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Monday, December 22, 2008

Cuba es un país que mira al pasado

Literatura
«Cuba es un país que mira al pasado» (I)

Entrevista con Leonardo Padura Fuentes. De la tetralogía de Mario Conde
a 'El hombre que amaba a los perros'.

Luis Manuel García, Madrid | 19/12/2008

Leonardo Padura Fuentes (La Habana, 1955), narrador, periodista,
guionista de cine, crítico y ensayista, es no sólo un escritor honesto,
sino una persona decente y legal.

Su periodismo ha aparecido en una treintena de publicaciones de varios
países. Desde 1995, es columnista de la agencia IPS y coordina su
suplemento Cultura y Sociedad. Es internacionalmente conocido por su
tetralogía "Las cuatro estaciones", integrada por las novelas Pasado
perfecto (1991), Vientos de cuaresma (1994), Máscaras (1997) y Paisaje
de otoño (1998), protagonizadas por el inspector Mario Conde, quien
regresa en Adiós, Hemingway (2001) y en La neblina del ayer (2005). Su
obra ha sido traducida a dieciséis idiomas.

Padura Fuentes habla en dos entregas para CUBAENCUENTRO.com. He aquí la
primera.

En una entrevista, hablabas de tu libertad al escribir: "siempre
sabiendo que existen límites que no debo transgredir para que mis libros
circulen en Cuba"; aunque añadías: "tampoco me interesa transgredirlos".
La historia está llena de períodos (el Siglo de Oro, sin ir más lejos)
en que, a pesar de esos "límites", se hizo una gran literatura. ¿Crees
que evitar ciertas fronteras aguza la perspectiva de los autores? ¿O
todo lo contrario?

Pienso, ante todo, que el mejor modo de escribir es en plena libertad:
no creo que condicionamientos o exigencias o limitaciones políticas,
religiosas, sociales, de mercado, sexuales, las que sean, ayuden a la
literatura. Para el arte, creo, debe haber siempre toda la libertad, sin
condiciones, pues el arte es permanente y todo lo que lo condiciona
suele ser cambiante. Pero también pienso que las tensiones exteriores
que obligan al autor a agudizar todos sus sentidos en el acto de la
escritura de una realidad determinada, sirven para que el escritor
explote al máximo su inteligencia y su capacidad de expresar
literariamente su visión del mundo y de una sociedad determinada.

¿Cuál es el mejor Kundera, el de antes o el de ahora? ¿Y el mejor Wajda,
el mejor Saura? ¿Qué cosa es El maestro y Margarita sino un desafío de
los límites de la permisividad hasta llegar a convertirse en una obra
maestra?

En mi caso, los límites que no me interesa transgredir están justo en el
universo pantanoso y manipulado de la política. No me atrae para nada
hacer una literatura que juegue a la política, porque soy escritor y no
político, y porque tampoco me interesa que los políticos utilicen mi
literatura como fenómeno de feria. Y como me repele ese universo, me
alejo de él. Soy un escritor, en lo fundamental, de la vida cubana, y la
política no puede estar fuera de esa vida, pues es parte diaria, activa,
penetrante de ella; pero yo la manejo de manera que sea el lector quien
decida hacer las asociaciones políticas, sin que mis libros se refieran
directamente a ella.

De verdad, no la necesito ni me interesa, pero, en cambio, me interesa
muchísimo que mis libros puedan ser leídos en Cuba y que la gente pueda
dialogar con ellos. Como te imaginarás, ese interés no responde a
razones económicas ni de reconocimiento (vivo cada vez más alejado del
mundanal ruido y creo que cada día lo haré más y más), pues en Cuba no
son especialmente importantes: es, simplemente, una necesidad que siento
de ser útil a mi tiempo y a mis contemporáneos, entregando lo que sé
entregar: una literatura que los ayude a reconocerse y a entender
determinadas realidades.

En tu nueva novela, sobre Ramón Mercader, te acercas a un terreno
movedizo, el de la alta política, en una época donde las ideologías no
sólo eran las sagradas escrituras de la política, sino una patente de
corso para el ejercicio de la violencia y, no pocas veces, de la
infamia. Dado que has afirmado que "la literatura que se mete en el
terreno de la política puede ser devorada por ella", ¿no es peligrosa
para tu literatura esta incursión?

Sí, es la más peligrosa incursión literaria que he hecho, y por muchos
motivos. Quizás el primero no sea político, es más, no lo es: el primer
peligro es literario, pues es una novela que me ha exigido una
larguísima y profundísima investigación, que me ha emborrachado de
historia, y lo más difícil de su escritura ha sido despojarme de los
excesos de esa carga histórica sin renunciar a la historia, pues la
novela transcurre a través de algunos de los acontecimientos históricos
más importantes y lacerantes del siglo XX.

