Raúl Rivero, El Nuevo Herald, 17 de diciembre de 2006.
Madrid -- En su obsesión por crear una industria nacional que produjera
el hombre nuevo (una correcta oveja de paz y disciplina), los
especialistas de la mecánica social cubana han puesto en las calles y
las ciudades del país unas criaturas impredecibles y peligrosas que, por
momentos, no responden ni a la voz de los patronos y se mueven, como
ciertas bestias, por instintos y fuerzas primitivas.
Esos frankensteines criollos no se pueden identificar con facilidad.
Hacen su vida mediocre y controlada en aquella cotidianeidad planeada
por otros laboratorios del partido y, por lo tanto, nada más que
muestran su faceta criminal cuando los doctores los llevan a situaciones
especiales y se les somete a tensiones extremas.
Los escenarios naturales para verlos, fotografiarlos y entrevistarlos
(padecen de flujos verbales en los medios) son, por ejemplo, los mítines
de repudio, las escaramuzas de las brigadas de respuesta rápida,
cualquier acto represivo y violento donde se presenten en mayoría
absoluta y protegidos por la policía de sus creadores.
Esta semana, durante un episodio de fuerza organizado contra una
pacífica y silenciosa marcha de opositores en el Vedado por el Día de
los Derechos Humanos, se volvió a ver en acción, se sintió otra vez la
presencia demoledora y radical de ese embutido leninista que el gobierno
estimula con ollas chinas y pasteles de harina de boniato los 28 de
septiembre.
Esta vez apareció como mujer. Ana, palíndromo, de 42 años, combativa,
rabiosa, implacable frente al enemigo en minoría y desarmado. Dura con
los puños y con la palabra. "Tenemos que caerles a golpes --le dijo a un
corresponsal extranjero--, matarlos, asesinarlos a todos, así es como
hay que hacer; a los malos hay que tratarlos así...''
Aparte de la noción elemental de los buenos y los malos, un esquema que
prodiga la propaganda castrista y estabilizan los guiones de las
telenovelas, lo dramático es la firme inclinación al crimen, a la
eliminación física del adversario que enturbia el camino hacia la
felicidad y la abundancia que llevan medio siglo ahí mismo, al doblar de
la esquina, al cantío de un gallo.
Ana me remitió enseguida a los años iniciales de la década de los
noventa cuando a la poeta y escritora María Elena Cruz Varela, en la
barriada de Alamar, trataron de hacerle comer unos papeles mientras una
señora, también saturada de ira y odio como Ana, gritaba: "¡Que le
sangre la boca, coño, que le sangre!''
Hace pocos meses, en Ciego de Avila, se vio otro ejemplar. Un caso más
patético y comprometido: un niño. Una tropa enardecida insultaba al
abogado y líder opositor Juan Carlos González Leyva y asediaba su
residencia en la capital provincial. De pronto, entre las voces roncas
que denigraban al hombre solitario e indefenso, surgió la de un muchacho
que dijo en un tono tajante y reflexivo: "Si lo cojo, lo mato''.
Con estos personajes en la vía se llena de retenciones y nudos cualquier
avenida. Se envenena aún más la atmósfera que ya está contaminada. Los
hombres, las mujeres y los niños nuevos, que salen siempre contraídos y
deformes en las fotos, propagan una clase de sentimientos personales que
suelen tener empalmes con la venganza.
Para empezar a darle claridad a aquella isla hay que abrir las celdas de
los presos políticos y, entre cosas, retener en sus guaridas a estos
enfermos hasta que la democracia, la libertad, la vida misma les pueda
regalar una vacuna.
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