La justicia tarda, ¿pero llega?
Los dilemas de la paz y la justicia
Alejandro Armengol, Miami | 20/09/2016 9:38 am
Hay una viñeta de Vista del amanecer en el trópico, de Guillermo Cabrera 
Infante, que no se encuentra en las múltiples ediciones del libro en 
español. Tampoco en la versión francesa de Mille et une nuits, ni en la 
primera traducción norteamericana de Harper & Row. Para leerla se debe 
buscar la edición británica de Faber and Faber.
Cuenta Cabrera Infante que cuando el más apacible de los terroristas 
cayó en manos del más perverso de los policías de la dictadura 
batistiana fue torturado y casi asesinado. El hombre juró vengarse si 
lograba salir con vida de aquella situación, algo que sucedió casi por 
milagro.
Al caer la dictadura batistiana, el revolucionario buscó al torturador, 
pero este había escapado con Batista.
Pasaron los años y el exterrorista también tuvo que irse al exilio, que 
en su caso significó ir a vivir en otra isla, con igual idioma y algunas 
de las costumbres conocidas o ignoradas por largo tiempo, pero que no 
era Cuba. Allí continuó su vida de hombre apacible, pero sin olvidar 
nunca a su torturador.
Un día —sabemos que ocurrió casi veinte años más tarde, ya que la 
narración menciona el dato para los que gustan de las fechas— y en la 
ciudad donde ahora vivía, algo parecida a La Habana o que él quería que 
le recordara a La Habana porque esa era su ciudad, donde había vivido lo 
mejor y lo peor de su vida, el hombre, al que habían torturado 
salvajemente, vio a un anciano que intentaba cruzar una avenida muy 
transitada, solo con el auxilio de su bastón.
Ayudó al inválido durante esa travesía ahora peligrosa. Este le 
agradeció el gesto y se dio cuenta de que su posible salvador del 
momento también era cubano.
"¿Lo conozco?", preguntó el anciano ciego. Seguro que no, respondió el 
más joven. Pero seguro usted me conoce a mí, dijo el viejo. Y aquel 
hombre indefenso agregó un nombre que conocía de sobra el otro.
Este se dio cuenta de que estaba frente al torturador, a quien había 
buscado por más de un cuarto de siglo.
Por un momento, el exterrorista pensó que finalmente había llegado el 
momento de la venganza. Pero pasado ese instante, que para ambos hombres 
no debió transcurrir en igual tiempo, aunque sí en el mismo lugar que 
ahora compartían, el más joven —que también ya era un viejo— se limitó a 
decir que había oído el nombre. Luego partió para dedicarse a lo que le 
interesaba ahora, que no tenía nada que ver ni con política ni con 
revoluciones ni con asesinatos considerados como una forma de justicia.
Hay otra anécdota, u otra versión de la anécdota, que quizá sea la 
verdadera anécdota, y que por ello nunca llegó a la literatura. El 
exterrorista, que había ocupado un cargo muy importante durante los 
primeros años del régimen de Fidel Castro, decidió en una ocasión viajar 
a Miami. Sabía que en esa ciudad, a la que luego volvió con frecuencia, 
tenía muchos enemigos, que no le perdonaban —y nada indica que tras los 
años los que aún quedan vivos siguen sin perdonar, aunque todos los 
involucrados en esta anécdota, hasta su narrador original, ya han 
muerto— su participación en el proceso revolucionario.
Al llegar a Miami, el exterrorista recibió un recado de un famoso 
torturador batistiano, que luego vivió retirado apaciblemente en esa 
ciudad hasta su muerte, solo agobiado por los vejámenes de la vejez y de 
una esposa más joven que dicen lo maltrataba —y lo de la esposa joven y 
los insultos y las galletas que esta le daba puede que sea solo parte de 
la leyenda, y solo sean ciertas las torturas durante la época de 
Batista—, pero que entonces era un empresario activo dueño de una 
agencia encargada de brindar servicios de seguridad personal.
El recado en cuestión —y puede también que ambos torturadores sean una 
misma persona en las anécdotas, aunque en realidad asesinos diferentes, 
o que no se hable de un exterrorista sino de dos— era un ofrecimiento. 
El torturador de Miami le ofrecía protección —incluso estaba dispuesto a 
poner uno de sus empleados al servicio del exrevolucionario castrista, 
sin costo alguno—, porque sabía de los peligros a que se exponía el 
exterrorista con el viaje y la estancia en esa ciudad.
Me gusta repetir la anécdota, o la narración la supuesta anécdota, 
porque no se terminan ni los motivos ni los argumentos que la 
engendraron, aunque cambien los personajes, las naciones, las épocas y 
los procesos políticos.