Dentro de ese componente histórico está la política, pero la he asumido
desde una perspectiva totalmente literaria y, más que a la historia, me
refiero a la utopía: El hombre que amaba a los perros, como se llama la
novela, es un drama, desde el punto de vista de lo que ocurre con
personajes reales y personajes casi reales, en la URSS, España, México,
Cuba, de cómo se fue pervirtiendo la gran utopía humana, la construcción
de la sociedad de los iguales, cómo la filosofía se destruyó en el
choque con la realidad, de cómo la ambición humana, la obsesión por el
poder y el control, acabaron con el experimento más soñado por la
humanidad moderna.

Claro que en todo ese análisis hay lecturas políticas (especialmente de
lo que significó el estalinismo), pero están cubiertas por la carga
humana, filosófica, histórica que soporta la novela… En fin, que El
hombre que amaba a los perros toca se mueve a veces en la política, pero
otra vez deja las conclusiones políticas en manos —más bien en mentes—
de los lectores. Creo que es un libro muy triste y que será muy
polémico, porque está lleno de certezas pero también de interrogaciones,
y provocará, sobre todo, dos sentimientos: la evidencia de una
frustración y la compasión.

El desencanto y la nostalgia son, al parecer, la atmósfera en que se
mueve la nueva literatura cubana. ¿En qué medida esa atmósfera tiene un
condicionamiento externo (la circunstancia, el país, el mundo) y en qué
medida responde a la clásica añoranza del pasado?

Todo puede ser manipulado y vendido. La Cuba del son y el bolero, de los
clubes y los carros antiguos se ha vendido bien. No es extraño que haya
aparecido recientemente alguna literatura sobre ese período. Cuba, ahora
mismo, es un país que mira más hacia el pasado que hacia el futuro, en
todos los sentidos. La historia es tan pesada, somos tan históricos, que
mucha gente se ha hartado de lo histórico y no quiere oír hablar de
ello. Cuba es un país de efemérides, de celebraciones del pasado, de la
fijación de la gloria pretérita, mientras que el futuro es una nebulosa
casi imposible de predecir en sus más mínimos detalles y el presente es,
para mucha gente, sólo lucha y agonía, supervivencia y desespero.

A los que viven hacinados, a los que no les alcanza el salario, a los
que se les agotaron los sueños… ¿les importa esencialmente la historia?
Bueno, si acaso como memoria de tiempos mejores, cuando pensaban salir
del hacinamiento, cuando compraban con su salario las exquisiteces de
los mercados de los años ochenta, cuando soñaban que si estudiaban
Medicina o Ingeniería serían respetados, solventes y quizás hasta dueños
de un Lada o un Yugulí… Todo eso se esfumó en los años noventa y llegó
el desencanto, no sólo por nuestra situación económica, tan ardua como
pocos fuera de Cuba pueden imaginar, sino porque se tuvo una mejor idea
de lo falso que había sido el mito en el que habíamos vivido.

De esa nostalgia por un mundo mejor que se esfumó (y que se resume en la
interrogante tan cubana de "¿te acuerdas que…?") y del desencanto de una
realidad que no se correspondía con lo que habíamos aprendido e
imaginado, salió la narrativa de los años noventa.

Algunos autores convirtieron la derrota y la miseria en el tema de sus
obras. Incluso, algunos de ellos, para hacer más coherente esa elección
y con gran sentido comercial, se fabricaron biografías en las que se
presentaban como perseguidos, cuando en realidad eran tan privilegiados
como para poder trabajar en una sede diplomática cubana en Europa
(donde, según la lógica de ellos mismos, habrían tenido que pasar
informes contra los demás…). Esa nostalgia y ese resentimiento
utilitarios me parecen sencillamente oportunistas, ofertas de tiempos de
rebajas.

Pero hay también el desencanto verdadero, que sufrimos por igual los que
nos hemos quedado y muchos de los que se fueron, casi todos con el alma
adolorida. Y esos, todos, han asumido como una responsabilidad dejar la
memoria de este tiempo, a veces con una literatura muy directa, otras
veces con metáforas y parábolas, pero, así lo siento en la mayoría de
los autores auténticos, con el dolor que provoca la sinceridad y el amor
por un pedazo de tierra que nos dio pasado, vida, lengua, cultura,
amigos, sueños más o menos perdidos, pero tan amables.

