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Wednesday, October 19, 2011

Quién mató a Laura Pollán?

Reportaje

¿Quién mató a Laura Pollán?
Pablo Díaz Espí
Madrid 19-10-2011 - 11:01 am.

De la casa de Laura a la de sus represores y al hospital en el que
murió: una investigación posible.

Damas de Blanco junto al ataúd de Laura Pollán. (REUTERS, La Habana, 14
de octubre de 2011)

Concibamos un reportaje de investigación.

Un periodista se lanza a esclarecer la muerte de Laura Pollán. Quién o
qué mató a la activista de derechos humanos es la pregunta a dilucidar.
La acompañan otras. Cuáles fueron las circunstancias del fallecimiento,
cuáles serán las consecuencias…

La sociedad civil cubana está conmocionada.

Antes de empezar, el periodista resume los antecedentes, esboza el contexto.

Todo comienza en la primavera de 2003. En apenas una semana, el
castrismo apresa y fusila a tres jóvenes negros y detiene a 75
opositores pacíficos a quienes, en juicios sumarísimos, condena a penas
de hasta 28 años de prisión. El delito es la traición a la patria; las
pruebas, según los fiscales, la posesión de máquinas de escribir, sillas
plásticas, radios de onda corta. Los opositores son encarcelados a
cientos de kilómetros de sus casas, en celdas de castigo o junto a
prisioneros comunes. La comida podrida los obliga a taparse la nariz.
Solo se les permite recibir visitas cada tres meses, la policía política
los sigue hostigando y las ratas que salen de las letrinas les defecan
encima.

El periodista tiene en su poder testimonios de todo esto.

A fin de cuentas, los opositores pacíficos están en las mismas cárceles
por las que en el último medio siglo han pasado decenas de miles de
cubanos. En los muros quedan las huellas de reclusos que se han
inyectado petróleo o excremento en las venas, se han introducido
alambres en los penes, se han tragado anzuelos, se han cosido las bocas,
han hecho morcilla de su propia sangre (sacándosela, hirviéndola en una
bolsita de plástico sobre un reverbero, teniendo cuidado de invitar a
los compañeros para que nadie acuse a nadie de egoísmo).

Hay mucha literatura sobre el tema, hay tradición.

Ante las detenciones, varias madres, esposas y hermanas de los
opositores deciden agruparse y exigir su libertad. Comienzan a ir cada
domingo a la iglesia de Santa Rita, a marchar por las calles vestidas de
blanco y con gladiolos en las manos. Pacíficas, perseverantes, ganan
notoriedad, desenmascaran al régimen, lo dejan sin respuesta.

Tras ensayar distintas estrategias de represión, las autoridades deciden
que lo mejor es liberar a los 75, mandándolos, eso sí, al destierro.
Calculan desactivar así al grupo de mujeres, despojarlas de su razón de
ser. Pero no. Las Damas de Blanco redefinen sus objetivos, denuncian
ahora cualquier violación de los derechos humanos en la Isla, exigen la
libertad de todos los presos políticos.

Decidido entonces a aplastar a las mujeres de una vez, no bastándole con
sus fuerzas represivas y su sistema judicial y el monopolio sobre los
medios de comunicación, el régimen pasa a jugar todas sus bazas: la
infamia, las golpizas, las detenciones arbitrarias, el chantaje, el
secuestro exprés.

Y de pronto, en el punto más álgido de esta ofensiva, la líder de las
Damas de Blanco, su cara más visible, su guía, enferma y muere en apenas
unos días, aquejada, según la versión oficial, por el virus del dengue y
por otro, respiratorio.

La investigación (ejercicio inconcluso)

Armado con estas notas, el periodista se dirige a la casa de la líder
recién fallecida. Lleva, además, apuntes sobre varios casos de
asesinatos de Estado. Envenenamientos, disparos en la nuca, accidentes
aéreos y de tráfico, inoculaciones de virus…, todo ha valido y todo
vale. La periodista rusa Anna Politkóvskaya, asesinada en 2006 mientras
investigaba torturas llevadas a cabo durante la guerra de Chechenia, es
el ejemplo más cercano, no solo en el tiempo.

El número 963 de la habanera calle de Neptuno se ha convertido en un
lugar mediático. Desde hace meses aparece con regularidad en fotografías
y videos, siempre rodeado de turbas paramilitares, acogiendo a un puñado
de mujeres vestidas de blanco.

Es una casa humilde, una fachada más en una manzana de fachadas
derruidas, las pequeñas ventanas enrejadas, el portón, de madera,
abierto directamente a la calle.

El expreso político Héctor Maseda, del grupo de los 75, recibe al
periodista. Se presenta a sí mismo como "el esposo de Laura Pollán".

