PROGRESISTA
08-02-2011.
Manuel Cuesta Morúa
Portavoz del Partido Arco Progresista
(www.miscelaneasdecuba.net).- Al concebir los temas de este congreso,
pensábamos en un asunto clave y estratégico para el futuro y la
viabilidad de los partidos políticos tanto en Cuba como en un mundo
donde la remodernización de sus instituciones pasa por la sociedad civil
y por el papel exclusivamente legitimador de los ciudadanos.
Por esta razón, en el primer día de este congreso ponemos a la orden del
día lo que entendemos son los desafíos de Arco Progresista en su
interacción con la sociedad y los ciudadanos. Una interacción muy
compleja: sociedad, ciudadanos y partidos políticos aquí necesitan
reinventarse simultáneamente.
Aquellos desafíos pueden ser y son múltiples, pero identificamos para
este evento solo cinco clases de desafíos bajo un criterio capital: el
lugar de los ciudadanos en la construcción de sus propias metas
constituye uno de los dos mayores retos políticos de los cubanos. Los
del mundo del trabajo, de la integración, de la solidaridad, la nación y
de lo político son esos cinco desafíos que hemos identificado por tanto
para esta discusión. Y por una razón: ellos hablan del lugar de esos
ciudadanos como sujetos frente a nuestro segundo mayor reto político: la
construcción de un auténtico proyecto de nación. Afortunadamente para
los socialdemócratas, la cuestión social, como se decía en el muy
interesante debate premarxista, atraviesa todos estos desafíos.
En tal sentido podrá entenderse por qué no nos planteamos —aunque este
es un congreso abierto— el desafío económico como un asunto esencial a
debatir. El tema de la economía es un ejemplo concreto de cómo la
importancia mediática otorgada a un problema no coincide con los
desafíos que realmente están en juego para encontrarle una solución
razonable, incluso, a ese problema. Él ocupa el interés primordial de
los medios, los observadores políticos, la comunidad internacional y,
por supuesto, de las cocinas de nuestros hogares. A mi modo de ver, sin
embargo, concentrarse en la economía no es el enfoque más apropiado para
resolver los problemas de la economía.
En los Estados Unidos, una frase dicha en el fragor de la controversia
política de los 90 del siglo pasado capturó la imaginación global. Es la
economía, estúpido, fue casi un lema que centró el debate electoral y
puso en clara perspectiva las opciones reales de los contendientes en
aquel país.
Sin pretensiones publicitarias, yo modificaría la frase para decir: En
Cuba, es la política señores. Porque lo que se debe hacer con la
economía en nuestro país es tan elemental que, para infortunio de mi
credo socialdemócrata, considero que lo único serio es una recuperación
urgente del capitalismo, en una fase altamente moderna y ecológica, como
fundamento sostenible de una agenda socialdemócrata basada en la
equidad, la redistribución permanente de posibilidades, y la asistencia
médica y educacional universalmente gratuita para todos los ciudadanos.
La cuestión de la economía está aquí por debajo del debate intelectual y
político, como lo muestra el hecho de que, mientras América Latina crece
en medio de la actual crisis global, la economía de Cuba se desploma. De
lo que se trata justamente entre nosotros es de la modernización del poder.
Insisto. En Cuba, es la política señores. Este es el desafío clave al
que se enfrenta Cuba. Creo que el futuro de nuestro país no pasa por el
mayor o menor éxito de lo que insisten en llamar reforma económica, sino
por la reformulación del campo de lo político. En rigor, tendría que
decir que lo que se necesita es una reforma profunda del campo ético en
sus dos sentidos básicos: reconocimiento del otro y reconocimiento en el
otro. Pero admito que ello puede hacerse desde la esfera de lo político.
Y me gustaría precisar lo siguiente. Cuando digo reformular el campo de
lo político, no me estoy refiriendo a la democracia. Defender la
democracia es optar por una ideología política. Es obvio por tanto que
la elección de todos nosotros como socialdemócratas, o como demócratas
simplemente, ya está hecha de antemano, y constituye también un desafío.
El desafío político al que me refiero es más elemental y al mismo tiempo
más complicado porque se trata de rediseñar la relación entre los que
mandan y los que obedecen. Para Cuba el dilema es ver si podemos pasar
de un esquema de dominación que se cree legítimo a un esquema político
donde los que manden, de cualquier forma que lo hagan, tengan por
referencia y tomen su legitimidad en los que obedecen.
Esta es la disyuntiva a resolver, de la cual dependerá el resultado
positivo de cualquier reforma económica por limitada que sea. Si China y
Vietnam han tenido éxito en sus reformas es porque reformularon ante
todo el campo de lo político y decidieron que su legitimidad como
partidos únicos depende de si la sociedad y sus ciudadanos son, o no,
más prósperos y ricos. Esta es la diferencia esencial entre aquellos
países y Cuba, y no la obviedad de las diferencias culturales, de
dimensión global o de contextos geopolíticos.