Es muy marcada en tu literatura una visión generacional. ¿Cómo ves la
narrativa policial de autores que han llegado después, como Lorenzo
Lunar, por ejemplo, y que ven la realidad desde un ángulo, si se quiere,
más sombrío?

Mucha novela policial es sombría, pero puede ser también literaria. El
otro día me sorprendió leer que un escritor de policiales al que admiro
hace tiempo, escribía que en estos momentos el sueco Mankell y yo somos
los máximos exponentes de la literatura policial porque no escribimos
literatura policial, sino que la utilizamos.

Siempre cuido mucho el contexto, la escritura, su capacidad de ser un
testimonio artístico de la realidad, no su crónica. Uso la literatura
del género, algunos elementos de su composición y de sus efectos
dramáticos, pero siempre escribo historias que empiezan antes del crimen
y que terminan después del crimen, y esa historia mayor es la vida de
Mario Conde y de su generación, es la mirada a una camada humana a la
que pertenezco y entiendo, en sus sueños y frustraciones, más que a nada
en este mundo.

Siento mucho que a partir de los años noventa, justo cuando comencé a
escribir Pasado perfecto, prácticamente desapareciera la novela policial
en Cuba —y era lógico que el policial de los 70-80 se esfumara, pues no
daba más, ni siquiera políticamente— y que sólo autores como Lorenzo
Lunar y Amir Valle la cultivaran. Pero a ellos les interesa mucho más la
violencia, lo descarnado, y sus novelas son mucho más negras, aunque
temo que también, por eso, sean más locales. Creo que ambos tienen la
capacidad para hacer una nueva novela negra cubana y que la van a hacer,
sin duda.

A partir de los noventa, el escritor cubano, y en eso tú eres
paradigmático, busca espacios editoriales fuera de la Isla. El lector
medio cubano, por razones de mera disponibilidad, está a dieta de
ediciones estrictamente nacionales. ¿Existe un distanciamiento entre ese
lector y el escritor "de exportación"? ¿La perspectiva de un editor y un
lector exótico ha condicionado de alguna manera la literatura cubana de
los últimos lustros?

El hecho de saber, desde hace casi quince años, que mi primer
corresponsal, la medida de si cumplía o no las expectativas literarias
que mis textos proponían, estuviera en una editorial de Barcelona que,
para mi fortuna, siempre me pedía que mis textos fuesen mejores, sin
hablar jamás de su posibilidad comercial, me convirtió en un escritor
mucho más exigente y responsable, mucho más libre y literario.

Además, saber que dos semanas antes de que saliera mi novela esa
editorial había publicado un Kundera o un Camus y que dos semanas
después saldría Almudena Grandes, o Javier Cercas, o John Updike, te
obliga a pensar que estás jugando en las grandes ligas y que sólo si
eres mejor que tú mismo, si escribes lo mejor que puedes, podrás tener
un espacio entre tanto monstruo literario. Y eso me hizo y me sigue
haciendo crecer. Por eso me da un poco de pena los que satanizan el
mercado editorial sin saber qué cosas te puede aportar como escritor,
como profesional, si entras en ese mercado por el lado bueno: el de la
competencia literaria.

No sé en el caso de otros autores, pero mi experiencia (que es la de
Abilio Estévez, de parte de la obra de Arturo Arango y de Mayra Montero)
es que si el editor "exótico" ha influido, ha sido para bien, porque,
además, no existe en el mundo una persona menos "exótica" y más
respetuosa con sus escritores que Beatriz de Moura —y más exigente en
cuestiones de calidad.

Creo, sin embargo, que algunos escritores se confunden y ellos son los
que tratan de acercarse a las editoriales europeas siendo "exóticos". No
han procesado lo que antes hablábamos de lo universal y lo local, y con
dosis de exotismo sexual, económico y hasta político creen que
convencerán a los editores, y a veces lo hacen, pero muchas veces
fracasan en el intento. Creo que esto es especialmente visible en la
generación que viene detrás de nosotros, a los que la ruptura de los
noventa los sorprendió en su momento de formación y, buscando romper el
cascarón, se deslumbraron con el sol y perdieron el norte. Y muchos de
ellos siguen sin encontrarlo, a pesar de sus cualidades literarias.

Por otro lado, es cierto que muchos autores cubanos radicados incluso
dentro de Cuba no han podido ver publicados sus libros en el país —de
Pedro Juan se publicarán pronto algunas novelas, por fortuna—, pero yo
he tenido la suerte de que mis libros, todos, hayan circulado en Cuba,
que no se les haya censurado una coma y que, incluso, varios de ellos
hayan hasta ganado el Premio de la Crítica y el del libro más leído que
da la Biblioteca Nacional.