Tras la gritería de las turbas, el silencio que le rodea ahora resulta
doblemente extraño, igual de denso que el calor en el interior de la
vivienda. (En un rincón de la sala, el altar es humilde y patriótico:
bandera, flores, un retrato de la fallecida.)

El periodista se sienta frente al anfitrión, quien incluso en estos
momentos de duelo se mantiene afable; dominado, se diría, por una paz
interna. Quizás más adelante se derrumbe. Los ojos le brillan. Y aunque
desvaría un tanto, siente que su capacidad de síntesis y de
discernimiento se ha afilado. No quiere perder esa sensación, dice, como
tampoco quiere perder las señales de presencia de su esposa. (En el baño
—el periodista lo verá— hay un pomito de pintura de uñas, un lápiz de
labio muy rojo. Junto al teléfono, una ajada libreta de números y
direcciones escritos con letra redonda, de maestra.)

Maseda habla del acoso y los vejámenes sufridos por Pollán. Los largos
viajes a visitarlo a él en la prisión, los insultos, el estrés, las
penurias, la humillación. Habla de su salud (hipertensión, diabetes),
pero también de su energía, de sus ganas de vivir, de su decisión,
premonitoria, de llegar hasta el final…

El periodista busca un rasgo definitorio en Maseda, algo que resalte su
figura en el fresco del reportaje. Hace años, a un amigo del periodista
le salió una bola en el cuello. Resultó ser una branquia, un rezago
genético de la época anfibia. Tras la operación, quedó una pequeña
cicatriz. Maseda podría tener algo así.

Otra vez en Neptuno, la vida recobra su pulso. Las camisas a cuadros y
los cortes de pelo castrenses delatan a dos policías en la esquina.
Sobre ellos flota un reguetón: un palo encebado le va a partir los
ovarios a una mujer.

Los próximos interlocutores del periodista se parecen entre sí. Son
esquivos, hablan a regañadientes. Hasta que se vuelven enfáticos y,
entonces, gritan y se dan golpes en el pecho, como San Jerónimo, solo
que sin piedra ni león y —aunque los inunden las dudas— muy alejados de
cualquier inclinación meditativa.

El periodista los localiza gracias a las nuevas tecnologías. Las
camaritas digitales de la sociedad civil los han retratado, los usuarios
de la web colaborativa los han identificado y publicado sus datos
personales.

Se llaman Yoandri, Yuniel o Yurorvis. Da igual.

Nombres nuevos para el hombre nuevo.

El periodista se presenta en sus casas. El primero lo increpa y le tira
la puerta en la cara.

El segundo está sentado en un pasillo —cenicero y lata de cerveza a su
lado—, sin puerta tras la que refugiarse, aunque en realidad se cree
(sinceramente) un tipo duro, y nunca huiría de ninguna amenaza.

Yuniel.

No hay amenaza si no tienes nada que ocultar, le dice el periodista,
tratando de no ponerlo a la defensiva, centrado en su objetivo: llegar
al fondo del asunto.

Pero es inútil. Tan pronto escucha el nombre de Laura Pollán, Yuniel
habla de principios, de la independencia del país, de Martí, de los
Estados Unidos. Las consignas recicladas y los lugares comunes le
permiten mantenerse a una distancia sideral de cualquier tono humano. La
galaxia ideológica es más amplia que cualquier otro cielo. Desde el
cacique Hatuey hasta la constelación de cinco espías presos en Estados
Unidos, las estrellas son infinitas.

Mientras lo escucha, el periodista estudia a Yuniel. Lleva gorra Adidas;
bermuda de mezclilla y gran etiqueta, según la moda y la ley de la
calle; camiseta ligeramente desteñida por el sol, atravesada por letras
brillantes; chancletas de goma.

El periodista anota una frase que desechará más tarde. Algo referente al
paso del verde olivo al brillo y a las nuevas formas de represión.

¿Son espontáneos esos actos de repudio contra las Damas de Blanco en los
que él participa?, le pregunta a Yuniel. Si lo son, ¿cómo se enteran él
y sus amigos de cuándo pretenden marchar las mujeres y adónde planean
ir? ¿Por qué cree que el régimen le ha impedido a mujeres de toda la
Isla asistir al entierro de Pollán? ¿Quién reparte juguitos y bocaditos
a los espontáneos después de las protestas? ¿De qué vive? ¿De dónde sale
su convicción política?

Preguntado acerca de su vida, Yuniel se vuelve parco. ¿Qué quiere del
futuro? ¿Cómo se ve?

Quiero vivir en un país libre, revolucionario, antiimperialista, dice.