Este necesario paso del campo de la dominación al campo de lo político
es un duelo de alto nivel. Al detenemos en el nuevo concepto de
socialismo que dan los Lineamientos del próximo VI Congreso del Partido
Comunista de Cuba, vemos cómo el poder en Cuba es capaz de bordear
riesgosa y peligrosamente una retórica ajena, con tal de mantener el
poder a cualquier costo.
Y la señal es clara cuando esta retórica asume un ribete liberal a
partir de una definición típicamente norteamericana: estamos frente a un
poder bastante peligroso que ahora, tras la nueva definición, se
desentiende de los trabajadores —la traición de los burócratas máximos
de la Central de Trabajadores de Cuba forma ya parte de la contra
historia cubana— y los liquida como una clase sobrante, solo para
preservar y perseverar en el poder a nombre de ellos. Esta perversión
política que expresa la contradicción entre un nuevo concepto y el poder
ejercido a nombre de los trabajadores —quienes menos oportunidades
tienen dentro de ese nuevo concepto— constituye el movimiento
típicamente reaccionario de una dominación en franco desespero
político-ideológico.
¿Qué es el socialismo según estos Lineamientos? Dice la página siete
del documento, en la parte correspondiente a los Lineamientos de la
política económica y social: "el socialismo es igualdad de derechos e
igualdad de oportunidades para todos los ciudadanos, no igualitarismo".
Y ese es precisamente el credo fundacional de los Estados Unidos:
igualdad de derechos e igualdad de oportunidades.
Si se necesita una prueba de por qué el Partido Comunista de Cuba no
merece respeto intelectual e ideológico la tenemos en esta
desorientación de ideas, que toca a la necesaria base ética del juego
político.
Y Esto es sumamente grave. No solo para quienes se consideran comunistas
sino para todos los cubanos y, por supuesto, para nosotros como
socialdemócratas.
Un partido-Estado no puede, legítimamente hablando, redefinir su
relación con los ciudadanos como si todos fueran miembros del partido.
En cuanto habla de ciudadanos, un partido-Estado está obligado a
comenzar la discusión dentro del marco constitucional para luego, o
simultáneamente, seguir la discusión dentro del propio partido.
En este sentido los Lineamientos se ponen de espaldas la Constitución
porque intentan representar a nuevos sujetos, los ciudadanos, que por su
propia naturaleza política no pueden ser miembros del partido comunista,
y, en consecuencia, estarían incapacitados, y ciertamente indiferentes,
ante la discusión, la expresión, la aprobación o desaprobación de la
nueva definición del socialismo.
Recordemos que el artículo primero de la Constitución vigente comienza
diciendo: "Cuba es un Estado socialista de trabajadores..." De manera
que sin una previa reforma constitucional, el partido comunista
pretender representar ahora a todos los ciudadanos, desconociendo desde
la letra a su anterior sujeto político: aquellos trabajadores.
Si a partir de la nueva definición yanqui del socialismo en Cuba debemos
empezar por averiguar cuál es, por tanto, la base social del partido
comunista, a partir de ella podemos también afirmar que el despido
masivo de los trabajadores es un acto completamente ilegal, que le
coloca en la ilegitimidad.
Una ilegitimidad constitucional extendida y reforzada. Porque esta
nueva definición de socialismo dinamita tres cimientos constitucionales
importantes: primero, la meta ideológica del Estado, que reconoce el
mismo artículo primero de la Constitución cuando plantea que "Cuba es un
Estado de trabajadores…para el disfrute de… la justicia social…";
segundo, el concepto mismo de partido-Estado, que tiene su asiento en la
pretensión de que la parte —los trabajadores— tiene derecho a
representar al todo —los ciudadanos—; y, tercero, a su correspondiente
expresión político-constitucional, que en Cuba adquirió cuerpo en el
artículo quinto de la Constitución. Y veamos lo que afirma este
artículo: "El Partido Comunista de Cuba, martiano y
marxista-leninista…es la fuerza dirigente superior de la sociedad y del
Estado…" Es obvio, en congruencia, que un socialismo visto como
igualdad de derechos e igualdad de oportunidades no puede ser al mismo
tiempo marxista-leninista.
Estas contradicciones, que apuntan directamente a la legitimidad
histórica de un Estado que se organizó como un partido, ponen de
manifiesto la urgencia primera de una reforma profunda del campo de lo
político. Y para los socialdemócratas esta reforma es una necesidad de
primer orden. La posibilidad de un permanente debate social, que en Cuba
precede históricamente a cualquier versión del comunismo, está amenazada
por el constante desplazamiento y vaciamiento conceptuales de las ideas
y los paradigmas sociales. Esto ha generado un cinismo ideológico sin
precedentes y, lo más importante, el desprestigio casi total de metas e
ideales que no son monopolio del partido comunista. ¿Resultado cultural?