Pero, definitivamente, hay una desconexión entre lectores y escritores
de la diáspora, aunque, también debo decirlo, la gente lee de una manera
o de otra a algunos de esos escritores, no en la medida deseable, pero
los leen: como nosotros leímos a Cabrera Infante en los setenta y los
ochenta, y hasta más.

Tus novelas están plagadas de guiños a los amigos, de amigos que
aparecen y desaparecen, a veces travestidos, como una suerte de
homenaje. ¿Nos salva esa microsociedad del afecto de cualquier
intemperie? ¿Y la amistad gremial entre escritores? ¿O es que, por el
contrario que muchos policías, patrullamos en solitario?

El oficio literario es jodidamente solitario, a veces hasta misántropo.
Yo me paso días, semanas, de encierro laboral, con jornadas de cinco
horas de escritura y tres o cuatro de lectura, y otras de reflexión en
solitario, mientras arreglo los plátanos del patio y hago ejercicios
para no volverme un viejo (demasiado) gordo. Asisto a muy pocas
"actividades" culturales y mis encuentros con otros escritores muchas
veces los gasto hablando de pelota.

Cuando éramos más jóvenes, más pobres y creo que más felices, éramos muy
gremiales, definitivamente gregarios, y nos gustaba más hablar de
literatura y hasta hacer proyectos conjuntos. Por fortuna, de esa época
quedaron las complicidades y las amistades, que confío en que, a pesar
de ciertos resbalones, sean para toda la vida. Entre los narradores de
los ochenta, por llamarnos de algún modo, se creó entonces una afinidad
que hoy es complicidad, en la cercanía o en la distancia, y amistad
solidificada.

Siempre siento —quiero sentirlo, me hace bien sentirlo— que Senel Paz,
Arturo Arango, Abilio Estévez, López Sacha, Lichi Diego, tú, Reinaldo
Montero, Miguelón Mejides, Abel Prieto, Aidita Barh, Jorge Luis
Hernández en la memoria, poetas como Alex Fleites, Ramoncito Fernández
Larrea, Pepe Olivares, Reina María Rodríguez, Marilyn Bobes, son mis
colegas y, sobre todo, mis amigos, y por eso me siento especialmente
feliz cuando los veo, cuando escucho de sus éxitos, de sus trabajos y
sus días —como diría Reinaldo Montero—.

Creo que mucho de ese espíritu generacional que se me sale en las
novelas, se lo debo a ellos, a ustedes, con los que aprendí a escribir,
a leer, a beber ron y compartir una caja de Populares. No son
escritores, en puridad: son socios, y eso, en cubano, es mucho decir.
También por eso es que casi todos ellos, y otros amigos, son partes
incluso visibles, reconocibles de mis novelas.

La amistad, la fraternidad (de la que aprendí todo con mi padre y sus
hermanos masones y con mi madre y sus amigas católicas), la complicidad
entre socios es una bendición y por eso las defiendo como dones
sagrados. En un mundo donde casi todo cambia —casi siempre, para peor—,
la amistad sigue siendo algo que puede ser permanente, inalterable, un
salvavidas en medio de tantos naufragios. Por eso es que considero que
una de las mayores virtudes humanas es la fidelidad y me enorgullece
pertenecer literaria y epocalmente a un grupo de personas a los que nos
dio por escribir y que, a pesar de los pesares, hemos seguido siendo
fieles a lo esencial.

A veces estamos lejos —incluso si físicamente estamos cerca—, a veces la
política se nos mete en el medio, pero siempre que extendemos la mano,
hay otra, ahí, que nos toca. Y por eso creo que somos muy afortunados y
que lo único que no nos está permitido es la traición; hasta el olvido
lo admito, pero no la traición, porque después de tantas pérdidas no se
puede vivir con rencor.

http://www.cubaencuentro.com/es/entrevistas/articulos/cuba-es-un-pais-que-mira-al-pasado-i-140519


Literatura
«Cuba es un país que mira al pasado» (II)

Entrevista con Leonardo Padura Fuentes. De la tetralogía de Mario Conde
a 'El hombre que amaba a los perros'.

