2007-01-05
Marcos Aguinis
LiberPress - Revista Noticias -Buenos Aires - 23/12/2006 - Unas
semanas antes de las elecciones legislativas en los Estados
Unidos ya se percibía el triunfo de los Demócratas sobre los
Republicanos, lo cual iba a significar un duro golpe para la
actual administración. Fue entonces que me trasmitieron esta
dramática confidencia.
El vicepresidente Dick Cheney había decidido el asesinato
del presidente George W. Bush para sacudir el país, tomar el
gobierno, clausurar ambas cámaras del Congreso, cancelar las
elecciones y dar un impulso feroz al programa destinado a
imponer en el resto el mundo el modelo norteamericano, con el
ciego apoyo de sus fanatizados seguidores. Quedé
boquiabierto y pedí detalles sobre un proyecto tan horrible.
Me explicaron entonces que fue comentado en voz baja -como
hacen los conspiradores- en una reunión compuesta por dos
argentinos, un peruano, tres guatelmatecos, un mexicano y un
nicaragüense.
En menos de un segundo solté mi carcajada, pese a que no era un
chiste. Semejante complot sólo podía surgir de la
calenturienta inspiración latinoamericana, donde es
posible que semejante cuento se torne realidad. Pero en los
Estados Unidos ya se asesinaron cuatro o cinco presidentes,
sin que a nadie se le hubiese cruzado la idea de cerrar el
Congreso o perturbar el aceitado funcionamiento de las
instituciones. Las instituciones son más vigorosas que el más
encumbrado y popular de los caudillos. En nuestros países, por
el contrario, la única institución fuerte que conocemos y que
perdura, es el caudillo.
Los tres siglos de la etapa colonial nos fijaron en el alma que
el único que manda y distribuye, tanto bendiciones como
castigos, es el Rey (y sus sucesivos descendientes, incluidos
los que se auto-intitularon Benefactores, Libertadores,
Supremos, Dictadores, Presidentes Vitalicios,
Restauradores, Conductores, etcétera). A principios del
siglo XIX habíamos sido bendecidos por la lluvia de una breve
primavera ilustrada que se tradujo en las revoluciones de la
Independencia e impulsó el crecimiento de la cultura más
progresista de la época. Pero las arraigadas tradiciones de
sometimiento colectivo -incluidas la nostalgia por el
imperio incaico y azteca, más la implacable castración
inquisitorial- bloquearon el avance.
Por entonces, hasta un hombre admirable como Simón Bolívar se
autodesignó Dictador vitalicio del país que ahora lleva su
nombre. Como si fuera poco, propuso que el Dictador eligiera
al remoto sucesor y, por lo tanto, no se gastase dinero ni
energías en nuevas elecciones. Exigió también que los cargos
legislativos fueran de por vida y, además, hereditarios; en
consecuencia, algunos hijos de esos legisladores debían ser
educados para la función desde su cuna. Para completar el
panorama instituyó la legalidad de una feroz Censura que
bloqueara a los generadores de disturbios. Por último,
estableció como ejemplo del futuro latinoamericano a
Haití. ¡Haití, el ahora país más pobre y caótico del continente!
Como Simón Bolívar no era ser común, debemos esforzarnos por
comprender algunas de sus iniciativas totalitarias como el
recurso que necesitaba para impedir la conversión en
escombros de toda la epopeya emancipadora. Pero me pregunto
si aquellas iniciativas son imprescindibles ahora, o si la
cacareada "revolución bolivariana" o "el socialismo del
siglo XXI" consisten en ponerlas en práctica como el mejor de
los proyectos con vistas al futuro de todo nuestro sufrido
continente.
Más horrendo aún sería conceder a Bolívar la facultad de la
profecía. Porque si de veras nos aguarda como modelo Haití...
Bueno, se me cortan las palabras.
Bolívar era un hijo de la Ilustración, como casi todos los
próceres de la Independencia americana. Sus ideales se
basaban en la libertad y el progreso. Pero se dio de nariz
contra las graníticas tradiciones absolutistas
(caudillescas, anti-institucionales, colectivistas) que una
y otra vez levantaban sus cabezotas. ¿Cómo luchar por la
libertad conculcando libertades? ¿Cómo estimular el
progreso tolerando a quienes pretenden el oscuro arcaísmo?