El individualismo como ganador ideológico absoluto en la sociedad cubana.
No obstante, parece que aquellas contradicciones —reflejo de que el
poder no logra adaptarse a los tiempos y a la sociedad cubana— podrían
ser saludadas por todos los demócratas cubanos como expresión de que, a
pesar de todo, Cuba se mueve.
Pero entonces a mi me gustaría volver a insistir. En Cuba, es la
política señores. De modo que, ¿hacía dónde nos movemos? Tratemos de
entender la dirección de este movimiento a través de la comparación
asiática. Chinos y vietnamitas continúan formulado sus partidos únicos
en los términos clásicos del socialismo, pero abriendo sus respectivas
sociedades al bienestar. El partido comunista cubano, por el contrario,
hace un movimiento inverso: reformula el socialismo desde una definición
norteamericana, pero intenta bloquear las oportunidades para la creación
social de bienestar. Es decir, China, sin concesiones retóricas, dice
que sus ciudadanos pueden ser ricos; Cuba, reformulando retóricamente el
concepto de socialismo, afirma que no permitirá que sus ciudadanos se
enriquezcan.
Ello nos está diciendo que reformar el campo de lo político es el asunto
cardinal en Cuba. El juego con el lenguaje es la operación clásica de la
dominación cuando se da cuenta que la historia se le escapa. Ya nos
sucedió una vez, en 1959, en el momento en el que los conceptos más
elevados de una revolución que todo el mundo vio como progresista
enmascararon una mentalidad francamente reaccionaria que nos hizo
retroceder a fases históricas aparentemente superadas. A partir de
entonces se arrinconaron, por ejemplo, —a veces despiadadamente— a
homosexuales, minorías culturales y a la modernidad cultural; cooptando
por otra parte a las mujeres y a los negros para oponerse mejor al
feminismo y a las consecuencias culturales, cívicas y políticas del
orgullo racial.
Observamos detenidamente: la estructura política actual, enquistada a lo
largo de más de 50 años, descansa y trata de legitimarse sobre el
militarismo, la burocracia y el clero de nuevo tipo, que representa el
hegemonismo, no la hegemonía, del partido comunista.
Es decir, estamos ahora mismo regresando abiertamente a las estructuras
políticas y administrativas prerrepublicanas, pero con una
particularidad importante: estas estructuras están al servicio de un
proyecto claramente dinástico que no asume, como es natural, la
responsabilidad propia al campo de lo político, y que solo se atreve a
adelantar cambios, aunque sea de imagen, una vez que tiene garantizado
el control familiar o militar de los ámbitos reformables.
Por eso, el vivo debate acerca de si estamos o no frente a una auténtica
reforma económica tiene una explicación: la mentalidad política
prerrepublicana tiene una concepción muy limitada sobre la autonomía
económica en la sociedad civil. Razón por la cual el diseño
mercantilista de los reajustes, ajeno a toda lógica productiva y
modernizadora, está condenado al fracaso. Cuba necesita y está preparada
para una economía high tech.
El desafío político puede plantearse por lo tanto así. El de hoy es un
debate político y filosófico entre dos tipos opuestos de recuperación
histórica: la recuperación del modelo prerrepublicano, que intenta
consolidar el gobierno actual, contra la recuperación del modelo
republicano que, con evidente desventaja, solo es posible en Cuba desde
los ciudadanos.
Creo fundamental que comprendamos esto: en última instancia lo difícil
del conflicto que confrontamos pasa por las trampas políticas e
ideológicas que supone convertir un proyecto de familia en un proyecto
de nación; precisamente donde, y justamente cuando muchos cubanos e
interlocutores piensan que se trata de defender a la nación a través de
la "revolución".
¿Cómo afrontar el desafío de lo político? Pienso que tenemos una opción
constitucional en medio de una mutación política impresionante y
contradictoria. El partido-Estado abandona tanto a sus sujetos como a
sus metas sociales institucionalizadas; el partido comunista intenta
redefinirse como un partido ciudadano, cuestionando sus fundamentos
ideológicos; todo esto, al mismo tiempo que intenta reafirmarse como
guía orientadora de unas "masas" que, bajo el nombre de pueblo, la
constitución reconoce, sin embargo, como fundamento de la soberanía y de
los poderes del Estado. Así, quien debe guiar es guiado.
En medio de este guirigay político, dentro del cual ni el partido-Estado
ni la constitución nos proveen de un lugar seguro como ciudadanos,
intento proponer, consistentemente, que ha llegado la hora de reformar
el artículo 5 de la Constitución que se basa en un concepto arrogante y
racista, que debe ser ajeno a los Estados modernos: el de la
superioridad de un grupo sobre el resto de los grupos humanos y
culturales coherederos de los fundamentos de la nación. Y esta es, por
supuesto, la tarea inmensa de un proyecto nacional, no de un grupo
político específico.
