La reconstrucción del cubano
Alejandro Armengol
Mientras abundan los estudios y conferencias sobre la reconstrucción de
la Cuba poscastrista, poco se ha profundizado en esta transformación
desde la óptica del individuo.
Enfrentar la necesidad urgente de crear los medios que posibiliten los
cambios, para que el cubano devenga en un individuo capaz de enfrentar
los retos y beneficios de un estado democrático y una sociedad civil, es
tan apremiante como discutir las bases económicas y políticas de la
nación del futuro. Conocer cómo piensan y actúan las personas que por
demasiado tiempo han sobrevivido en un país en ruinas abarca un universo
más amplio que las discusiones políticas.
Los cubanos han evolucionado en dos grupos, con diferencias y semejanzas
significativas a lo largo de 45 años: un grupo –la mayoría– ha
permanecido en el país. Otro ha creado una nueva forma de vida en el exilio.
Desde hace años, La Habana viene repitiendo que los exiliados abandonan
Cuba por motivos económicos. El argumento ha encontrado eco en Miami.
También aquí se proclama a diario que quienes han llegado en los últimos
años lo hacen en busca de una mejor vida y no por razones ideológicas.
Por esa paradoja que siempre crea la convergencia de los extremos, se
alza ahora un discurso repetido en ambas costas –divididas por el
estrecho de la Florida–, que proclama el surgimiento de una inmigración
sólo interesada en el bienestar y no en un ideal de libertad.
La diferencia más significativa es que quienes han emigrado a Estados
Unidos y otros países habitan en lugares donde rige un sistema
capitalista, de libre comercio y gobierno democrático. Los que por
voluntad o causas ajenas han permanecido en Cuba se ven obligados a
regirse por las circunstancias imperantes en una sociedad totalitaria de
corte comunista –aunque en la práctica esta nominación ideológica ha
evolucionado, y el sistema imperante es la fachada de un sistema sólo
preocupado en sobrevivir a cualquier precio. Más allá de poder
expresarse libremente –aunque por lo general sin muchas consecuencias–
en el capitalismo y la censura generalizada en un sistema que se llama
socialista, lo que actúa con mayor fuerza sobre el individuo es el
sentimiento de incapacidad para regir su vida. Esto puede tener como
consecuencia una existencia encerrada en el desencanto y la apatía o una
salida violenta en determinado momento.
Lo que se ha estado fraguando durante los últimos años en Cuba es un
escenario extremadamente volátil, que hasta ahora el gobierno de la isla
ha logrado controlar con represión y promesas.
Pese a ser generalizada, la represión se manifiesta de forma más visible
contra la disidencia. El régimen aún cuenta con la capacidad de mantener
fragmentada no sólo a la disidencia –ello no es noticias desde hace
años– sino en lograr que las pequeñas protestas y actos de desacato que
ocurren a diario no alcancen una dimensión mayor. Ni la disidencia guía
o logra aglutinar el sentimiento de descontento nacional ni el gobierno
ha logrado grandes avances en un programa destinado a paliar en alguna
medida la pobreza imperante. En este sentido, hay más bien un
estancamiento, tanto en la oposición –que en la actualidad exhibe solo
la cara de los actos represivos contra las Damas de Blanco– como en el
gobierno, cuyas reformas avanzan tan lentamente que simplemente puede
decirse que están detenidas.
Todo ello lleva a un aumento de las posibilidades de un estallido
social. De producirse esta fragmentación violenta –y con independencia
del resultado de la misma– el uso del caos y la fuerza como solución de
los problemas se convertiría en un patrón de conducta adoptado por una
parte de la población de la isla, que limitaría o impediría el avance
social, al igual que ocurre actualmente en Haití. La manipulación
dejaría de estar institucionalizada, como ocurre ahora, y se convertiría
en tarea en manos de pequeños matones, demagogos y politiqueros de esquina.
En caso de ocurrir un estallido social –y hay que repetir que las
condiciones de la realidad cubana se asemejan mucho a una caldera que
cada vez adquiere una mayor presión– la gente no va a lanzarse a la
calle pidiendo libertades políticas –ya ese momento pasó–, sino
expresando sus frustraciones sociales y económicas.
Es posible que un estallido popular ocurra primero fuera de La Habana
que en la capital. De ocurrir así, obedecería a factores económicos: la
pobreza es mayor en el campo que en la capital. Sin embargo, es un error
hacer depender cualquier protesta de un empeoramiento absoluto del nivel
de vida de la población. Más bien sería todo lo contrario.
Por otra parte, desde el punto de vista económico –y contrario a lo que
podría pensarse inicialmente–, un agravamiento general de la situación
económica no tiene que ser necesariamente el detonante de protestas más
o menos generalizadas. Son las diferencias sociales, que se intensifican
a diario, las que más fácil prenden la mecha.
Pese a las limitaciones extremas que han caracterizado a su labor
–determinadas en primer lugar por la fuerte represión que enfrenta–la
disidencia se ha caracterizado no solo por alertar, sino por hacer todo
lo posible para evitar que se llegue a esa situación caótica, tras la
cual será muy difícil llevar a cabo esa tarea de reconstrucción del
carácter del cubano, mientras que el gobierno de los hermanos Castro
está empeñado en dejar sólo el caos tras su desaparición.
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