¿Cómo alimentar la solidez de instituciones republicanas,
cuando la única institución que se palpa, se ve y adora -como
los paganos a los ídolos- es el hombre fuerte?
Estas contradicciones perduran y desgarran el continente.
Producen el efecto acuñado por el mismo Bolívar de cierto
dramático instante: "arar en el mar". Las democracias no son más
que procesos electorales que no respetan el estado de
derecho. Pueden ser incluso desvirtuadas mediante
movilizaciones callejeras o actos circenses, como los del
patético López Obrador en México.
Recuerdo que cuando en los Estados Unidos disputaron la
presidencia Al Gore y George Bush, el primero había
conseguido mayor número de votos. Pero las leyes y los
tribunales electorales determinaron que la presidencia
correspondía al segundo. Al Gore pudo haber recurrido a los
innumerables modelos de resistencia que ofrece el modelo
latinoamericano cuando se trata de quebrar la ley. No lo hizo.
Se fue a su casa, pese a la tristeza de quienes lo votaron y de
quienes pensábamos que se cometía una injusticia. Nos
burlamos -yo entre otros- sobre las imperfecciones del sistema
electoral norteamericano. Pero ese sistema, aunque provoque
malestar, no se conmovió por el circunstancial temblor de esa
elección tan reñida: el sistema resiste los temblores y hasta
es indiferente a los terremotos. Es un basamento lleno de
gemas invalorables llamadas instituciones, a las que nada ni
nadie se atreve a socavar. Es el llamado "estado de derecho".
En México el perdedor no sólo obtuvo menos votos, sino que se
burló de las autoridades constituidas y de las jerarquías
electorales. Para colmo, bloqueó durante semanas la avenida
Reforma del Distrito Federal, que produjo pérdidas
multimillonarias al país y perjudicó a infinitos
ciudadanos. Bloquear el libre tránsito es un delito
constitucional en México, los Estados Unidos, la Argentina y
cualquier otro país más o menos civilizado. Se calcula que la
"picardía" ya le costó a López Obrador la pérdida de un tercio
de simpatizantes.
En Nicaragua, país que visité antes de las últimas elecciones,
se puso de manifiesto otra de las profundas tradiciones que nos
dejó la herencia del absolutismo colonial, en el sentido de
que hasta la moral se cubre el rostro cuando se trata del Rey, a
quien todo le está permitido. Allí me confirmaron que Daniel
Ortega empezó su carrera política con el asalto a un banco.
Luego, en el poder, tomó para sí una de las más hermosas
propiedades y su dueño debió exiliarse. Cometió genocidio
contra una población indígena.
Aumentó la pobreza hasta niveles desconocidos hasta
entonces, lo cual provocó la fuga de más de medio millón de
personas desesperadas a Costa Rica y otros países. Al final de
su gestión no se puso colorado por establecer la "piñata", es
decir el reparto de las mejores haciendas y propiedades entre
sus colaboradores, sin pensar en su amado "pueblo", claro
está. Para colmo, violaba a la hija de su nueva esposa desde
que la muchacha tenía 9 años de edad, por lo cual ella solía huír
muchas noches a la casa de su "nana"; el agravio duró hasta que
cumplió 14 años, cuando se dio a conocer el delito y hubo que
pararlo.
Cuando Daniel Ortega fue derrotado y sustituido por Violeta
Chamorro, su permanente asesor Fidel Castro le preguntó por
qué había entregado el poder. Contestó que porque había
perdido las elecciones. Entonces el Comandante -que por
aquellos años parecía eterno- le acercó la oreja para
preguntarle: "¿Perdiste... ¿qué?". Ahora, para ser reelecto,
Ortega formó una coalición surrealista. Se alió con su
anterior adversario, el corrupto ex presidente conservador
Alemán, condenado a prisión por robos evidentes, pero que aún
controla una porción del electorado gracias a sus dádivas.