Mario Vargas Llosa publicó en el diario español El País lo que vendría a 
ser una versión muy distinta del mismo problema. Ante la alternativa que 
enfrenta un colombiano, sobre si votar sí o no respecto al proceso de 
paz, el escritor recurre a otro escritor, Héctor Abad Faciolince, quien 
cuenta una trágica historia familiar: su padre fue asesinado por los 
paramilitares y el marido de su hermana fue secuestrado dos veces por 
las FARC, para sacarle dinero.
El hijo del padre asesinado votará sí al plebiscito y quien en dos 
ocasiones fue secuestrado votará no.
"Yo no estoy en contra de la paz", cuenta Vargas Llosa que el cuñado le 
ha explicado al otro escritor, el colombiano, "pero quiero que esos 
tipos paguen siquiera dos años de cárcel".
La cuestión en juego es si el costo de la paz es la impunidad de los 
criminales.
para quienes cometieron crímenes horrendos de los que fueron víctimas 
cientos de miles de familias colombianas.
Abad —que curiosamente se graduó en la Universidad de Turín, Italia, con 
una tesis sobre Tres tristes tigres, de Cabrera Infante— votará a favor 
del acuerdo de paz, escribe Vargas Llosa, porque considera que, "por 
alto que parezca, hay que pagar ese precio para que, después de más de 
medio siglo, los colombianos puedan por fin vivir como gentes 
civilizadas, sin seguirse entrematando. De lo contrario, la guerra 
continuará de manera indefinida, ensangrentando el país, corrompiendo a 
sus autoridades, sembrando la inseguridad y la desesperanza en todos los 
hogares. Porque, luego de más de medio siglo de intentarlo, para él ha 
quedado demostrado que es un sueño creer que el Estado puede derrotar de 
manera total a los insurgentes y llevarlos a los tribunales y a la cárcel".
Lo que está ocurriendo en Colombia es otro ejemplo de que la historia no 
se repite dos veces, sino muchas.
Para las naciones, la justicia y el desarrollo marchan muchas veces por 
caminos opuestos. La estabilidad, y la mejora del nivel de vida de los 
ciudadanos, se alcanza casi siempre a través de las vías más mediocres y 
menos gloriosas.
Los japoneses han dejado atrás el rencor por los millares de inocentes 
muertos en los bombardeos a sus ciudades durante la II Guerra Mundial, 
al tiempo que las atrocidades cometidas por el ejército imperial nipón 
han quedado reducidas a los argumentos cinematográficos.
El empeño en recobrar la totalidad de la memoria de la guerra civil 
española tardó muchos años en imponerse sobre el "pacto de silencio", 
que llevó a no hablar —ni siquiera en las reuniones familiares— de los 
asesinatos cometidos por ambos bandos durante la contienda, y todavía 
está en marcha y rodeado de polémica en España.
En otros países como Chile y Argentina, la necesidad de castigar a los 
culpables ha sido mucho más fuerte, debido en gran parte a que las 
heridas continúan abiertas.
Resulta provechoso que un fabricante japonés sea conocido por sus 
automóviles y no por los aviones que una vez creó para ser lanzados en 
ataques suicidas contra los buques de la armada estadounidense, ni por 
la utilización de prisioneros de guerra y ciudadanos chinos en labores 
de trabajo forzado.
Pocos saben —o les interesa el dato en la actualidad— de que la marca de 
perfumes y ropa de moda, Hugo Boss, logró salir de la bancarrota y 
alcanzar la plenitud industrial y económica gracias a la licencia 
obtenida como proveedores de uniformes a las tropas de asalto 
(Sturmabteilung), las SS, la Juventud Hitleriana, el Cuerpo de 
Motoristas Nacional-Socialistas y a otras organizaciones del partido nazi.
Pero también es necesario el conocimiento de la verdad. Alemania ha 
realizado una labor ejemplar, al poner en las manos de sus ciudadanos 
los expedientes acumulados durante años en la Stasi.
En cualquier caso, lo mejor para una nación es llegar al momento en que 
los hechos ocurridos durante dictaduras y guerras de cualquier índole 
son temas de libros y películas. Contribuir a no demorar su llegada 
merecería hasta un calificativo muchas veces distorsionado: es un deber 
patriótico.
En el caso de Cuba, esta inquietud apenas está planteada en un sentido 
más amplio, que incluya a víctimas y victimarios de ambos bandos. 
Enfrentarla es más provechoso que perseguir rumores y alentar bravatas. 
Preferible sustituir el rencor por la memoria y no por el olvido.
Source: La justicia tarda, ¿pero llega? - Artículos - Opinión - Cuba 
Encuentro - 
http://www.cubaencuentro.com/opinion/articulos/la-justicia-tarda-pero-llega-326675
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