Laura
Sin comparaciones indebidas, me inquieta sobremanera la identidad entre
la flor, la política, la poesía y la muerte en Cuba
Manuel Cuesta Morúa, La Habana | 25/10/2011
Después de la lágrima intensa, el perdón. Si puede existir perdón sin
arrepentimiento, unos la lloramos para que ella, en anticipación
postmortem, perdone. Ese perdón pre cristiano que sabe colocarse por
encima de la culpa irreconocida del victimario para enviarnos ese
mensaje posible de civilización profunda que nos dice: aquí, esparcida
en un campo florido como quise, yace la vida. Por eso, si Laura ha
muerto, yo solo puedo interpretar la suya como una muerte poética.
La de Orlando Zapata Tamayo, a quien se empeñan en calificar como un
delincuente —una especie de lavado retrospectivo de la historia cubana,
que niega muchas biografías políticas nacidas en las miasmas rurales y
pistoleras de la Isla— fue una muerte más dramática que poética. En el
minuto 61 la arrogancia del poder entendió que la autoflagelación
definitiva de un cuerpo controversial, simple, negro y obrero,
reinauguraba el martirologio destinado hasta entonces al campo simbólico
de los vencedores. Pero la arrogancia llega tarde a la historia, que
solo tiene 60 minutos. Como siempre.
La de Wilfredo Soto García (el Estudiante) fue una muerte necia. Limpiar
las calles de "gusanos" pacíficos a puro bastonazo trae, en el siglo
XXI, consecuencias políticas negativamente sorpresivas para quienes
intentan comparar y medir la condición humana con la de los metazoos.
La de Laura tiene que ver, empero, con los registros de la poesía.
Cuando una maestra, un gladiolo y una sonrisa sirven de fundamento a la
acción cívica todo es atravesado por la sintaxis, los ritmos interiores
y las desgarraduras de unas vidas simbolizadas en acto. El desfile
dominical que aburre anticipadamente a los cazadores de lo inédito es la
poesía totalizadora de la protesta humana ante la injusticia. Una poesía
de la decencia interrumpida, y confirmada, por el pulso desigual con lo
grotesco y lo prosaico.
Sin comparaciones indebidas, me inquieta sobremanera la identidad entre
la flor, la política, la poesía y la muerte en Cuba. Es como si las
realidades absurdamente dramáticas de nuestra existencia histórica
necesitaran sublimarse y reafirmarse, a través de lo más bello que hay
en la naturaleza después de la mujer —la flor— y de lo más alto de la
realización humana —la poesía—, frente al eterno retorno de los
conceptos y las prácticas medievales del poder.
Esto, que puede parecer un progreso estético, es, sin embargo, un
encantamiento del mundo que limita el ascenso político de las sociedades
en una dirección verdaderamente moderna.
Pero aquí empiezan las paradojas cubanas. Han sido los hombres y mujeres
que se ponen a la altura de la naturaleza y de la poesía los que se
colocan como brokers de la política posible en Cuba: esa que nace del
humanismo de los humanistas. Aclaración que hago en tanto todos hemos
sufrido, Laura la primera, las consecuencias de los humanismos sin
humanistas; como es lógico en todas las revoluciones.
Si a una escala icónica José Martí prepara el camino de la política
cubana siendo fundamentalmente un poeta; Laura Pollán, a una escala
humanamente conmensurable, reabre las opciones de la política en Cuba
siendo esencialmente una maestra. Y una madre, una esposa y una abuela.
Desde aquí se puede escribir un texto sobre la apertura de la política
hecha por quienes se resisten a ella, pero a quienes les resulta
imposible darle la espalda a lo humano, lo auténticamente humano, para
abrazar sin remedios el lugar que damos a la diferencia en nuestros
propios proyectos de vida, que de eso trata la política. Lo que podría
entenderse como la rebelión poética de eso auténticamente humano contra
la crueldad en el ejercicio del poder. Esto último típico, aunque no
exclusivamente cubano.
Ambas aperturas de lo político fueron, no obstante, escamoteadas.
Desafortunadamente. En el caso de Martí se sabe bastante. En el de
Laura, no se ha dicho lo suficiente.
Su poesía se revela aquí. En ese acto de mantener los límites
incautables, y en ese silencio que se niega a decir, claro y alto, que
ella, junto a las Damas de Blanco, protagonizó ese momento de inflexión
en el que el poder, por primera vez en más de medio siglo, se encontraba
ante el dilema de abrir el juego político hacia dentro en cualquiera de
las variantes posibles para empezar a abandonar, sabemos que a
regañadientes, el esquema de dominación, distinto al esquema de lo
político, impuesto desde 1959.
Entonces llegó una inmensa operación de rescate montada sobre
precipitadas ambiciones de prestigio y sobre la impericia política de
actores sin sentido estratégico, ni percepción clara de la naturaleza de
lo que estaba en debate detrás del dilema de los presos de conciencia.
Las demandas por su liberación eran ante todo políticas, solo a
continuación humanitarias. Pero aquella operación las convirtió en un
asunto principalmente humanitario, quitándoles toda su connotación
política. Así, un gesto humanitario se torna más tarde en un retroceso
de los derechos humanos que acaba de llevarse por delante a Laura;
precisamente una de las principales hacedoras de ese momento altamente
político en el que el gobierno se encontraba, desmoralizado y sin
imaginación a la vista, frente a sus propios martirizados.
Laura, la tercera víctima de una guerra civil de intensidad variable,
abre la posibilidad del espacio público para todos los cubanos, que
otros intereses constriñen al probable espacio privado, entre
confesional y de intereses, de algunos cubanos y muchos extranjeros.
Como poetisa en acto es todavía generosa con quienes la están
sacrificando, no vicariamente, tras el reencuentro público entre la
espada (el castrismo) y la cruz (la iglesia) 500 años después.
Y si un acto de repudio a Laura —compendio y síntesis de las Damas de
Blanco— fue la condición que hizo posible este reencuentro, el mismo
acto de repudio corregido prepara su cuerpo para una muerte hemorrágica.
Principio y fin de la política pobre y sin carácter, como amarga ironía
en una nación en la que las elites han decidido suspender la moral.
Su último acto de humanismo es para Laura un grito impolítico de
desesperación, que actualiza la visión política de lo humano en
Aristóteles: convertirse en una "llamita" de la rebelión social. Quizá
un suicidio poético anticipado que la misma perversión de aquella
política pobre hace realidad, consumiendo su cuerpo y salvando su poesía
natural y sin texto.
Después de una lágrima discreta, a mi solo me queda respetar.
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