[22-03-2012]
Alberto Medina Méndez
(www.miscelaneasdecuba.net).- Se puede entender que ciertos sectores
apoyen, en general, a las políticas del oficialismo, a las decisiones de
cualquier gobierno. Lo difícil de comprender es la irracional actitud de
algunos al firmar "cheques en blanco", al validar toda medida dispuesta
por un gobierno.
Y vale la pena insistir en esto de que resulta esperable que un grupo de
ciudadanos apoye ciertas determinaciones oficiales. Pero una cuota de
disparatado razonamiento hace que algunos decidan defender todo, sin
distinciones, sin permitirse siquiera la posibilidad de analizar si la
mirada aplicada es la adecuada.
No se dice nada nuevo, si se recuerda que el ser humano es imperfecto.
Acierta y se equivoca. Es parte de su naturaleza. Suponer que algún
iluminado jamás comete errores, es desconocer la especie humana.
Pese a ello, algunos insisten en esta visión, y pretenden asumir la
deidad de ciertos personajes de la política. Habrá que recordarles que
por mucho que se esfuercen en proteger a sus líderes, son sólo personas,
individuos comunes, con virtudes y defectos, y lejos están de la
perfección, de la excelencia o la superioridad.
Lo patético es que muchos de los que asumen este tipo de posturas
incomprensibles son personas con formación académica, con títulos
universitarios y cierto ejercicio intelectual, metódico, sistemático,
con gimnasia en esto de racionalizar ideas antes de tomar posición.
Sin embargo, predomina la sensación que la política ciega, que les nubla
la vista, impidiendo dar el paso lógico, esperable. Ese que invita a la
duda, a la reflexión, a la búsqueda de la verdad, con la curiosidad
científica tan propia de muchos.
Seguir a ciertos líderes políticos de modo irrestricto, sin ningún tipo
de reparos, no resulta inteligente. Muy por el contrario, es una acabada
muestra de la incapacidad para tener criterio propio, una visión
singular del mundo. Pretender coincidir en TODO con el mandamás de turno
y hacer la vista gorda frente a sus errores, no es sano, ni siquiera
para el gobernante.
Y cuando esos errores implican cuestiones más profundas como
discrecionalidad, arbitrariedad y hasta hechos delictivos, como la
corrupción, que conllevan prácticas políticas condenables a todas luces,
mucho menos comprensible es la actitud ciudadana.
Una nómina de supuestos aciertos, no nos pueden impedir ver todo lo que
está mal hecho, lo que es inaceptable, lo perverso e inmoral del
accionar de cualquier gobernante de turno.
Resulta difícil entender que extraño mecanismo hace que ciertos
ciudadanos honestos, gente de bien, claudique ante sus propios valores,
sólo por acordar con alguna parte de la circunstancial acción política
gubernamental.
No es sensato convertirse en cómplice de los corruptos, cuando uno en su
vida personal no acepta esa matriz de conducta. No existe necesidad de
avalar lo inadmisible para apoyar ciertas ideas.
Ni cuando se trata de los afectos uno pierde esa ecuanimidad. Con los
seres más queridos se siente la obligación de apoyarlos en sus aciertos,
pero no por ello se deja de señalar sus defectos, sus errores y se los
ayuda a recuperar el rumbo adecuado, mostrándole el camino.
Tal vez el deporte sea uno de los tantos ámbitos en los que los seres
humanos exacerbamos nuestra pasión, prescindiendo por instantes de la
racionalidad, para defender los colores de la camiseta elegida con
desenfrenado fervor.
Pero ni en ese terreno, ni en el deportivo siquiera, se verifica tanta
ceguera como en la política partidaria. Hasta el más entusiasta fanático
de un club, se admite a si mismo pedir que un miembro de su equipo sea
reemplazado, por su inhabilidad, escaso esfuerzo, o simplemente por su
mal momento. Es el mismo exaltado simpatizante el que pese al eventual
triunfo de su escuadra, no deja de ver los errores y reclama mejoras en
lo estratégico, en lo táctico y hasta en la conducción de su conjunto.
Quienes prefieren seguir apostando al apoyo incondicional, se equivocan
porque no ayudan a su líder, ni a sus ideas. Su silencio cómplice,
contribuye a alimentar prácticas incorrectas, respaldando a funcionarios
que delinquen, y asumiendo posturas muy ligeras frente a hechos de gravedad.
Si quieren sostener cierta visión ideológica, adelante. Pero cuidado con
cometer el pecado de avalar lo que sea. Ese camino, nos condujo en el
pasado a hechos trágicos, de los que luego resulta difícil regresar.
No preocupa que ciertas ideas avancen, después de todo es parte del
juego democrático, y de la competencia política, que debería ayudar a
mejorar la clase dirigente y sus propuestas. Lo que inquieta es esta
actitud cada vez más frecuente de encerrarse, no pensar, refutar con
argumentos endebles, cambiantes, que se acomodan según el tema y que se
contradicen de modo recurrente. En definitiva, lo que alarma es la
necedad infinita.
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