Todos éramos guardaespaldas de Antonio Castro
Esta crónica se remonta a los días en que el vástago de Fidel Castro 
estudiaba en la escuela primaria.
Jorge Ignacio Pérez
junio 28, 2015
Un día cualquiera de verano, en vacaciones, llegó a mi casa un telegrama 
proveniente del Ministerio de Educación. Mi madre lo leyó a solas y 
luego se dirigió al teléfono para darle la noticia a mi padre:
-Roberto, tu hijo Jorge ha sido designado para estudiar en una escuela 
especial. Debemos presentarnos en el Ministerio de Educación, este lunes.
Sonaba extraño el comunicado, pero, aun así, mi madre sonrió. Después de 
colgar, se dirigió a mí y me dijo que ella estaba segura de que algún 
día su más pequeño hijo le daría una gran satisfacción, pero que no 
sabía cuál era.
El lunes regresaron juntos a casa, porque, a pesar del divorcio, se 
llevaban bien y eran capaces de almorzar en la misma mesa algunas veces. 
La información que yo tanto esperaba era la siguiente:
-Mi amor, por tus buenas notas, porque según nos dijeron has resultado 
el mejor expediente del municipio Plaza de la Revolución, por tus buenas 
notas has sido designado a una Escuela de Formación de Cuadros Pioneriles.
Las mayúsculas del citado colegio se vieron dibujadas en sus rostros, en 
los inmensos ojos brillantes y llenos de gloria de mis padres, jóvenes 
todavía porque en realidad se habían casado con 19 años él y 18 ella.
Así comenzó todo.
Cuando terminaron las vacaciones, el primer día de clases, a las siete 
de la mañana, tenía un autobús esperándome en la puerta de casa. El 
conductor se llamaba Domingo y, durante el curso entero en que me 
recogió, usó el mismo perfume dulzón que hube de recordar muchos años 
después cuando un golpe olfativo, ya de adulto, me llevó de vuelta a 
sexto grado.
La escuela se llamaba Esteban Hernández, pero justo cuando me 
matricularon  le cambiaron el nombre por el de Victorias del Socialismo. 
Era una antigua casona de la burguesía habanera, situada en el 
misterioso barrio de La Coronela, en el término territorial de 
Cubanacán. Quedaba cerca del Palacio de las Convenciones y de la Escuela 
de Ciencias Médicas Girón, o sea, tan lejos de mi casa que si no hubiera 
sido por el gran chófer Domingo –siempre me hizo sentirlo como el abuelo 
paterno que se me había muerto- mi madre no hubiera podido llevarme.
Desde afuera, en la rotonda de La Muñeca, no se veía absolutamente nada, 
sólo una cerca muy extensa forrada por dentro con plantas de areca. Allí 
me asignaron una taquilla, una preciosa profesora de ruso, un maestro de 
natación, otro de carpintería, otro de huerto escolar, otro de 
matemáticas, geografía y asignaturas básicas, un instructor de judo y 
una dietista personal. El jardinero era el mismo que limpiaba la 
piscina; apenas hablaba con nadie pero, al menos yo, le tenía miedo. 
Sabía que llevaba una pistola debajo de la camisa. Fue la primera 
observación que hice el primer día en que me llevaron a ese lugar. Para 
mí no era una escuela, sino un centro especial, nada más. Un recinto 
apacible, eso sí, pero riguroso porque nos obligaban a dormir las 
siestas con música indirecta, bajita de decibelios, que salía de unos 
altavoces de madera clavados en el techo.
El maestro y guía del grupo se llamaba Dagoberto. Era un tipo trigueño 
–moreno de piel- con rostro duro y nariz prominente. Durante el tiempo 
en que estuve allí –nueve meses- continué observándolo porque tenía 
actitud de llevar pistola y, sin embargo, usaba la camisa por dentro.
Entre los veintitantos alumnos, había un rubio a mi lado que se llamaba 
Antonio. Éste era tranquilo, no era el que más sobresalía, pero me llamó 
la atención que no subiera al autobús nunca. Mientras esperábamos a 
Domingo, aparecía un Lada rojo de último modelo conducido por una mujer 
relativamente joven, alta, recta y también misteriosa. Antonio subía al 
auto y se marchaba antes que nosotros. Yo lo seguía con la vista igual 
que al profesor Dagoberto.
