ya se ha escrito y estudiado
con abundancia sobre la finísima línea que separa la actitud del ser
civilizado y la del salvaje. También se ha demostrado con alarma lo
fácil que el civilizado puede convertirse en salvaje, mucho más fácil y
rápido que el salvaje en civilizado. Basta que predominen ciertas
circunstancias, más el expeditivo de la impunidad.
De manera que el oficio de esbirro no tiene que ser vocacional. Mucho
menos hereditario. No se aprende viendo como lo ejercen otros. Quizá
podría decirse que es inherente a la naturaleza de los humanos, es la
eclosión de un germen que todos llevamos dentro y que suele prosperar
estimulado por factores que vienen de allende la piel, como la
ignorancia y la miseria, o la manipulación del más fuerte.
Hace pocos días, un amigo, Modesto Cordero Azcuy, que vive en Punta
Brava, municipio habanero de La Lisa, me contaba detalles acerca de cómo
un oficial del ministerio del interior vino a buscarlo a su casa, para
amenazarlo con su pistola, debido a cuestiones que nada tienen que ver
con la política ni la ilegalidad.
Mi amigo identifica a este oficial como Juanca, pues ya casi es ley que
los nuevos esbirros, al contrario de los del batistato, nunca confiesen
su nombre real a las víctimas, sino apodos. Y dice que reside
eventualmente en Punta Brava, en la casa de una mujer, quien fue justo
el motivo por el cual el oficial lo amenazó.
Cuenta Modesto Cordero que tan pronto recibió la visita del oficial
Juanca –con su pistola Makarov dispuesta-, fue y le estableció una
denuncia en la Séptima Estación de la PNR, ubicada en el barrio San
Agustín, de La Lisa. Una gestión condenada al fracaso, ya que, aunque se
ha presentado ante distintas instancias, incluida la de un fiscal, todos
demuestran parcialización para apañar a Juanca.
Es mera anécdota, un sucedido entre tantos, pero lo cito porque al
conocerlo no pude evitar su cotejo con otros similares que solía
contarme mi madre. Entre ellos, recuerdo –porque no he podido olvidarlo-
el caso de un esbirro de Batista que además era cornudo, así que cada
vez que sospechaba que algún hombre del barrio hacía diana en las
simpatías de su dama, iba a buscarlo, lo esposaba, ponía mariguana en
sus bolsillos, y lo enviaba a chirona por traficar con drogas.
Tal vez alguien considere que el conflicto de Modesto Cordero con el
susodicho Juanca (al igual que el de aquel batistiano cornudo)
represente un ejemplo menor entre el gran collar de atrocidades
cometidos tanto por los Ventura y Carratalá como por nuestros nuevos
sicarios de hoy. Tendrá razón. Mas un simple repaso a la teoría sobre
cómo el ser civilizado se convierte en salvaje, desvela el peso de los
ejemplos menores como conductos decisivos hacia el mal mayor.
Los esbirros de hoy, más que engendros tardíos de la violencia
revolucionaria de los años sesenta, lo son de la miseria material y
espiritual y de la corrupción que ha venido ocasionando la esclerosada
dictadura totalitaria en las últimas décadas.
Tal como a los policías de Batista les bastó con sentirse temidos e
imbatibles ante los de abajo, a la vez que amparados y comprometidos
ante los de arriba, para derivar hacia el salvajismo de la tortura, el
desmadre corrupto y el crimen, nuestros sicarios de nueva hornada
empezaron por recibir patente de corso para el atropello por razones
ideológicas (que nada tienen que ver con el delito ni con el orden
público) y en general para agenciarse el miedo a priori de la ciudadanía.
Le fueron cogiendo el gusto a las gratuidades que su uniforme impone
entre comerciantes, transportistas y otros gestores del pequeño negocio
particular. Y hoy casi todo es gratis para ellos, aunque no esté
escrito. Y desde ahí se expandieron hacia el soborno en grande y hacia
otros vicios que ya son proverbiales.
Desde la detención arbitraria contra ciudadanos honrados, marcados por
el sambenito político de antisocial o contrarrevolucionario, hacia el
asedio, la persecución y los maltratos psicológicos y físicos a
cualquier ciudadano, sólo porque no comparten su forma de pensar, o
porque encuentran sospechoso el color de su piel.
Desde el fuete en la cárceles y en otros espacios cerrados para el
alcance de la vista pública, al asalto violento e ilícito de casas de
familia a plena luz del día, y a las palizas y el arrastramiento casi a
diario de mujeres indefensas en las calles.
Es lo dicho, surgidos de una misma yema, los humanos todos nos parecemos
demasiado. Por eso es que una vez objetos de igual intemperie espiritual
y moral, y ya puestos a girar en la órbita del poder manipulador de las
satrapías, que son siempre semejantes, apenas resulta notable la
diferencia entre unos sicarios y otros, al margen de las épocas y otras
especificidades más bien de anecdotario.
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