Luis Manuel García, Madrid | 20/12/2008

Es bien conocida tu admiración por la obra de Carpentier. Te has
referido también a la de Vargas Llosa, García Márquez, y el Cabrera
Infante de Tres tristes tigres como (eludiré la palabra "influencias")
fuentes nutricias. Sin embargo, cualquiera que se acerque a tu
literatura descubrirá que el tempo, la estructura, el diseño de los
personajes, se acerca más a la arquitectura de la narrativa
norteamericana que a las construcciones de los grandes narradores
iberoamericanos…

Y tienes toda la razón. Creo que en mi manera de entender y de pretender
la literatura gravitan los dos universos entre los que, incluso
geográficamente, se encuentra Cuba. De la literatura iberoamericana he
perseguido la calidad idiomática, el espíritu literario que sólo se
puede expresar a través de un lenguaje y sólo se puede adquirir a través
de la lectura del idioma propio. No creo que pudiera escribir en
"cubano", más aun, en "habanero", sin haber asimilado la narrativa de
Cabrera Infante, y tampoco tendría el estilo que pretendo tener sin las
lecturas de Carpentier, García Márquez, Fernando del Paso, Vázquez
Montalbán, verdaderos maestros en el uso del idioma español.

Tampoco me habría sido posible, yendo un poco más allá, concebir
determinadas historias que he escrito sin el aprendizaje de la
arquitectura de la novela que he hecho en un Vargas Llosa o en la más
reciente lectura de Roberto Bolaño. Pero toda esa voluntad de estilo y
empleo de mi lengua ha sido puesta en función de una necesidad que
aprendí de la novela norteamericana, de ese elemento que, a mi juicio,
es su gran virtud: la capacidad de sus escritores para contar historias.

Desde que tuve intenciones literarias, en mi época de estudio en la
Universidad de La Habana, comencé a leer como un loco novelas
norteamericanas y lo hice con el placer enorme —que no me garantizaban
todos los latinoamericanos— de leer historias sólidas, bien narradas, en
las que la comunicación con el lector es una premisa que siempre está
presente. Y ese influjo fue algo de lo que me apropié como una necesidad
y una virtud posible. Al extremo de que cuando escribí mi primera
novela, el punto de referencia era ni más ni menos que Desayuno en
Tiffani's, de Truman Capote, y las voces que me obsesionaban (y
obsesionan) eran las de Hemingway, Salinger, Updike, Fitzgerald, Carson
McCullers, Chandler y Hammett.

¿A quiénes consideras tus maestros, aquellos que personalmente han
marcado tu obra: lectores, editores, amigos, profesores?

Quizás deba mencionar, en primer término, al grupo de compañeros con el
que coincidí en la Escuela de Letras de la Universidad de La Habana y
que me indujeron a leer ciertos libros reveladores o me provocaron
envidia con sus conocimientos y lecturas, en un momento en el cual yo
exhibía una monumental incultura. Entre esos amigos estuvieron Lincoln
Capote, Alex Fleites, José Luis Ferrer, Arsenio Cicero y Abilio Estévez.

Luego, entre las personas que más me han ayudado a ser exigente con mi
literatura, fue esencial la enseñanza de Ambrosio Fornet, que se leyó
mis primeros libros y me los destrozó. Ambrosio es el editor más
despiadado que he tenido y se lo agradezco infinita y eternamente. Luego
he tenido la suerte de trabajar con editores como Beatriz de Moura y,
más recientemente, con Juan Cerezo, de Tusquets, que han sido
terriblemente exigentes.

Desde que empecé a publicar en Tusquets, ellos son también responsables
de lo que he escrito y de cómo lo he escrito. Pero también he tenido la
fortuna de tener un grupo de lectores muy cercanos que me han dado la
seguridad de moverme en medio de esa incertidumbre que siempre es (al
menos para mi y mi inseguridad) el texto literario en proceso de
creación. Entre ellos, la principal ha sido mi mujer, Lucía, que, como
su nombre indica, es un ser dotado de una extraña lucidez.

Has afirmado que tu aproximación a Carpentier se relaciona más con el
tema de la identidad, postulada por él a través de lo real maravilloso.
En un mundo plagado de identidades mestizas, transfronterizas, de
literaturas posnacionales, ¿no resulta un tanto obsoleta la búsqueda de
una identidad que se ha convertido en una especie inasible, en
vertiginoso travestismo?

Es evidente que tal vez pueda parecer muy moderna (y por tanto,
trascendida) la búsqueda de la identidad en un mundo que ya ha
traspasado la posmodernidad y va hacia ni se sabe qué. Pero a mí me
interesa mucho trabajar con esas esencias que de alguna manera componen
el caleidoscopio que es la cubanía (y no me pidas que la defina, no sé
si nos alcanzaría el espacio). Quizás por ser un país multiétnico,
multicultural, en el que siempre andamos en busca de algo que no acaba
de concretarse, siento que la identidad, los orígenes, la historia, los
elementos que nos componen se me revelan como una necesidad y una vía
para fijar ciertas obsesiones.

