2007-01-05
Petronio Rafael Cevallos
Huevos creció conmigo, compartimos juntos mi infancia y toda mi 
adolescencia. Huevos fue un compañero constante y un amigo leal. Dotado 
de una inteligencia que no pocos humanos hubieran envidiado. Valiente y 
enamorado como un caballero andante, Huevos se repartía, pródigo, entre 
sus numerosas Dulcineas, haciéndole sobrado honor a su nombre.
Siempre a la vanguardia, Huevos era un auténtico líder, un explorador 
intrépido. Juntos salíamos a corretear por los campos aledaños de 
Ancón. Cierta ocasión que un grupo de niños caminábamos rumbo a la 
granja de mis abuelos, Huevos como siempre marchaba a la cabeza del 
grupo. Alerta al menor movimiento, no paraba de husmear chopos, 
montículos y el sendero. De repente, sus ladridos nos alertaron. Había 
olfateado una serpiente que acechaba en una cuneta cubierta de 
siemprevivas. Huevos la circundaba sin dejar de ladrar. Al acercarnos, 
la vimos enroscada entre la maleza. Jamás la hubiéramos visto sin su 
ayuda. Era una culebra equis, muy venenosa. Intimidados por su 
reputación, optamos por no molestarla y seguir nuestro camino.
La fama de Huevos pronto rebasó los límites del barrio. Su osadía como 
enamorado se volvió legendaria. No había barrera que no superara ni 
rival o amo que se interpusiera. Las hazañas amorosas de Huevos eran 
dignas de un libro de caballería. Cuando estaba en celo, que parecía ser 
todo el tiempo, nada ni nadie podía contenerlo. Recuerdo mi frustración 
de amo desobedecido, cuando lo veía mezclado en las jaurías de perros 
alunados, persiguiendo a una hembra en celo. Lo llamaba, lo conminaba a 
todo pulmón, lo trataba de alcanzar sin éxito. Pese a todos mis 
esfuerzos, amenazas y precauciones (había veces en que lo encerraba), 
Huevos era incontenible. El instinto era su amo supremo. Bajaba las 
orejas, movía la cola y como sonriéndome, socarrón, parecía decirme qu e 
lo sentía mucho, pero que tenía que cumplir con natura. Al cabo de unos 
días retornaba casa: hambriento, sediento y mugroso, pero satisfecho de 
haber cumplido sus necesidades básicas.
Tales proezas sexuales se convirtieron en un dolor de cabeza para muchos 
vecinos. Cada unos cuantos meses, las perras del vecindario parían 
numerosas camadas, gracias al poderío sexual de Huevos. Ciertas vecinas, 
bordeando en la desesperación, intentaron mil maneras de detener el 
ímpetu procreacional de mi entrañable mascota. Todo resultó inútil. La 
Cuqui, así se llamaba la linda perrita de estas vecinas, religiosamente, 
dos o tres veces al año traía al mundo un mínimo de seis cachorritos, 
todos con la generosa y galante ayuda de Huevos. La Cuqui (perrita fina 
y mimada por un grupo de solteronas) era de hecho la concubina favorita 
del gallardo Huevos. Las atribuladas vecinas mandaron a construir una 
cerca más alta para imposibilitarle el acceso al apasionado galán. Pero 
Huevos, para desconsuelo de las solteronas, la siguió saltando como un 
campeón olímpico. Y la Cuqui siguió pariendo cachorritos.
Una de las vecinas, que era modista, confeccionó una especie de calzón 
hecho de un material muy fuerte y resistente; estaba diseñado para 
servir como un cinturón de castidad canino. Sin embargo, varios fueron 
los cinturones de castidad que le rompieron y le despojaron a la Cuqui; 
el ímpetu de Huevos no se detenía ante nada. Cada calzón roto 
significaba el advenimiento de un nuevo ejemplar de la especie canina. 
Con copiosas lágrimas y quejas, las solteronas nos llevaban las pruebas 
del delito: calzones de tela tosca y reforzada rotos a dentelladas por 
el ardor de nuestra mascota.
"Señora Dorita, mire lo que su perro ha hecho. Ya no sabemos qué hacer. 
