La cuenta de los muertos
RAFAEL ROJAS
En las últimas treinta páginas del primer número de Bohemia, en enero de
1959, se reprodujo una cronología de las muertes políticas producidas
entre marzo de 1952 y diciembre de 1958 en Cuba. El artículo se titulaba
''Más de veinte mil muertos arroja el trágico balance del régimen de
Batista'', pero si se cuentan, uno a uno, los muertos mencionados, no
pasan de 600. Las víctimas registradas en el macabro inventario no
pertenecían, únicamente, al bando revolucionario, sino, también, al
ejército y la policía, las instituciones del gobierno y la ciudadanía
cubana.
Seiscientos muertos en seis años y, sobre todo, en los dos últimos de la
dictadura, son una cifra perturbadora. Según aquella cronología, entre
1957 y 1958, no pasaban tres días sin que apareciera un revolucionario o
un policía asesinado en las calles y campos de la isla. El espectro
social de las víctimas era muy amplio: trabajadores, estudiantes,
campesinos y empleados; niños, jóvenes, mujeres y ancianos. Entre los
nombres más conocidos estaban Rubén Batista, William Soler y los
hermanos Saíz Montes de Oca, pero también había otros, borrados de la
historia, como los policías Boris Kalmanovich, Lino Pantoja y Cándido
Cardoso.
La composición política de los muertos también era diversa. En la lista
de Bohemia aparecían el líder ortodoxo Pelayo Cuervo Navarro, cuyo
cadáver fue hallado en el laguito del Country Club, el concejal
auténtico de Guanabacoa, Angel Hernández Chirino, encontrado en la
esquina de 29 y Paseo, el líder del Directorio Revolucionario, José
Antonio Echeverría, y el del 26 de Julio, Frank País. Pero también
estaban los ''asesinos asesinados'' Antonio Blanco Rico, jefe del SIM,
ejecutado en el cabaret Montmartre, el general Rafael Salas Cañizares,
baleado en la embajada de Haití, el coronel Fermín Cowley Gallegos,
muerto en un atentado revolucionario en Holguín, y Tata Pedraza, el hijo
del general, ultimado cuando viajaba de Manacas a Santa Clara.
Según las autopsias referidas en Bohemia, muchos cadáveres estaban
marcados por torturas y vejaciones de la policía. A la joven estudiante
de derecho y ciencias sociales de la Universidad de La Habana, Enélida
González Hernández, la obligaron a tomarse un pomo de palmacristi y en
las vísceras del cuerpo de un revolucionario de Güines encontraron
aserrín. Pero la justicia rebelde también era implacable: a Daniel
Sánchez Wood, empleado del colegio La Salle, en Santiago de Cuba, le
dieron diez balazos, y al joven de 23 años Alcides Pino, de Cueto, dos
tiros en la cabeza, por haber desertado de las filas revolucionarias.
Ambos cadáveres tenían colgado un cartel que decía ``por traidor al
Movimiento 26 de Julio''.
Hubo ciudadanos que murieron, accidentalmente, en tiroteos callejeros o
que fueron arrestados sin que hubiera evidencia contra ellos. Pero
muchas bombas de los revolucionarios estallaron en lugares públicos,
como el teatro América, el cine Rodi, el cabaret Tropicana, el hotel
Comodoro o el edificio de Salubridad, donde murieron decenas de personas
inocentes. La joven Eusebia Díaz Páez, de Guanabacoa, alumna de
bachillerato en el Instituto de La Habana, murió destrozada por una
bomba que los revolucionarios colocaron en el baño del teatro América.
La violencia, en la Cuba de 1957 y 1958, se había generalizado por la
confrontación de dos terrores: el de la dictadura y el de la revolución.
En aquella misma lista de 600 muertos de Bohemia se incluían los
asaltantes de Palacio, los cuatro de Humboldt y los cincuenta que
murieron en el levantamiento del 5 de septiembre en Cienfuegos. Sin
embargo, quedaban fuera los centenares de muertos de la guerra que,
felizmente, contabilizó el fallecido Armando M. Lago y Giberga. Según
los cálculos de Lago, en la guerra rural murieron 646 revolucionarios y
595 batistianos, mientras que en la guerra urbana murieron 1,170
revolucionarios y 330 batistianos --el llano costó más sangre que la
sierra. El total de muertes provocadas por el choque entre dictadura y
revolución fue, según la única investigación que existe sobre el tema,
de 2,741 cubanos.
De manera que el artículo de Bohemia multiplicaba por diez las muertes
del conflicto, aunque reconocía por igual a las víctimas de ambos lados.
La cifra de Bohemia halló carta de naturalización, durante varias
décadas, en los discursos de Fidel Castro y en el relato histórico
oficial. No sólo eso, también en algunas corrientes del exilio se
arraigó el mito de los 20,000 muertos, ligado desde entonces a la idea
de una ''revolución traicionada''. En el libro Marchas de guerra y
cantos de presidio (1963), de Manuel Artime, por ejemplo, se incluía el
texto ''¡Traición! Claman 20,000 cubanos'', consigna de los brigadistas
de Bahía de Cochinos.
El que la cifra de los muertos sea 2,741 no altera la percepción de los
años 57 y 58 como un momento de violencia generalizada en la historia
cubana. La consagración de la violencia como método político alcanzó,
entonces, una amplia legitimidad dentro del gobierno y de la oposición.
Los muertos de aquellos años no pueden atribuirse, únicamente, al
régimen de Fulgencio Batista: la revolución, como se ha visto, también
hizo su parte. Desde el poder, los revolucionarios continuaron esa
tradición y muy pronto sus opositores, salidos mayoritariamente de las
filas antibatistianas, recurrirían, una vez más, a la violencia para
tratar de impedir el avance del comunismo en Cuba.
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