Además -esto no lo adivinaría ni Zaratustra-, fue apoyado por
un amplio sector que había sido leal al dictador Anastasio
Somoza y muchos "contras" pagados por la CIA años atrás. Para
colmo (siempre hay un colmo) instaló como vicepresidente al
dueño de la fabulosa propiedad que le había quitado hacía
tiempo mediante la compensación de un radiante cheque con olor
a petróleo venezolano. La cara de este desvergonzado
vicepresidente le permitió a Ortega usar como slogan las
palabras "reconciliación y amor".
Ahora se afirma que Ortega, cuyo solo nombre produce náuseas
al 60 porciento de la población, se ha vuelto pragmático, no
violará jovencitas, no expropiará a diestra y siniestra, no
asesinará opositores. Ojalá. Cosas veremos, Sancho.
M. Naím es el editor en jefe de la importante revista Foreign
Policy. Nació en Venezuela y ama a nuestro continente con
pasión arrolladora. Pero aprendió a ser realista. Es tan
realista que a veces da miedo. Le escuché pintar a nuestra
América Latina con pinceladas que recuerdan al último Goya.
La intituló en uno de sus trabajos de investigación The lost
continent. No usó la expresión "continente perdido" porque sea
difícil encontrarlo en el mapa, sino porque hasta ha perdido
el nivel de "patio trasero". Más bien se parece a la Atlántida
de la ciencia-ficción, ese espacio idílico que por razones tan
variadas como incontenibles desapareció de la superficie
terrestre. Semejante afirmación requería explicaciones. Y
las dio.
América latina dejó de ser competitiva en todo, explica.
Ni siquiera es competitiva como tragedia, porque las más
conmovedoras se centran en África o el Medio Oriente. Tampoco
es competitiva como amenaza militar y mucho menos económica:
las bravuconadas de algunos líderes provocan risa, no miedo.
Las donaciones solidarias de ayuda internacional eligen
otros destinos. La clase media desciende.
El populismo -una palabra que antes generaba escozor y ahora
parece vibrar como un clarín de victoria- es la expresión de la
pobreza y de la falta de estrategia política. Las
Constituciones no son defendidas por las Cortes Supremas con el
debido coraje ni la necesaria convicción. El estado de
derecho sigue siendo una abstracción que pocos entienden. Falta
conciencia inversora genuina, despegada de los
favoritismos del poder. El monopolio y la concentración de la
riqueza van de la mano con el poco estímulo a la competencia
transparente. Pese al hueco palabrerío contra la pobreza, no
se realizan las reformas laborales que permitirían
incorporar millones de excluidos al mercado laboral. Ese
temor a efectuar una progresista y revolucionaria reforma
laboral impide el nacimiento de muchas fuentes de trabajo o
la expansión de las existentes, así como la posibilidad de
generar productos de alta calidad que puedan competir en el
mercado mundial.
América latina está ahora muy por debajo de Estonia. ¿Sabe un
estudiante secundario y hasta universitario medio de
nuestro continente dónde queda ese pequeño país? Era un punto
despreciable de la Unión Soviética. Pero que tomó conciencia
antes que otros sobre los cancerígenos daños que generan la
ausencia de los derechos individuales. Lo colectivo nunca
puede mejorarse en forma sostenida, si no se respeta a cada
persona. Somos seres humanos, no simples números. Y es
sagrada nuestra libertad. La libertad de elegir, de circular,
de comprar y vender, de decir y publicar, de criticar y pensar.
Pero esas libertades sólo existen donde prevalece el estado
de derecho.
Cuando se tornó evidente que en Estonia se respeta el estado
de derecho, que hay independencia de los poderes, que la
justicia mantiene una majestad vigorosa, que la oposición es
escuchada y los contratos no son violados por los caprichos del
poder, empezaron a aterrizar capitales que abrieron vastas
fuentes de trabajo, incrementaron la limpia competencia y
lanzaron ese pequeño país hacia una prosperidad que asombra al
mundo. En Estonia nos demuestran que no hay secretos. El único
secreto, quizás, consista en tener una dirigencia con
suficientes hormonas, real patriotismo y potente visión.
Estonia, además, ahora afirma que pertenece a Occidente.