Quizás todo comenzó cuando decidí escribir mi tesis de grado
universitaria sobre el Inca Garcilaso de la Vega y demostrar que había
sido el primer hispanoamericano cuando no existía aún Hispanoamérica.
Luego, cuando hice periodismo en Juventud Rebelde, me obsesioné con las
historias que no aparecen en la historia oficial y en las cuales se
reflejaba el proceso de una identidad siempre en formación, y escribí
los reportajes sobre los chinos en Cuba, sobre los francohaitianos, los
gitanos, etcétera. Escribí vidas de peloteros, de músicos, de vírgenes
(la Caridad del Cobre) y crónicas de los colores, sabores y olores que
nos acompañan: el ron de Santiago de Cuba, el tabaco de Pinar del Río,
las parrandas de Remedios… Después vinieron los años en que estudié a
Carpentier y me adentré mucho en ese camino que él recorrió en la
definición de lo latinoamericano, una búsqueda que compartió con toda
una generación intelectual del continente.

Ya cuando me dediqué mayormente a escribir novelas, todo ese sustrato me
acompañó y me sigue acompañando, y por eso es que llego, por ejemplo, a
José María Heredia, a su obra, su vida y su destino como la fuente de
tantas esencias que nos han marcado: la obsesión de la insularidad, la
pertenencia a un país, el exilio como presencia constante, la aspiración
a la libertad en la fraternidad.

En mis libros siempre la música es una compañía, como le ocurre a casi
todos los cubanos, y el barrio es la representación mejor de la patria,
porque ahí está el origen de todo lo que somos —o éramos, cuando los
barrios tenían todo su carácter, sin las difuminaciones posteriores—.
Quizás todo ese propósito de fijar lo propio sea intrascendente o
trasnochado en otras latitudes, pero yo sigo sintiendo que Cuba es una
identidad en formación y que el trabajo con esos elementos de la esencia
cubana se me revela como una necesidad.

¿En qué medida ha cambiado entre los escritores cubanos el concepto de
literatura y arte nacionales? Siento que, salvo excepciones, se mantiene
un apego a lo local (y esto no es un juicio de valor, desde luego), que
en autores como Carpentier, por ejemplo, había mudado hacia una
apropiación de todos los territorios de la cultura occidental…

Creo, como tú, que la literatura cubana ha sufrido de un exceso de
localismo, que mi propia literatura lo ha sufrido y tal vez por ello se
me presentó la necesidad de romper ciertas fronteras geográficas y
culturales y estoy escribiendo una novela cubana, muy cubana, en la que
los personajes centrales son León Trotski y su asesino, el español Ramón
Mercader, y los escenarios que se suceden son Moscú, París, México, un
fiordo noruego y una isla del mar de Mármara: pero todo eso pasa por
Cuba y por la forma de ver el mundo de un cubano de estos tiempos, y ya
verás de qué forma cuando leas el libro.

Pienso que la obsesión por las historias cubanas tiene mucho que ver con
la falta de equilibrio que existe en Cuba entre narrativa y periodismo.
La cualidad, más aun que la calidad del periodismo cubano, ha sido
lamentable, salvo en pequeños períodos —como ese durante el que tú
también hiciste periodismo en Cuba y tratamos de mover la realidad y su
percepción con artículos y reportajes—.

Muchos de nosotros, casi todos, hemos sentido la complicada necesidad de
hacer la crónica de nuestro tiempo, en vista de que esa crónica no
aparece o aparece mal en la prensa cubana. Muchas realidades,
personajes, actitudes y, sobre todo, modos de pensar de los cubanos de
estos años sólo han tenido espacio en la literatura (y algún reflejo en
el cine: recuerda Suite Habana o los documentales hechos por los más
jóvenes realizadores), y muchos escritores, no sé si conscientemente,
hemos asumido esa responsabilidad, que no tiene por qué ser de la
literatura, y la hemos llevado a nuestros textos.

En el caso de mis novelas policiales, he tratado de ver la realidad
cubana desde la mayor cercanía posible, de meterme en ella y fijar
algunas de sus características durante estos años. Mis libros, a
diferencia de los de Pedro Juan Gutiérrez o los de Amir Valle, que se
centran en lo peor de la sociedad, exploran lo que ocurre dentro de las
cabezas de las gentes que viven en esa sociedad, y por eso Jorge Fornet
los considera "narrativa del desencanto", no de la violencia o de los
lados más sucios de la realidad.

