Huracanes atómicos
MERCEDES SOLER
Durante dos fines de semana consecutivos, el pueblo cubano que vive
fuera de la isla y mantiene a su patria engavetada en uno de los muchos
compartimientos de su ajetreado quehacer, ha regresado a ella en pleno.
Ha hecho desbordar su mar de sentimientos reprimidos sobre la hermandad
y solidaridad que siente por su pueblo, sometido y azotado. Pero como en
tantas otras circunstancias adversas que han aquejado a su país en los
últimos 50 años, los deseos de socorrer y ayudar desde afuera casi
siempre acaban frustrados.
Sólo para el cubano significa Cuba una joya. Para el resto del mundo no
es más que un país desesperadamente pobre, aplastantemente esclavizado e
inconsecuentemente déspota. El que no pueda explotarla nada le debe. Es
por eso que la ayuda a su pueblo le llega lenta, frenada por trabas y
condiciones. O filtrada por embudos ideológicos que del otro lado del
mar calculan cómo sacarle partida a sus persistentes desdichas.
En Miami todos conocemos en carne propia la devastación que provoca un
huracán. No necesitábamos la declaración, escrita por sabe Dios quién y
adjudicada por el periódico del partido a un viejo senil, que el huracán
Gustav de categoría 4 había embestido a Cuba con la fuerza de una bomba
atómica. Entendemos que, irrevocablemente, las bombas nucleares aplanan
ciudades y cobran vidas excesivamente, no sólo en el momento de su
detonación, sino durante meses y hasta años después.
Si ellos buscan comparaciones, hagámoslas. Hiroshima fue la primera
ciudad en sentir el demoledor poder de una bomba nuclear. Nagasaki,
atacada la misma semana, confirmó que contra tan letal arsenal la
rendición incondicional era la única manera de salvar lo que quedaba. En
el caso del Japón, como en el de Cuba, los estallidos se dieron en una
isla, condición que limita las opciones de huida para las víctimas y les
permite consolidar mejor el poder, y el fracaso, a sus gobernantes.
Después de que el huracán de categoría 3, con nombre del general
americano de cinco estrellas que fuera comandante supremo de las fuerzas
aliadas durante la segunda guerra mundial y presidente de este país,
decidiera seguirle el paso a Gustav, las comparaciones ya sobraban. La
soberbia del gobierno cubano, como la de los japoneses en aquel
entonces, no podrá seguir resistiendo las reclamaciones para que se
rinda y acepte la asistencia global que se le ofrece a su pueblo
bombardeado. Sus opciones son ínfimas.
Decenas de miles de hogares y edificios institucionales se encuentran
destruidos. Más de un millón de personas están desplazadas. Los daños
severos a la infraestructura básica aumentan el caos. Prácticamente el
territorio entero se encuentra sin electricidad. Los cubanos están a
oscuras, naufragando en un porvenir sofocantemente negro. Cuba, a todo
lo largo y ancho de su territorio, es una nación en condiciones de
emergencia. De esta situación no podrá salir sola. Demencialmente, el
país llevaba medio siglo preparándose para una incursión bélica
hipotética, en vez de un desastre natural real.
Sin una agencia de coordinación para catástrofes, sin pólizas de seguro
para los cientos de miles que lo han perdido todo, sin los
abastecimientos básicos para mantener viva a una población que produce
muy poco de su propio sustento y acaba de perder vastas cosechas y
plantíos, el caos, si no la anarquía, no tardará en asomar. A la escasez
se unirá ahora la hambruna. A la necesidad, el libertinaje. A la
desesperación, la decepción final.
Por mucho control que los comités de defensa puedan ejercer en la
población general, les será más difícil fiscalizar a sus vecinos cuando
todos padecen por igual. De por sí, el cubano promedio ya se ve forzado
a ''resolver'', de maneras indignas, las limitaciones que le impone el
gobierno. En los próximos días y semanas su resentimiento por la falta
de alternativas para recuperarse de este otro asalto a su supervivencia
pudiese desatar la rebeldía. La desmoralización y la desolación provocan
furia.
Lo vivimos en el país más rico del mundo. En Miami, tras el paso de
Andrew, una funcionaria pública tuvo que convocar a gritos frente a las
cámaras la ''entrada de la caballería'' porque el gobierno se demoró en
asistir a los damnificados. Luego, en Nueva Orleans, y aún con la
experiencia de Andrew, la preparación y subsecuente ayuda a las víctimas
fueron inadecuadas ante el coloso Katrina.
Cuba, arruinada ya por el ciclón revolucionario que ha durado medio
siglo, intentará levantarse de los efectos atómicos de los últimos días.
Le será imposible dentro de la estructura inflexible de un gobierno
totalitario que no está capacitado para este tipo de batallas. Le
resultará inalcanzable sin la ayuda extensa del extranjero, e ilusorio
sin el aporte del exilio cubano. Visto desde fuera de la tormenta, sólo
los exiliados insistirán en socorrerla cuando el resto del mundo vuelva
a hastiarse de sus desgracias.
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