¿Qué es Occidente? Cuando joven me irritaba esa palabra, pese
a que el admirado Ortega y Gasset intituló con ese vocablo a
su difundida revista. Occidente no podía referirse a la
parte oeste del planeta, porque había algunos segmentos
orientales que se le querían incorporar, como Japón, y otros que
ya formaban parte de Occidente, como Australia y Nueva
Zelanda, ubicados paradójicamente en el lejano este del
globo terráqueo. Enorme contradicción. ¿Occidente incluía a la
Alemania nazi, la Italia fascista y la península ibérica
sometida a dos compactas dictaduras? No era un vocablo
unívoco. No. Pero se refería a una historia, y también a
potentes tradiciones. Occidente era la herencia griega y
romana, era el judeo-cristianismo, era la Revolución
industrial inglesa, la independencia de los Estados Unidos,
la Revolución francesa, las nuevas repúblicas de América
Latina.
Quizás podamos asemejar Occidente con la Ilustración y la
Modernidad. Todas esas palabras se refieren a las arduas
luchas que produjeron el estallido de la ciencia
experimental, el impulso por separar la religión del Estado,
la tolerancia en materia de fe e ideas, la libertad de
expresión, la alternancia del poder, los derechos
individuales, el respeto por las minorías y los diferentes.
Europa también estuvo muy desgarrada, igual o peor que América
Latina, por tradiciones absolutistas que se negaban a morir
y produjo los atroces totalitarismos colectivistas del siglo
XX, que coincidieron en su pretensión de asfixiar aquel
prodigioso progreso humano en nombre de un "hombre nuevo" que
era una simple molécula de regímenes basados en el terror.
Europa aprendió luego de sembrar sus campos con ríos de sangre.
¿Eso requiere América Latina?
Sangre y violencia se anheló en los años '60 y '70 del siglo XX.
Se creyó en el apotegma de que "la violencia es la partera de la
historia". Ahora hay revoluciones como la de Estonia que no
necesitan de tan horrífica partera. La violencia no es
imprescindible, como nos hizo creer la épica de la Revolución
francesa o bolchevique, que desembocaron rápido en nuevas
opresiones y locuras. La violencia genera más daños que
beneficios, además de su irrefutable carácter inmoral.
En nuestro continente se han realizado muchos experimentos.
Pero aún no se ha tomado conciencia de que ningún país progresa
en forma sostenida con fórmulas populistas, porque el
populismo necesita eternizar la miseria, mantener la
limosna, el asistencialismo, la ignorancia y el fanatismo.
Sin pobres ni ignorantes se acaban los caudillos y se acaba la
limosna y se acaba el populismo.
Para que no haya pobres hace falta abrir fuentes de trabajo
genuinas con cataratas de inversión nacional e
internacional, como hacen ahora Irlanda, Estonia, Bostwana,
India. El economista Milton Friedman, que acaba de fallecer y
cuya figura crece como la del verdadero revolucionario de
la libertad, pese a ignorantes calumnias, dijo que para el
crecimiento de un país hacía falta tres cosas: "inversión,
inversión e inversión". Como era un científico que no se
perdonaba ni sus propios errores -rasgo común de todo
verdadero científico- dijo
que la sola inversión no alcanzaba, porque era proclive a ser
distorsionada y terminar en sitios opuestos a los ansiados.
Entonces se corrigió. Dijo que para el real y acelerado
progreso de un país hacen faltan otras tres cosas: "estado de
derecho, estado de derecho y estado de derecho".
América Latina, desgarrada entre sus tradiciones
colectivistas contra las ilustradas, las autoritarias contra
las democráticas, debería observar su desgastante marcha de
borracho, iguales a variaciones de una misma contradicción:
retroceso contra progreso, ilusión utópica contra realismo
constructor, facilismo demagógico contra esfuerzo fructífero.
Así como Juan Bautista Alberdi aprendió de la Constitución de
California, sancionada poco antes de escribir sus Bases
(predijo en las Bases que esa Constitución generará más oro a
California que todo el oro de las minas existentes o a
descubrir), ¿no deberíamos aprender de los países que fueron muy
atrasados y ahora se elevan como cohetes espaciales?
Estonia, España, Irlanda, Finlandia, India y tantos otros
estaban por debajo de América latina, con desgarros
equivalentes y obstinadamente repetidos.
Ellos pudieron cambiar para bien. No debemos suponer que
resulta imposible.
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