En cualquier caso, al trabajar con criminales como personajes, tocas el
fondo de una sociedad, aunque en más de un caso mis criminales no son
marginales —todo lo contrario— y más que un bajo mundo, pretendo mostrar
la bajeza de un mundo: la doble moral, el engaño, el oportunismo, el
enmascaramiento, la corrupción, la envidia, la frustración de las gentes
y los efectos que esas actitudes tienen en la realidad. Y de muchas
maneras lo hago como el periodista que fui y que soy, y a mucha honra.

Pero el resultado es que a veces la literatura cubana se ha tornado
folclorizante, demasiado local, y no ha sabido encontrar los mecanismos
literarios y conceptuales para comunicarse de manera más universal. El
resultado ha sido que varios excelentes escritores cubanos sólo son
conocidos en Cuba, pues su literatura carece de interés para lectores de
otras latitudes. Pienso que fue el mismo Carpentier quien nos dio la
clave del modo de resolver esa importante cuestión cuando, apropiándose
de una frase de Unamuno, advirtió que era necesario hallar lo universal
en las entrañas de lo local, y en lo circunscrito y limitado, lo eterno.

Si somos capaces de encontrar en nuestras propias realidades y esencias
los vasos comunicantes con las realidades y esencias de los demás
hombres, la literatura da ese paso hacia lo universal, que fue el gran
paso que dio Carpentier, o que dio un autor como Cabrera Infante
escribiendo de la vida nocturna de cuatro locos en La Habana.

Creo que en varios creadores cubanos la noción de arte nacional ha
cambiado en la medida en que los códigos artísticos universales se han
hecho más cercanos a los creadores de cualquier latitud. Quizás el arte
donde mejor se advierta esta ruptura sea en la música más reciente, que
sigue siendo cubana, muy cubana, pero que se ha permeado de modos y
actitudes llegados de otras latitudes.

En la literatura, mientras tanto, van apareciendo una serie de
escritores que son difíciles de ubicar en lo que antes considerábamos
típicamente cubano —sus personajes y asuntos son premeditadamente
universales—, pero eso no les garantiza la universalidad: no depende
tanto de lo que se toma como punto de partida como del resultado. Ahí es
donde hay que tener esa actitud universal, esa mirada supralocal, no
importa si escribes en Las Tunas o en Estocolmo.

Al hablar del microcosmos donde se mueve Mario Conde, mencionas el
concepto de "pertenencia" (a los territorios físicos, humanos, verbales,
imaginarios donde se mueven los personajes). En ese sentido, creo que la
autenticidad literaria de Mario Conde ha sido debidamente certificada
por los lectores. Dado que esa "pertenencia" es involuntaria, que no nos
podemos librar de ella, ¿no será más adecuado hablar sobre la
"transcripción literaria" de esa "pertenencia"?

Mario Conde ha tenido una gran suerte, ha conseguido caminar por la
realidad como una persona de carne y hueso. Sobre todo, acá en Cuba,
mucha gente lo ve como alguien vivo y me preguntan por sus amigos, por
sus obsesiones, por su suerte, como si fuera alguien que vive, una
persona de la cual yo tengo noticias. Lo curioso es que en su formación
literaria yo puse tantas responsabilidades y misiones en el personaje
que verlo respirar me parece un milagro (y fue justamente ese milagro lo
que me llevó a conservarlo y a revisitarlo en una serie de novelas, pues
al principio sólo iba a ser el protagonista de Pasado perfecto).

Mario Conde es, ahora mismo, como sabes, el personaje de seis novelas y
si al principio era algo tan inverosímil como un policía investigador
(es difícil creerse un policía así, más bien blando, demasiado
intelectual, que además no sabe nada de investigación criminal y que es
buena persona), ahora es algo más inverosímil aún, pues se transformó en
librero de viejos, pero honesto y melancólico.

Además, al principio tuvo la responsabilidad absoluta de llevar las
riendas de las novelas: todo lo que se decía, veía, pensaba en los
libros, pasaba a través de la pupila y la sensibilidad de Conde, y por
ello tuve que hacer de él un policía culto, inteligente, mordaz, amante
de la literatura y gozador de sus nostalgias, pues de lo contrario mal
hubiera podido servirme de vehículo para expresar mis preocupaciones
sociales y humanas. Pero hay más: para lo que yo quería lograr y para
que su verosimilitud se solidificara, Mario Conde tenía que estar más
cerca de la tierra que del cielo, y por eso debía vivir en un barrio de
La Habana que todavía fuese barrio y popular: ese barrio es Mantilla,
aunque nunca se le mencione por su nombre.