Finalmente, me parece imprescindible recuperar otro proceso: el valor y
prestigio de la política.
Se puede definir la política como lo que es necesario hacer, desde las
posibilidades reales, para la satisfacción del bien común. Pero el
problema básico que enfrenta la política por doquier es la de definir
quién define el bien común: ¿lo hace el poder?, ¿lo hacen los
ciudadanos? Para mi deben ser los ciudadanos en la plaza cívica, nunca
el poder. La política es un fenómeno de la ciudad conformada
naturalmente por la pluralidad civil. La política nace allí a causa de
la necesidad de gestionar esa pluralidad para el bien de todos. De hecho
la calidad de la política se refleja donde hablamos propiamente de
ciudadanos, así en plural. Y donde lo cívico y lo plural desaparecen,
desaparece la política y surge la dominación que es lo que tenemos hoy
en Cuba.
De manera que si el poder define el bien común nos conduce tanto al
cinismo en las democracias maduras como al totalitarismo (la disolución
de la política por medios totales) en las sociedades inmaduras. Los
llamados Estados éticos que realizan el bien concebido por ellos mismos,
y que desembocan inevitablemente en las autocracias o en los
totalitarismos con vanguardias intelectuales son propios de las
sociedades infantilizadas que no tienen o pierden la idea de su
condición cívica. Sin esta condición cívica no hay sociedad, a lo sumo
tendríamos algún tipo de comunidad: el lugar por excelencia de los
símbolos del pasado, de los patriarcas y de los niños adultos.
Esta definición me lleva al cómo de la política. Para este cómo, es
necesario regresar al viejo enunciado de que los fines no justifican los
medios. Solo así es posible la política decente. La única salvaguarda
para evitar que el hombre sea objeto del hombre. Esto conduce al asunto
principal, y es este: el cómo de la política es la ética. Ética
entendida en sus dos sentidos: reconocimiento del otro, que es la
apertura a la tolerancia, y reconocimiento en el otro, que es la
apertura a un concepto mejor: el respeto.
Del qué, pasando por el cómo llegamos al por qué. ¿Por qué la política?
Bueno porque si el ciudadano no participa de un modo u otro en política,
se convierte en su juguete. Está bastante bien probado que quienes más
sufren determinadas políticas son los que más intentan mantener las
distancias. Pero las distancias no son posibles. El Estado está por
doquier, incluso en las democracias de Estado mínimo. Si los ciudadanos
no pasamos por la política, es poco probable entonces que alcancemos la
libertad en el mundo actual. Por otro lado, si no participamos, dejamos
a otros entera libertad para que definan el bien común sin nuestra
presencia. Y privar a la sociedad de nuestras preciadas ideas es una
tontería: nos desprotege frente a su permanente intromisión y de su
tendencia a hablar por nosotros sin consultarnos siquiera. Delimitar en
qué tipo de sociedad queremos vivir es el por qué de la política.
Ahora bien, esto concluye en uno de los problemas capitales de nuestra
época: la imagen de la política a partir de las actitudes de los
políticos. Como los políticos tienen actitudes reprobables pues, dicen
algunos, la política no sirve. Pero eso de que la política es
excremental porque los políticos son inmorales me luce como una coartada
que refleja el cinismo al que podemos descender los ciudadanos.
El asunto es que, como vivimos apretadamente en sociedad, todos nos
bañamos en el mismo río social. Yo no supongo que los ciudadanos sean
menos malos o menos corruptos que los políticos. Yo supongo que los
políticos son corruptos o malos, o se deslizan hacia actitudes
reprobables, porque la sociedad también lo hace. De manera que no es un
problema de la política, es un problema de la sociedad reflejado en el
plano político. Lo que sucede es que a los políticos se les exige
probidad porque se ocupan de asuntos públicos, tienen que generar
confianza y seguridad, e incluyen el concepto de decencia en su
vocabulario de presentación. Y eso compromete. De ahí la necesidad del
fuerte escrutinio tanto de la ley como de la prensa.
Pero Cuba tiene un reto histórico: sustituir el Nosotros, el pueblo ―un
error de sintaxis que desplaza el poder y la legitimidad hacia arriba―
por el Nosotros, los ciudadanos que otorga y construye la legitimidad
del poder desde abajo. Ello requiere la activa participación de todos
los ciudadanos cubanos, rearmados con una nueva decencia pública. Solo
así triunfaremos como sociedad y como nación. La tarea no es de ellos;
es de nosotros: los ciudadanos.
Manuel Cuesta Morúa, Portavoz
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