No, le interrumpe el periodista, hablo de ti. ¿Qué quieres ser tú?

Yuniel se encoge de hombros. La pregunta le parece estúpida. ¿Cómo que
qué quiero ser yo?, dice.

Se rumora que, antes de entrar en terapia intensiva, Laura Pollán
rechazó una oferta del régimen: ser trasladada a la clínica de la alta
nomenclatura. Prefirió quedarse allí, donde se atendía "al pueblo". Y
allí murió.

Orgullo del país durante la primera mitad del siglo XX, el Hospital
General Calixto García, con sus pabellones neobarrocos, parece ahora una
inmensa ruina. No hay sombra entre sus edificios ni agua potable en sus
instalaciones. Los propios médicos desaconsejan ingresos y cirugías a
menos que sean absolutamente necesarios.

Desde la dirección, invitan al periodista a abandonar el recinto. No
pueden darle ninguna información, no están autorizados. Dos policías se
encargan de hacer cumplir la orden.

Pero el periodista vuelve a entrar. Conoce a una enfermera, la enfermera
a un conserje, el conserje al médico que atendió a Pollán.

El doctor González Rivera es el jefe de servicios de la unidad de
cuidados intensivos. Puede que tenga ojeras, el pelo entrecano. Algo
contrariado —no le sobra el tiempo— se detiene a hablar con el
periodista. Explica que Pollán ingresó con "síntomas de un cuadro
respiratorio agudo y cifras muy elevadas de glicemia". Se hizo lo que se
pudo: respiración artificial, antibióticos, traqueotomía, transfusiones,
antivirales. Tenía una neumonía y una infección bacteriana.

¿Es posible que se le haya inoculado algo?, pregunta el periodista, y
González Rivera, ya a punto de marcharse, se detiene en seco. Tal
posibilidad agita algo en su interior.

Su tarea es salvar vidas, no acabarlas.

El periodista no lo duda, pero insiste. Tiene en las manos una foto de
Laura Pollán rodeada y zarandeada por una turba castrista, empujada
contra una pared: ¿Cuánto puede haber influido en su final el estrés al
que estaba sometida Pollán por la policía política? ¿Es complicado
inocularle algo a alguien?

El doctor González Rivera niega con la cabeza.

Eso no puede ser, dice.

Pero la barbarie existe, dice el periodista.

Aquí no, responde el doctor.

¿Por qué aquí no?

Porque no.

¿Y antes de llegar al hospital? ¿Por qué el gobierno se ha sentido en la
necesidad de demostrar su inocencia, entregando su nombre, González
Rivera, a la prensa?

Yo no sé, dice el doctor, yo solo soy un profesional, y le digo algo:
cualquiera que llegue aquí con el cuadro clínico que presentaba la
señora Pollán, podría morir.

Pero a cualquiera podrían provocarle una grave enfermedad antes de
llegar al hospital, ¿no?

González Rivera, por cuestiones de ética, se niega a responder a esta
última pregunta.

Durante los días siguientes, el periodista trata de escalar en la cadena
de mandos: el presidente del Comité de Defensa de la Revolución de la
cuadra de Pollán, el policía jefe de sector, el secretario provincial
del Partido.

Hay miedo, desinformación, oportunismo, convicción, mezquindad. Todo
mezclado. En una de las entrevistas es él el cuestionado: ¿Por qué no se
va a Ciudad Juárez, en México? ¿No matan allí a un montón de mujeres
diariamente? ¿Qué hace en Cuba? ¿Por qué le dedica tanto tiempo a una
sola muerta?

La investigación no puede avanzar, entre otras razones, porque el
gobierno no le ha otorgado al periodista una credencial de prensa, y de
hecho ya es un milagro que haya llegado hasta aquí. La Ley Mordaza, la
misma que el régimen usó para condenar a los 75 opositores pacíficos,
sigue en pie.

El periodista se dice que quizás debió pensar en todo esto antes de
empezar. Hay mucho aún por precisar, pero también muchas cosas claras.
Los totalitarismos tendrán siempre sobre sí la sombra de la duda. Sin la
independencia de prensa y la garantía de la libertad de expresión, de
nada valen los golpes de pecho y la proclamación a los cuatro vientos de
una supuesta superioridad moral.

A falta de poder llegar al fondo del asunto, el periodista cree
encontrar las respuestas en plena superficie, a la vista de todos, en
forma, eso sí, de preguntas: ¿Por qué no puede desfilar por las calles
de su propio país un grupo de mujeres con flores en las manos? ¿Por qué
impide un gobierno que ciudadanos libres asistan al entierro de alguien
al que consideraban su líder?

http://www.ddcuba.com/derechos-humanos/7599-quien-mato-laura-pollan

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