Con éste son quince los calzones que le ha roto a la Cuqui. Por favor le 
pedimos que haga castrar a ese demonio de perro suyo, por que nos está 
volviendo locas".
"Dios mío, qué animalito. Si nosotros aquí lo encerramos, pero el 
bandido al menor descuido se nos escapa", mamá se disculpaba: "Créanme, 
vecinas, ustedes no son las únicas; no es que eso sea ningún consuelo, 
pero el señor Sarmiento también ha venido a darme las quejas. Este 
bendito animal ha cogido con matarle los gallos de pelea".
Entretanto, Huevos se ponía a buen recaudo. Era cierto que aquellas 
solteronas —que trataban a la Cuqui como a la hija que no tenían— 
exageraban la nota. Si tanto les molestaba que la Cuqui pariera, ¿por 
qué no la llevaban a un veterinario y la hacían esterilizar? Además, si 
la Cuqui era la hija que no tenían, los hijos de la Cuqui bien podían 
ser los nietos que jamás iban a tener.
Rezongando, fui a buscar a Huevos, al que encontré metido debajo de mi 
cama. Lo llamé y salió, mohino y remolón. Le acaricié la cabeza peluda. 
Le hablé diciéndole que lo de la Cuqui pasaba, pero lo de los gallos de 
pelea no. Yo temía que el enfurecido señor Sarmiento tomara medidas más 
drásticas. Entre aquellas, la más practicada era la de envenenar a los 
perros. Así habíamos perdido al Ringo (un hermoso y apacible spaniel, la 
antítesis de Huevos) que murió envenenado por manos misteriosas. Y si 
eso le habían hecho al Ringo, que era un alma de Dios, no me atrevía a 
pensar lo que le podrían hacer al terrible Huevos. Envenenar animales, 
especialmente perros y gatos, era una cruel y generalizada práctica en 
Ancón. La vida de mi querido Huevos se hall aba en serio peligro.
Por lo tanto, opté por mantenerlo todo el tiempo en mi habitación. Allí 
permanecía confinado noche y día, incluso cuando yo iba a la escuela. 
Por la noche lo sacaba a cumplir sus necesidades. A veces, cuando estaba 
en celo, lo dejaba ir adonde la Cuqui. De esta manera, mientras todo el 
mundo dormía, Huevos y la Cuqui consumaban sus incontables coitos. La 
bruma marina cubría el cielo de la madrugada. La Cuqui soportaba estoica 
el peso y los embates de Huevos, que furiosamente arremetía los  cuartos 
traseros de la perra. Luego, amparados por las sombras, ambos canes 
permanecían pegados. Gracias a la complicidad de la noche, no había 
niños que tiraran piedras. Cuántas veces Huevos había sufrido el 
agravio, perpetrado por críos fisgones y crueles, quienes escarnecían 
sus deleites sexuales con gritos y pedradas.
"¡A cachar al monte, perros culiones!"
Y la perra que, aterrorizada, halaba para un lado, y el perro para 
otro. Y los piedrazos que llovían, mientras que el pene inflamado por el 
orgasmo seguía atrancado dentro de la contraída vagina. Precariamente, 
corriendo de costado, tratan de escapar del aluvión de piedras, pero el 
pene continúa trabado en el cerrojo púbico. Los bruscos movimientos 
hacen que el pene se estire sin lograr desprenderse de las fauces 
vaginales. La perra gime adolorida. Llueven los piedrazas. Malditos 
niños, no dejan que natura siga su curso en paz.
Pero bajo el discreto celestinazgo de la madrugada, Huevos y la Cuqui se 
despegan. Él se lame el falo henchido y rojo como lápiz de labio. Ella 
se lame la húmeda vulva. A guisa de despedida, se olfatean mutuamente 
el trasero. Luego, de un ágil brinco, Huevos salta el muro. Ya casi 
amanece. Un gallo canta en algún gallinero. Fresco como una lechuga, 
como un atleta victorioso, Huevos emprende el regreso a casa, al ritmo 
de un trotecito canchero y sobrador.
© Copyright 2007: Petronio Rafael Cevallos
Tomado de Ancon City Blues, libro en marcha www.ecuayork.homestead.com
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