Los muchachos de mi barrio, sus padres y vecinos no tan cercanos, 
llegaron a pensar que yo tenía algún problema. Un retraso mental, quiero 
decir. La única respuesta que dieron, a priori, a ese autobús gris de 
Transportes Escolares detenido en la puerta de mi casa era esa. Muy 
cerca, el autobús se detenía otra vez para recoger a una niña delgadita 
y muy buena, trigueñita, que se llamaba Celia Haydée. Ella y yo nos 
sentábamos juntos en el autobús, pero no en el aula. A Celia Haydée no 
le daban judo como a los varones. Pero idioma ruso y piscina sí.
El curso terminó y me llevaron a una escuela en el campo, en las afueras 
de la ciudad, mientras otros, como Antonio y Celia Haydée, fueron 
dirigidos a otras escuelas especiales de enseñanza media. A mí me 
enviaron a Gilberto Arocha, en el municipio rural de Güines, de donde mi 
madre me tuvo que sacar al poco tiempo porque casi me matan con un golpe 
en la cabeza propiciado con un rodillo de limpieza. Allí había niños 
delincuentes cuya afición era pelearse a puñetazos con otros niños, 
aleatoriamente.
Con el paso del tiempo, logré atar algunos cabos sueltos y supe de buena 
tinta que Antonio, mi compañero de pupitre en la Escuela de Formación de 
Cuadros Pioneriles, era uno de los hijos ocultos del Presidente de la 
República, Primer Secretario del Partido Comunista de Cuba –partido 
único- y Presidente a su vez de los Consejos de Estado y de Ministros, 
Comandante en Jefe Fidel Castro Ruz. Lo supe porque alguien que, muchos 
años después, estudió ortopedia con él, me lo dijo. Entonces, aquella 
mujer elegante y rubia que iba a recogerlo en un Lada rojo era Dalia 
Soto del Valle, la secreta amante y madre de varios hijos varones que el 
presidente nunca ha tenido a bien mostrar en público, mostrar a su pueblo.
El resumen de todo esto, pensando yo muchos años después, es que me 
escogieron de extra, de figurante, al cambiarme de escuela primaria por 
decreto estatal, y arrancarme a mis amigos, juegos predilectos, tiempo 
de béisbol, capturas de lagartijas en una especie de campo baldío que 
teníamos al lado de casa.
La cosa, sin embargo, no había comenzado con aquel telegrama del 
Ministerio de Educación (ya podía haberlo llevado directamente el 
ministro, el Gallego Fernández, que vivía entonces en la esquina de mi 
casa). Había comenzado en otra escuela especial que aparentemente no lo 
era. Porque en mi primaria de zona, llamada Gustavo y Joaquín Ferrer –de 
éstos supe que eran primos de Hubert de Blanck, un pianista cubano de 
origen holandés- estudiaba un hijo del hermano del Presidente de la 
República, o lo que es lo mismo: un hijo del Segundo Secretario del 
Partido Comunista de Cuba, Ministro de las Fuerzas Armadas 
Revolucionarias y General de Ejército Raúl Castro Ruz, hoy ocupando el 
puesto de Fidel por decreto directo de su propio hermano o del Estado, 
que es lo mismo.
También ese niño, llamado Alejandro, se sentaba a mi lado, y también era 
austero, como Antonio, aunque menos tranquilo. Los enseñaron a ser 
austeros y a no alardear de cosas materiales.
De los Castro, como ha dicho mi colega Juan sin Nada desde su exilio en 
Londres, no se puede decir, o no está comprobado, que sean avaros, 
rústicos transmisores de la opulencia al estilo de jeques árabes, aunque 
el viaje de Antonio Castro este fin de semana a Turquía, yendo por mar 
desde las islas griegas hasta el balneario Bodrum y rentando cinco 
suites, expone todo lo contrario. Los tiempos cambian;  los vástagos 
hacen de las suyas.
La crueldad de los Castro viejos, como contrapartida, radica en dictar 
decretos a mansalva y en enviar telegramas capaces de cambiar la vida de 
una persona, ya sea destinándola a una eufemística Escuela de Formación 
de Cuadros Pioneriles o a una guerra en África de la que muchos jamás 
volvieron.
Source: Todos éramos guardaespaldas de Antonio Castro - 
http://www.martinoticias.com/content/antonio-castro-guardaespalda-escuela/97665.html
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