Y, para colmo, yo traté de que el pobre personaje fuese un compendio o
una expresión de lo que ha sido y es nuestra generación en la Cuba de
estos años, la generación escondida o de los mandados o del cansancio
histórico, como se le llama algunas veces en las novelas, las gentes que
se quedaron a medio camino de todo, que creyeron y luego descreyeron,
los que nunca tuvieron ni tendrán nada, los que no se fueron o, si se
fueron, también se quedaron porque pertenecían y pertenecerán siempre a
una cultura y a una tradición…

Y ahí entra en juego el conflicto de la pertenencia. Yo creo que una de
las bendiciones y de los peores lastres de la cultura cubana es la
imposibilidad de desligarnos de ella por parte de los que nacimos y
vivimos en sus territorios. Si los que vivimos en la Isla a veces nos
hartamos de combatir y recibir siempre lo mismo, los que están fuera
siguen peleando con sus nostalgias, sus fantasmas y con cosas más
concretas a las que no pueden renunciar: modos de ver la vida, o ese
orgullo tremendo que tenemos todos los cubanos de ser cubanos y, como se
dice ahora, hasta de creernos cosas: que somos los mejores, por ejemplo…

Y quizás a algunos les parezca que exagero cuando digo todo esto, pero
la verdad es que la cubanía es una pertenencia casi indeleble. A mí me
lo demostró de un modo increíblemente fuerte el músico Mario Bauzá, el
creador del latin jazz, que luego de 60 años viviendo en Estados Unidos
y haciendo jazz, decía la palabra negüe, te decía chico, y estaba
convencido de que lo único que no haría nunca un cubano es reconocer el
éxito de otro cubano.

La pertenencia que expresa Conde es entonces múltiple, abarcadora: no
sólo es física, a un territorio real, sino también pertenece a una
generación, a un estado de pensamiento, a una formación cultural y
sentimental, a un espacio de la memoria; sobre todo esto, a una memoria
a la cual se aferra y a la que no quiere renunciar: sus recuerdos
expresan mejor que nada esa pertenencia porque es, al fin y al cabo, lo
único que en realidad le pertenece.

En Pasado perfecto encontraste, has afirmado, la literatura que no
habías hallado antes. ¿Qué es, vista desde la distancia, tu primera
novela, Fiebre de caballos?

Lo que se lee en ella: una novela de aprendizaje, en todos los sentidos.
Fiebre de caballos fue escrita entre 1983 y 1984, en uno de los períodos
más extraños de mi vida, pues coincidió con el momento en que soy sacado
de El Caimán Barbudo y enviado a Juventud Rebelde, a expiar mis pecados
de problemático ideológico, y tengo que hacer algunas de las
adecuaciones más graves de mi vida, como pensar que ya no seré jamás
redactor de El Caimán, ni dirigente de la Brigada Hermanos Saíz y que
quizás, incluso, ni siquiera seré escritor, como podía ocurrir en
aquella época, pues había ocurrido en la época anterior (apenas diez
años antes).

Debo, además, aprender a hacer periodismo trabajando ya en el periódico,
y eso significó un gran esfuerzo de concentración. Pero me hice
periodista escribiendo crónicas, y seguí siendo escritor, pues terminé
Fiebre de caballos y fue aceptada por Letras Cubanas para su
publicación. Es curioso que, a pesar de todos esos tropezones, la novela
saliera ilesa en su inocencia esencial: tanto literaria como
conceptualmente es una obra de una candidez que me conmueve. Y es que
esa era mi candidez de entonces, literaria y conceptual, a mis
veintitantos años, en un país donde todos mirábamos hacia el futuro.

Escribiendo esa novela, aprendí cosas tan esenciales como hacer que
pasara el tiempo en una historia, a definir los rasgos y necesidades de
un personaje, a perseguir una voluntad de estilo, a luchar contra lo que
quiere el autor y lo que exigen el argumento y los personajes. Aprendí
que una historia no está terminada hasta que no estés harto de ella, y
por eso reescribí varias veces la novela hasta que se me fue de las
manos y respiró por ella misma.

Por eso veo a Fiebre de caballos como un escalón hacia el escritor que
sería seis años después, cuando, luego de la magnífica experiencia en
que se convirtió mi paso por Juventud Rebelde, me enfrento al deseo de
escribir Pasado perfecto y descubro que, aunque ya era un escritor,
incluso con una novela publicada, todavía no sabía —y aún no lo sé— qué
cosa es escribir una novela.

http://www.cubaencuentro.com/es/entrevistas/articulos/cuba-es-un-pais-que-mira-al-pasado-ii-140892

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